Lo mejor de nuestra historia contemporánea
¿Cómo hemos llegado a la descomposición actual después de tantos grandes éxitos?
Es un tópico que se repite sin cesar, los 38 años del reinado de Juan Carlos I han sido los más exitosos de los dos últimos siglos, y si tomamos en consideración, tanto las libertades de que hemos gozado, como el grado de desarrollo socioeconómico alcanzado, resulta difícil negarlo. Entonces, cómo se explica que, pese a tamaños logros, hemos arribado a la descomposición actual.
Algunos creen descubrir la causa en una Transición que la fracción reformista del franquismo llevó a cabo desde dentro. Una posibilidad que nadie en la oposición había previsto, con la excepción tal vez de Luis García San Miguel, que por ello recibió fuertes reprimendas.
Para entender que las cosas ocurrieran así, importa añadir algo que a menudo pasa inadvertido. El salto de la dictadura a la monarquía parlamentaria, “de la legalidad a la legalidad”, fue posible, porque a comienzos de los años cincuenta, con la alianza con Estados Unidos, España se había integrado plenamente en el mundo occidental, y al finalizar el decenio, la liberalización económica propició un rápido crecimiento socioeconómico. No solo en los años sesenta España se industrializa, sino que alcanza una movilidad social que no ha vuelto a repetirse.
Esto explica que el proceso transcurriera sin grandes traumas, una indudable ventaja, pero al precio de no poder aprovechar el salto a la democracia para llevar a cabo algunas correcciones imprescindibles. De ahí que se imponga una valoración positiva de la Transición, en cuanto se deslizó sin mayores tensiones, pero sin corregir defectos que arrastramos desde hace siglos.
Crecimiento económico, movilidad social, apertura de la Iglesia con el Concilio Vaticano II trajeron consigo el fortalecimiento del régimen franquista que amplía su base social más allá de los “vencedores”, así como abre la puerta a posiciones reformistas en el interior del aparato del Estado.
En los cincuenta surgen unos grupúsculos en torno a Dionisio Ridruejo y Enrique Tierno que, sin desechar la monarquía, pretenden una democracia de tipo occidental que nos permita integrarnos en Europa. Pero la mayor parte de la oposición de los años sesenta y setenta mantenía posiciones revolucionarias que las hacía poco operativas. Entre lo mucho que hemos echado al olvido está el hecho de que la mayor parte de la oposición pretendía saltar de la dictadura al socialismo, fuese de cariz soviético o prochino, incluso los había que defendían el modelo yugoslavo de autogestión, sin pasar por la que llamaban “democracia formal” que todos despreciaban.
También para las últimas generaciones permanece en la penumbra que sin la menor participación de la oposición, la Transición se llevase a cabo en las Cortes franquistas, al aprobar la Ley para la Reforma Política, que convierte la monarquía tradicional, prevista en las anteriores Leyes Fundamentales, en una parlamentaria, con dos Cámaras elegidas por sufragio universal. Esto obliga a legalizar a los partidos políticos, incluído el comunista, una vez que hubiera aceptado la monarquía.
Exaltar la transición corresponde al afán de legitimar el régimen establecido
El resultado de las primeras elecciones del 15 de junio de 1977 ratifica a las Cortes elegidas como constituyentes. Esta vez por consenso, se elabora una Constitución, que blinda la Monarquía, garantiza los derechos fundamentales de la persona, hace algunos guiños al Estado social y trata de frenar la dinámica secesionista del País Vasco y Cataluña con el Estado de las autonomías.
Exaltar la Transición a modélica corresponde al afán de legitimar el régimen establecido, pero de encumbrarla sin medida, no debe pasarse a desacreditarla por completo y atribuirle nada menos que la causa de la descomposición a que hemos llegado. La Transición, tal como se hizo, sin duda hubiera podido haber dado mejores resultados. ¿Qué factores entonces nos han llevado a la situación actual?
De una larga lista —la realidad es poliédrica— me inclino a subrayar tres, que enumero en orden creciente de importancia.
La Transición se llevó a cabo bajo la vigilancia de unas Fuerzas Armadas, adictas a un franquismo residual, como puso de relieve el 23-F. Su fracaso, además de haber contribuido al amplísimo triunfo socialista de 1982, permitía que se acometiera una profundización democrática que ampliara la llevada a cabo por el franquismo reformista, sin por ello cuestionar la Monarquía, todavía indispensable para afianzar al régimen.
Lamentablemente, en vez de seguir el principio socialdemócrata de fortalecer la unidad de acción de sindicato y partido, se optó por el neoliberalismo de corte más radical, y lejos de “osar más democracia”, como predicaba Willy Brandt, se prefirió constreñirse al estrecho ámbito trazado, desmontando los movimientos sociales de base que habían surgido en el proceso de cambio. La democracia quedó reducida a su mínima expresión de votar cada cuatro años, incluso se mantuvo la misma ley electoral que favorecía al bipartismo y a los nacionalismos periféricos.
En segundo lugar — y en este punto no cabe exagerar— la lucha contra el terrorismo de ETA marcó de manera decisiva estos años, no solo por los costes enormes que ocasionó, sino también por la falta de transparencia que impuso combatirlo. Una carencia que se trasladó a otros ámbitos, favoreciendo, en último término, la corrupción. La alta dependencia de Francia en la lucha contra ETA se tradujo en decisiones tan cuestionables, como el ferrocarril de alta velocidad, en vez de renovar las vías, utilizando el TALGO.
Pero el factor determinante fue no aprovechar estos años de bonanza, que el ingreso en la Comunidad Económica Europea propició, para establecer un modelo productivo estable que permitiera un crecimiento, no espectacular, pero a largo plazo seguro, en base a ir aumentando la exportación de bienes industriales y agroindustriales.
La burbuja inmobiliaria, en último término, también se asentó en el afán de enriquecimiento rápido. La mentalidad del pelotazo es el rasgo que mejor describe estos años. Se nos dijo que en ningún otro país era tan fácil enriquecerse y cada cual en la medida de sus fuerzas se aplicó el lema, al que incitaba el derroche público. Nunca antes se ganó tanto y se invirtió tan mal.
En suma, tres factores nos han llevado a la descomposición actual. El primero y principal la conversión del PSOE al neoliberalismo, anulando a la larga las diferencias entre los dos grandes partidos, con lo que se ha reproducido el modelo de la anterior Restauración, alternancia y caciquismo. Esto último se ha impuesto, tanto en la estructura interna de los partidos, como en el reclutamiento de personas y votos.
En segundo lugar, los enormes costes y desgaste de la lucha contra ETA, que ha favorecido el dispendio de lo público, que ha llevado a una corrupción ilimitada, que es el tercer factor, y sin duda el decisivo.
El resultado: un desempleo altísimo con vocación de durar, una deuda que alcanza el 100% del PIB, el desmantelamiento del Estado social, con una educación pública, desde la escuela a la Universidad, que no hace más que expandir la ignorancia que caracteriza a una buena parte de los docentes. Con estos datos, el pronóstico no puede ser muy positivo.
Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología
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