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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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El síndrome de Walter Long

Quienes se empeñan en rechazar la idoneidad del sistema federal para resolver la insatisfacción en Cataluña y el País Vasco corren el riesgo de darse cuenta, demasiado tarde, de que no había más alternativa

Alberto López Basaguren
EDUARDO ESTRADA

El reto planteado por las instituciones catalanas con lo que llaman “derecho a decidir” se está afrontando desde la pasividad. El sistema político español ha renunciado a la iniciativa política y se ha refugiado en la trinchera de la legalidad. Un cinturón de hierro con la UE como último bastión: el rechazo en su seno de una Cataluña independiente, sin el acuerdo de España, diluiría gran parte del apoyo a la independencia, ante los riesgos que acarrearía.

La confianza ciega y exclusiva en líneas de defensa pretendidamente inexpugnables ha provocado grandes desastres históricos. Trasladar a la UE la resolución de un problema político interno sería una muestra de incapacidad que España pagaría muy cara. Pero, sobre todo, la ausencia de iniciativa supone renunciar a la confrontación política democrática por convencer a la mayoría de la sociedad catalana no ya de la inviabilidad de la independencia o de lo inconveniente de ese proyecto, sino de lo beneficioso de su integración en España y de lo conveniente de la forma en que se materializa.

Las instituciones catalanas han planteado el debate en la forma en que el nacionalismo ha creído más conveniente: realización de un referéndum sobre el futuro político de Cataluña con la independencia como opción. El sistema político español corre importantes riesgos si no afronta el debate sobre la legitimidad democrática de esa pretensión y, en su caso, sobre la forma de adecuar su regulación legal. Pero, por encima de todo, debería tratar de cambiar los términos del debate. Frente al tablero elegido por el nacionalismo catalán, tendría que poner encima de la mesa el de la reforma del sistema autonómico, con el objetivo de lograr el acomodo de Cataluña. Mientras no lo haga seguirá a merced de la estrategia del nacionalismo y estará incapacitado para atraer a la mayoría de la sociedad catalana.

Resolver de forma idónea los problemas del sistema autonómico —que es el origen del problema—, mirando lejos, sin dejarse arrastrar por la corriente del momento, solo será posible mediante una reforma constitucional que profundice en la senda federal por la que se ha caminado en estos decenios, sirviéndonos de la experiencia de los sistemas federales más solventes de nuestro entorno.

Frente al referéndum pedido por el nacionalismo, el sistema español no toma iniciativas

La tradición política española es reacia a los planteamientos federalistas. La catastrófica experiencia de la Primera República tuvo una influencia determinante en el rechazo expreso del sistema federal en 1931; diseño que copió la Constitución actual. Sin embargo, el sistema autonómico ha avanzado por el camino de los sistemas federales, como lo reconocen, significativamente, prestigiosos estudiosos foráneos del federalismo. Ha sido un gran acierto, porque fuera del esquema federal no es posible una solución estable de futuro. Pero mantiene singularidades que, una vez despejadas las incógnitas presentes en 1978, son fuente de problemas más que de soluciones; y están ausentes elementos que se han mostrado saludables en otros sistemas federales.

El recelo frente al federalismo, sin embargo, sigue todavía muy vivo en sectores variados de nuestro país. A los motivos históricos se añaden dos razones fundamentales. El sistema federal no es adecuado para España porque solo hay dos territorios (Cataluña y País Vasco) que están insatisfechos con el sistema autonómico; y, además, el federalismo no satisface a los nacionalistas, que lideran la expresión política de esa insatisfacción. Por tanto, el federalismo no serviría para resolver el problema que tenemos entre manos.

Idénticos argumentos fueron utilizados en Reino Unido (RU). Albert V. Dicey, el más prestigioso constitucionalista británico de los últimos dos siglos, los expuso brillantemente en su encendida y radical oposición a los sucesivos proyectos de home rule (autogobierno) para Irlanda y a cualquier solución federal. Se trataba, a su juicio, de un salto al vacío (a leap in the dark), que Inglaterra no necesitaba ni quería dar; y no servía para resolver la cuestión irlandesa: como solución, era un paraíso para ingenuos (a fool’s paradise).

Los unionistas impidieron cualquier salida, hundiendo al sistema británico en una de sus más graves crisis políticas: la fractura puso a Reino Unido en la antesala de la guerra civil y llevó a la independencia de Irlanda, aunque fuese al precio de la guerra fratricida dentro del nacionalismo irlandés, la división de la isla y la violencia sectaria en el norte, que ha llegado hasta nuestros días.

Los unionistas cerraron toda salida en Reino Unido, lo cual llevó a la división de Irlanda y a la violencia

Como ha puesto de relieve el historiador canadiense John Kendle —agudo estudioso de este proceso—, el éxito del unionismo fue facilitado por los importantes defectos de los sucesivos proyectos, provocados, en gran medida, por el rechazo británico a la lógica federal, impidiendo un proyecto coherente y de sólidos fundamentos.

Algo similar está ocurriendo en España con la oposición a la reforma de la Constitución para profundizar en la senda federal. La cuestión no es si el sistema federal satisface o no a los nacionalistas, sino si permite afrontar mejor la integración política de la diversidad —logrando una satisfacción suficiente de las comunidades con un fuerte sentimiento de identidad diferenciada—, garantizando mejor la estabilidad política. Es decir, si el sistema federal es la mejor plataforma para afrontar con solidez el reto rupturista del nacionalismo. El desarrollo de los acontecimientos en Quebec pone de relieve que, a pesar de todo, el sistema federal facilita la adhesión de una parte muy importante de la ciudadanía en sociedades de esas características y la satisfacción suficiente de parte significativa, incluso, de quienes desearían, en su corazón, la independencia. Una tercera vía que permitiría la movilización de una parte cuantitativa y cualitativamente relevante de la sociedad catalana y la atenuación de la adhesión a la independencia por parte significativa de los independentistas recientes; algo que el unionismo, puro y simple, es incapaz de lograr. Las encuestas parecen avalar, todavía hoy, que esto es posible en Cataluña —y también en el País Vasco—, a pesar de la extensión del escepticismo sobre la capacidad de España para plantearlo de forma seria y convincente.

Quienes se empeñan en rechazar la idoneidad del sistema federal corren un serio riesgo de caer en el mismo error que Walter Long. También magníficamente estudiado por Kendle, Long fue uno de los más destacados políticos unionistas, defensor de primera línea de los intereses del unionismo irlandés desde su escaño en Westminster —y en distintos Gabinetes— y uno de los principales protagonistas del fracaso de los sucesivos proyectos de home rule para Irlanda desde 1886. Pero Walter Long poseía una destacada inteligencia política. Durante el debate de lo que llegaría a ser la home rule de 1914 (que no entró en vigor por el estallido de la Gran Guerra), llegó a la convicción de que el mantenimiento de los postulados unionistas llevaba inexorablemente a la pérdida de Irlanda. Y se empeñó en tratar de encontrar una solución que fuera capaz de acomodar los intereses de los unionistas, mayoritarios en seis de los nueve condados del Ulster —lo que acabará siendo Irlanda del Norte—, y de los nacionalistas, muy mayoritarios en el resto de Irlanda. Sobre la base de lo observado en su largo viaje a Canadá, llegó a la conclusión de que solo había una solución posible: el sistema federal. Pero era ya 1914; demasiado tarde para que una solución de este tipo fuera factible. El gran opositor a la home rule y a la solución federal descubre el federalismo como solución cuando ya el sistema federal no puede ser la solución; cuando ya no hay solución. Es lo que llamo el síndrome de Walter Long.

El federalismo no es ninguna panacea. Por sí mismo, no garantiza el éxito de la empresa. Como escribió Walter Bagehot, ninguna política es capaz de extraer de una nación más de lo que esa nación tiene en su interior. En esa reforma constitucional España se enfrentará a sí misma y mostrará su capacidad para resolver el problema planteado por la reclamación catalana; o su incapacidad. Pero no hay alternativa.

Alberto López Basaguren es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco (UPV/EHU).

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