Grecia, trampa para inmigrantes
Se calcula que unas 6.000 personas, incluidos menores y solicitantes de asilo, pasan hasta 18 meses detenidos en centros donde son tratados como presos
I.S. huyó de Irak con una herida de bala en la pierna. Una banda local quiere matarle por colaborar con los estadounidenses. Tras recorrer en coche la frontera turca y embarcarse a bordo de un bote improvisado, su viaje le llevó al norte de Grecia. Este soldador, uno de los más de 6.000 inmigrantes que han trazado ese camino tortuoso hacia el país que preside la UE en el primer semestre de 2014, se encontró con que la trampa más cruel le aguardaba en tierra prometida. La legislación griega permite la retención de inmigrantes indocumentados hasta 18 meses— en España hay casi 3.000 plazas y el tope son 60 días—, toda una pena de prisión. Este iraquí recuerda cada noche —tres meses y nueve días— pasada en esos centros cuya rutina es más propia de las cárceles: “No podía entender por qué me tenían allí tanto tiempo. Al final me volvía loco, me pegaban y me ponían en aislamiento. Al cabo de unos pocos días pasaba lo mismo. Esa era mi rutina”, asegura por teléfono. Un informe de la ONG Médicos Sin Fronteras denuncia cómo el castigo se completa con condiciones de vida deplorables: mala alimentación, entornos insalubres o falta de medios para la higiene.
Este soldador de 22 años tuvo que abandonar a sus ocho hermanas en la zona kurda del norte de Irak. Sus últimos 40 días de cautiverio antes de que las autoridades aceptaran su petición de asilo los pasó bajo el techo de Komotini, al norte de Grecia, donde viven unos 1.200 inmigrantes. El centro es una antigua escuela policial que cerró por mal estado. En uno de sus pabellones hay 10 baños para 120 personas, pero solo funcionan dos. Apenas hay una hora de agua caliente al día, denuncia Médicos Sin Fronteras. Allí tuvo que lidiar con el temor por su vida y un constante problema dental. “Muchas veces no podía soportar el dolor y venían cuatro policías a patearme”, relata el joven iraquí.
I.S. salió de Komotini el 16 de diciembre de 2012 y ahora está pendiente de marcharse a Finlandia para reunirse con un familiar. “Solo nos daban de comer una vez al día, apenas podíamos calentar un poco de agua junto al sol para que se ducharan unos pocos y teníamos que sobornar a los policías para que nos compraran cualquier cosa fuera del centro”, explica el soldador desde la sede de la ONG griega Praksis, que ofrece tratamiento psiquiátrico en los centros.
“En 2012 se tomaron medidas para limpiar las calles de inmigrantes con una política basada en la detención masiva, rutinaria e indiscriminada”, asegura Ioanna Kotsiani, responsable del informe de Médicos Sin Fronteras. La respuesta: prolongar el internamiento de quien ose a pisar territorio griego sin permiso. “Aunque Grecia ha aplicado esta legislación desde 2012, el problema es mucho más amplio. La inmigración ilegal está criminalizándose en toda Europa”, denuncia Kotsiani.
En 2012 se tomaron medidas para limpiar las calles de inmigrantes
Ioanna Kotsioni, responsable de Médicos Sin Fronteras en Grecia
Poco diferencia a esos centros con la vida en una prisión. Los pabellones están rodeados de alambradas y sus residentes tienen que lidiar con la humillación de ir esposados al hospital si tienen algún problema médico, relata el informe. “Los centros de inmigrantes son cárceles, sienten que les tratan como criminales. El trato despectivo de los agentes, tanto verbal como físico, es producto del sistema”, explica Kotsioni.
La médica española Julia García Gozalbes lleva más de tres meses asistiendo pacientes en los centros de detención griegos. “He trabajado en Pakistán o Sudán y no esperaba lo que me he encontrado aquí. Es la cara oscura de Europa”. Los detenidos son perfiles sanos: hay que tener buena salud para cruzar Asia desde Afganistán o navegar por un estrecho. Sin embargo, hasta el organismo más fuerte peligra ante las condiciones de lugares como Komotini, donde el peligro llega a través de la suciedad y las tuberías. Los responsables han usado una bolsa de basura para sortear una avería. “La han atado a uno de los desagües y han hecho una especie de tubo para que llegue hasta abajo. El material fecal gotea y eso hace que se desarrollen todo tipo de enfermedades”, explica la facultativa española.
Una española que asiste en los centros califica a Grecia como "la cara oscura de Europa"
Grecia ha extendido el perfil de los detenidos: cada vez afectan a inmigrantes que se creían en una situación más segura. “Un hombre que llevaba 20 años viviendo en Grecia, con su trabajo y mujer, perdió los papeles y ahora está en el centro, deprimido y sin saber si su esposa puede pagar la casa”, añade García. La detención también amenaza a quienes solicitan asilo, independientemente de su posición social. “Una mujer de clase alta estaba embarazada de 10 semanas y perdió el niño por el estrés de estar retenida”.
En estos centros también hay adolescentes a los que Grecia considera adultos por falta de pruebas. Son los menores quienes tienen que demostrar que lo son, toda una proeza dado que muchos no llevan identificación para no ser repatriados y las de muchos otros no son válidas para las autoridades griegas. Las ONG han logrado la puesta en libertad de unos pocos acreditando mediante certificados médicos su minoría de edad. Para el resto, la agonía persiste. “Dos menores se tiraron de un tejado de unos cinco metros después de que les declarasen adultos con solo una radiografía. Fue un milagro que uno acabara ileso y otro solo se rompiera una vértebra”, asegura la médica española.
El afgano Omie Mogabzadah, que ahora tiene 16 años, estuvo año y medio detenido en Fylakio, toda una jauría humana al norte del país. La médica española cuenta que en cada habitación del centro duermen unos 50 detenidos y en el pasillo apenas caben dos personas de perfil. “Si quieren hablar, tienen que hacerlo en las camas”, explica García, que suelta una risa irónica cuando escucha el término ventilación. Las ventanas rara vez pueden abrirse, y cuando lo están a veces no pueden cerrarse, añade.
Mogabzadah partió con su hermana desde Irán para reunirse con su hermano mayor, que ahora se encuentra en Suecia. Estuvieron dos semanas detenidos en la ciudad turca de Ismir. Si hubieran llevado documentación habrían sido repatriados a Afganistán, pero al no tener identificación quedaron en libertad. Lograron llegar a Grecia, donde fueron arrestados y luego liberados con un claro ultimátum: en un mes debían dejar el país. Mogabzadah sintió el peso de los grilletes unos días después.
Si queréis que os lleve tenéis que arrodillaros ante mí”, respondió un guardia a dos menores
Este adolescente afgano padeció el hacinamiento de un centro en el que “no había ni siquiera un metro por persona”. Cuenta que en su pabellón apenas funcionaban dos baños para 70 personas, los detenidos bebían del agua que usaban para lavarse y la policía relativizaba las emergencias. “Cuando un hombre sufrió síntomas parecidos a un ataque al corazón, los guardias nos dijeron que no podían llevarle a un hospital, que no tenían coche”, relata Mogabzadah.
Fueron precisamente las prácticas policiales lo que más indignaron a este adolescente afgano. Los agentes solían llevar a los detenidos a recoger el escaso dinero que recibían de sus familias. Mogabzadah y otro inmigrante pidieron permiso y se encontraron con la respuesta de un rey absolutista: “Nos dijo que nos llevaría si nos arrodillábamos ante él. Mi compañero lo hizo, yo me negué”. El menor denuncia que un agente borracho dejó en pleno invierno a siete jóvenes casi desnudos en la calle. El motivo: un compatriota afgano había pedido permiso para llamar a su familia al enterarse de la muerte de su madre. La rutina del centro era un viaje al vacío. “No hacíamos nada. Nos pasábamos el día mirándonos los unos a los otros y solo alguna vez jugábamos a las cartas”.
La española Julia García denuncia que no haya ningún facultativo interno en los centros para atender emergencias. Las vidas de los detenidos quedan en manos de los primeros auxilios de los agentes de policía. “La mayoría de las enfermedades eran gripes y dermatitis, fundamentalmente porque a calefacción en invierno es insuficiente para una gran mayoría de personas acostumbradas a climas mucho más cálidos”, explica Rebecca Tzanetea, facultativa de la ONG Médicos del Mundo que atendía hasta febrero a los inmigrantes del centro de Corinto, a unos 80 kilómetros de Atenas. “Algunos paseaban en diciembre con las sandalias y pantalones cortos con los que habían venido en verano porque no tenían otra cosa”, relata la médica.
La exposición física en estos campos no es nada comparado con la tortura psicológica. Cuando pueden salir al patio y ver en sol, se quedan a solas con sus pensamientos. Tzanetea cuenta que no hay actividades que les alejen de su incierta realidad: sentirse como presos condenados por un delito que no han cometido. En Komotini, uno de los detenidos imparte clases de inglés a sus compañeros. En Corinto, unos pocos juegan al fútbol, la excepción a un desgaste lento pero inexorable. “No hacen nada, están en una prisión. Se pasan el día pensando en lo que les está pasando. Llegaron muy felices, pero han ido perdiendo la esperanza con el tiempo”, retrata la médica griega.
Tienen verdadera depresión. No lo fingen, necesitan pastillas”, asegura una psiquiatra
No hay argumentos contra esa desesperación. Si aceptan colaborar en la repatriación y regresan a su país, tendrán que volver a pagar una fortuna para una nueva tentativa. “Se sienten decepcionados y padecen dolores de cabeza cada vez más fuertes. Tienen verdadera depresión. No lo fingen, necesitan pastillas”, explica Tzanetea. Esa sensación de fracaso, de no ser útiles para sus familias, se materializa de formas muy distintas. “No salen al patio y si salen no hablan con nadie. Quieren pasarse la mayor parte del día durmiendo, se aíslan del resto de compañeros y no quieren comer ni ducharse”.
Aunque aún no se ha materializado en ley, una directiva policial griega, siguiendo las recomendaciones del Consejo de Estado, da vía libre a que se tomen medidas restrictivas que obligarían al inmigrante a permanecer en el centro incluso después de esos 18 meses. “A saber cómo van a reaccionar cuando lo sepan. Ya ha habido huelgas de hambre, gente que se ha autolesionado e intentos de suicidio”, expresa con temor la médica española. Mogabzadah está en libertad desde el 1 de abril y planea reunirse con su hermano. En su bolsillo, un papel del estado griego que le da tres meses para hacerlo. Si no, volverá a la jauría de Fylakio. Grecia, ese destino que muchos identificaban como tierra prometida, es solo otro obstáculo en el camino.
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