La tolerancia es el vino de los pueblos
Un hijo nunca quiere tanto como un padre; toma una vida entera llegar a esta verdad
Mi padre era el cuarto o quinto hijo de una docena que dio al Uruguay un matrimonio de inmigrantes libaneses, cristiana ella y probablemente él también. Toda su infancia la vivió en la miseria, escarbando raíces del campo para comer, poniendo los pies descalzos en el estiércol de las vacas para aliviar el frío de las madrugadas con escarcha, peleándose con otros pobres por los huesos que desechaba el Frigorífico Tacuarembó.
Era un niño de escuela cuando con sus hermanos ya trabajaba amasando barro para hacer ladrillos o plantando verduras que luego vendía en el pueblo. Cuando un hermano volvía de la escuela, el otro lo encontraba a la salida del pueblo para ponerse sus zapatos.
Con el tiempo, allá por los años cincuenta, mi padre logró irse a la capital para estudiar carpintería y radiofonía y al volver a su pueblo levantó su Fábrica de Muebles, como le llamaba él, además de iniciar diversos negocios y de fundar un Rotary Club y alguna cooperativa bancaria con cierto éxito. Durante el día trabajaba en su farmacia o buscaba alguna vaca perdida en alguno de sus campos y por las noches, durante 30 años, daba clases en la Escuela Técnica. Sus colegas se reían de su habilidad de quedarse dormido sentado o aún de pie.
—Si volviera a vivir, trabajaría menos y disfrutaría más— fue una de las últimas cosas que me dijo por teléfono, no por amargura sino para darme un nuevo consejo, que resultó ser el último. Nuestra última conversación fue en tono de bromas, porque uno nunca sabe el significado de cada momento.
Siempre discutíamos de política. Él aferrado a sus principios conservadores y yo aferrado a rebatirlo
Un día después de su funeral, caminando por los viejos rincones de la ciudad de mis vidas anteriores, como si sacara a pasear la tristeza con la secreta esperanza de que se perdiera en alguna esquina, me crucé con muchas personas, demasiadas para el momento, la mayoría de las cuales no conocía o no alcanzaba a reconocer después de tantos años. Uno de ellos, me dijo:
—La mejor etapa de mi vida la pasé cuando trabajé con tu padre. El hombre sabía cómo conseguir obras en cualquier ciudad y allá íbamos todos.
—Yo fui alumno de tu padre —me dijo otro señor, a quien sí recordaba de años atrás—. Yo era un muchacho perdido cuando lo conocí. Él me dio mi primer trabajo y me enseñó a ser gente. Si no fuera por él hoy no sería el que soy ni tendría la familia que tengo.
Mi perspectiva, como la de cualquiera, no es neutral. Para mí era un hombre austero, generoso con propios y ajenos, aunque seguramente muchos opinarían lo contrario. “Para unos soy un buen tipo”, decía él, “y para otros seguramente un miserable. No se puede estar bien con Dios y con el diablo”. No era difícil encontrar defectos en él, no porque se destacara especialmente en esta particularidad humana sino porque nunca es difícil encontrar defectos en los demás. Si dicen que ya hubo un tipo perfecto, que se la pasaba predicando amor democrático hasta para sus enemigos y lo crucificaron igual, ¿qué más se puede esperar?
Esto era aún más evidente en el mundo de las pasiones ideológicas. Siempre discutíamos de política. Él aferrado a sus principios conservadores y yo aferrado a rebatirlo. Nuestras discusiones eran intensas, pero siempre se resolvían de una forma sencilla:
—Bueno, ya veo que no nos vamos a poner de acuerdo —decía—; vamos a tomar un vino, entonces.
Ahora que ha muerto,
me pregunto para
qué diablos sirvió
toda aquella
honestidad idealista
Claro, alguien dirá que la tolerancia no es el vino, sino el opio de los pueblos. No menos verdad es que su ausencia es la muerte de los pueblos y, peor, la frustración de cada una de las vidas concretas que conforman esa abstracción mitológica.
Yo lo quería muchísimo, como cualquier buen hijo puede querer a un buen padre. Pero un hijo nunca quiere tanto como un padre. Toma una vida entera llegar a esta verdad; algunos, incluso, necesitan dos para comprenderlo y una más para llegar a aceptarlo. Así, uno va descubriendo en los recuerdos antiguos otros significados, cada vez más profundos.
Por ejemplo, en varias elecciones políticas el viejo integró las listas de su partido. Yo nunca lo voté. Recuerdo que en mi primera vez, a fines de los años ochenta, voté a un incipiente partido ecologista. Cuando llegué a casa le dije a mi padre que no lo había votado a él. Como siempre, él lo recibió con una sonrisa y me dijo que había hecho bien.
Ahora que ha muerto, me pregunto para qué diablos sirvió toda aquella honestidad idealista de la que presumí aquel día de elecciones. ¿Para qué sirvió toda esa pequeña crueldad? ¿Para qué sirvió toda aquella pequeña verdad, aquella sospechosa honestidad?
¿Para qué sirvió todo?, me pregunto mientras miro un mazo de un centenar de cartas escritas en árabe que sus padres escribieron y recibieron hace casi un siglo atrás. No sé lo que dicen. Apenas puedo sospechar historias de amores y desamores, de encuentros y desencuentros que mi padre tampoco llegó nunca a saber porque los suyos también le ocultaron sus frustraciones, como le ocultaron todos los secretos del idioma que solo usaban en lo más profundo de sus dos desoladas intimidades en un rancho de barro, en medio de un campo ajeno que apenas daba para sobrevivir.
¿Para qué sirvió todo?, vuelvo a preguntarme. Entonces miro a mi hijo mirando por la ventana como yo solía mirar mientras mi padre trabajaba en cosas más útiles y me doy cuenta de que sé la respuesta. La respuesta, no la verdad. Porque una cosa es el deber, lo que debe ser, y otra simplemente lo que es. De una no hay dudas y de la otra, de la verdad, probablemente nadie sabe ni su nombre.
Jorge Majfud (Uruguay, 1969) es escritor, arquitecto, doctor en filosofía por la Universidad de Georgia y profesor de literatura latinoamericana y pensamiento hispánico en Jacksonville University, Estados Unidos. Es el autor de las novelas La reina de América (2001) La ciudad de la Luna (2009) y Crisis (2012), entre otros libros de ficción y ensayo.
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