Ucrania, Crimea y la disolución de los imperios
No es lo mismo permanecer juntos de manera pacífica que siendo obligados
Les propongo otra forma de ver lo que está pasando en Ucrania: como el capítulo más reciente en la autodescolonización de Europa. Después de desmantelar el imperio soviético a finales del breve siglo XX, los europeos reanudaron la tarea de acabar con el austrohúngaro y el otomano, incluidos los Estados derivados de ellos como Yugoslavia y Checoslovaquia. Ahora le toca el turno al imperio ruso presoviético. Como si el presidente Putin fuera el zar Vladímir el Último.
Disolver un imperio es un proceso complicado. Los imperios no están hechos con Legos, una pieza roja y otra amarilla bien diferenciadas. ¿Qué decide que un grupo de personas en qué trozo de territorio se convierta en Estado? Sin duda, tener una cultura, una lengua, una etnia y una historia en común es importante. Igual que el legado de acuerdos diplomáticos largo tiempo olvidados y las divisiones internas de un imperio o un Estado multiétnico. La voluntad política de los habitantes y sus líderes es crucial. Pero tal vez lo más importante es la suerte histórica, la fortuna que, según Maquiavelo, es “el árbitro de la mitad de lo que hacemos”. Esa mezcla de historia, voluntad, habilidad y suerte es la que dio a Kosovo su independencia, no reconocida por todos.
¿Por qué pueden tener derecho de autodeterminación los kosovares pero no los kurdos?
Me vino a la cabeza esta idea sobre la disolución de los imperios hace unos años, mientras visitaba el supuesto Estado separatista de Transnistria, en el este de Moldavia y al lado de Ucrania. En su extraña capital retrosoviética, Tiráspol, me encontré con una estatua ecuestre de un héroe militar zarista, el mariscal Alexander Suvorov. La estatua conmemora su hallazgo de la ciudad a finales del siglo XVIII. Antes, en Uzhhorod, una ciudad en la frontera de Ucrania con Eslovaquia, había visitado el llamado Gobierno provisional de la Rus Subcarpática, también llamada Rutenia. El primer ministro era un catedrático de medicina que me recibió amablemente en un despachito del hospital local. El ministro de Exteriores se acercó en coche desde su casa de Eslovaquia. El ministro de Justicia preparó el té. Casi les convencí de que cantaran su himno nacional, que empieza diciendo “Rutenios, despertad de vuestro profundo sueño”. ¡Qué ridículo!, dirán. ¡Vaya opereta! Pero la fortuna maneja el caleidoscopio de la historia, y de pronto surgen Estados con reconocimiento internacional, que se llaman Moldavia o Montenegro. Sus hijos, sujetos al poder normativo de lo existente y engañados por los libros de texto nacionalistas, crecen dando por sentado que su nación es un Estado.
Después, en un vuelco, las fronteras de los viejos imperios reaparecen en los mapas electorales de las nuevas democracias, como trazadas con tinta invisible. Imaginemos la mayoría que obtienen los partidos y los candidatos presidenciales según colores. Los territorios decimonónicos de los imperios austrohúngaro y alemán son naranjas, los rusos y otomanos son azules. El fenómeno es el mismo en Ucrania, Rumanía y Polonia, aunque varíen los partidos y los colores.
A los progresistas se les da muy bien articular principios universales sobre la igualdad de soberanía y el derecho de autodeterminación de los seres humanos como individuos. Pero se meten en un gran lío cuando hablan de pueblos enteros. ¿Por qué pueden tener derecho de autodeterminación los kosovares pero no los kurdos? Si lo tiene Escocia, ¿por qué no Cataluña? Y si lo tiene Cataluña, ¿por qué no Padania? Padania es el nombre que propone la Liga del Norte para la independencia de esa parte de Italia. A medida que se debilitan los imperios y los Estados multinacionales, cada vez son más los que dicen “¿por qué vamos a ser una minoría en vuestro país si vosotros podéis ser una minoría en el nuestro?” (según la acertada formulación del profesor macedonio Vladímir Gligorov). O, como dijo el otro día el nacionalista ruso Vladímir Zhirinovski, si Ucrania puede tener su revolución, ¿por qué no va a poder Crimea?
Cuando un pueblo forma un Estado, en general no está dispuesto a renunciar a él
Como han aprendido en los últimos días casi todos los lectores de prensa, Crimea fue un regalo que hizo Nikita Jruschov a la República Socialista Soviética de Ucrania hace 60 años, en febrero de 1954, para conmemorar el tricentenario del Tratado de Pereiaslav, que, según la reinterpretación de los propagandistas soviéticos, supuso “la reunificación de Ucrania con Rusia”. El comunista ucraniano Nikolai Podgorni calificó la decisión como “una muestra más del gran amor fraternal y la confianza del pueblo ruso en Ucrania”. Ja, ja. Aun suponiendo que Jruschov no estuviera borracho cuando firmó el decreto, como a veces se ha dicho en tono malévolo, la decisión no tuvo nada de inevitable ni de históricamente “natural”; tampoco de “antinatural”. Si no lo hubiera hecho, Crimea formaría parte hoy de la Federación Rusa, y una minoría importante de tártaros y ucranianos se quejaría de que “¿por qué vamos a ser una minoría en vuestro país si vosotros podéis ser una minoría en el nuestro?”. Pero Jruschov tomó esa decisión, y ahora las iras tienen otro blanco.
Estos resultados no surgen de ninguna necesidad histórica ni justicia universal, sino de dos factores que deberíamos aprender tras más de un siglo de descolonización en Europa. En primer lugar, cuando un pueblo forma un Estado, en general, no está dispuesto a renunciar a él. Poco después de que la antigua República Yugoslava de Macedonia se hiciera Estado independiente, un amigo macedonio me dijo: “La verdad es que, en mi opinión, Macedonia no tenía por qué ser un país; pero ahora que lo es, me gusta”. No es casualidad que el número de Estados en la ONU siga creciendo y nunca disminuya. En la lista de espera están los miembros de UNPO, la Organización de Naciones y Pueblos No Representados. Entre ellos, los tártaros de Crimea.
Y hay una segunda lección todavía más útil. Como insistía el gran antiimperialista Mahatma Gandhi, no es posible separar por completo los fines de los medios. La violencia engendra violencia. Cómo se hace una cosa no solo es tan importante como lo que se hace, sino que es el factor que decide adónde se va a parar. Un divorcio de terciopelo, como en Checoslovaquia, conduce a un lugar diferente que una separación sangrienta. Del mismo modo que permanecer juntos de manera pacífica y voluntaria (¿Escocia e Inglaterra, quizá?), y no por coacción. El uso de la fuerza siempre tiene consecuencias imprevistas. Puede que el zar Vladímir recupere el dominio de Crimea, pero sus actos acabarán por reforzar la independencia de Ucrania.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford y autor de Los hechos son subversivos: escritos políticos para una década sin nombre.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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