‘Peter, Mohamed y otros niños que no juegan a la PSP’
'Addis, Addis', del periodista Carlos Agulló, es la historia de la capital de Etiopía y sus gentes Once personajes que se mueven entre tradición y modernidad, riqueza y pobreza, realidad y sueños y son símbolo de los cambios que se están viviendo en África Lo que sigue es el tercer capítulo completo
Hay una cifra que se repite una y otra vez y que no hay manera de cotejar: en Addis Abeba hay 60.000 niños de la calle. Lo que sí se pude comprobar en cualquier paseo por la ciudad es que son muchos los chavales –algunos casi aprendiendo a andar se te abrazan a las piernas– que te salen al paso, para pedirte dinero o comida, para venderte algo o simplemente para ofrecerte conversación. O para todo a la vez. En ¿Dónde está mi perro?, la película que rodó en Addis Abeba Miguel Llansó con Yohanes Feleke, los niños que se ofrecen para encontrar al perro pastor alemán que se extravió fantasean con lo que harán con la recompensa que creen que van a cobrar. Sentados en una colina sobre un barrio de chabolas, van pasando por delante de la cámara para contar lo que piensan hacer: ayudar a la madre enferma, hacerse limpiabotas, montar un quiosco en la calle. Uno de ellos suelta: "Yo quiero comprarme una PSP". La película es un ejercicio irónico en el que la realidad y el guión se confunden y te enredan.
Un domingo por la mañana me acerqué a ver la moderna iglesia de Medhane Alem, que pasa por ser el segundo templo más grande de África. Sus tres cúpulas verdes dominan una de las zonas que con más rapidez se están renovando en Addis. Camino por uno de los laterales de la iglesia, –por la noche vi acampados aquí a cientos de mendigos que se cubren solo con unos plásticos atados a la verja–, cuando se me acerca un chaval. Me dice que se llama Peter, así en inglés, y que tiene 13 años. Como la mayoría, comienza por preguntarme de dónde vengo, me dice algo sobre algún futbolista español y se ofrece para hacer de guía por la ciudad.
Esa misma tarde, tomando un zumo en una moderna cafetería de Bole con una amiga etíope que trabaja en una organización humanitaria, le conté la historia de Peter. Le pregunté si creía que había exagerado, si era otra más de las historias de niños desamparados, de buenos estudiantes que buscan un espónsor. Su respuesta me dejó un poco más intranquilo de lo que me quedé cuando me despedí de Peter y contemplé cómo su figura se iba diluyendo en el bullicio de la ciudad.
—Es perfectamente posible que te haya contado la verdad –me responde mi amiga–. Sabes por experiencia que los niños que están en la calle se las ingenian para sacar unos birrs como sea, especialmente cuando se trata de vosotros, los faranyis. Pero muchas veces sus experiencias son todavía peores de lo que dicen. La realidad es muy dura y cuanto más daño nos hace más tendemos a creer que son historias irreales.
Peter vive con una hermana un año mayor que él. Se llama Almaz, que significa diamante. Son huérfanos desde hace dos años y no tienen más familia en Addis Abeba. Sabe que existen unos tíos, pero no los conocen. Él va a la escuela y piensa que no es mal estudiante. Ella ya lo dejó y se ocupa de los trabajos de casa, pero ahora está enferma. Peter no sabe la palabra en inglés, pero por el lugar que me indica entiendo que lo que tiene mal su hermana es el hígado. Muchos días se tiene que quedar en el hospital, me dice. Peter, con trece años, asumió la responsabilidad de hacerse cargo de su hermana mayor. Además de ir al colegio, trabaja para conseguir dinero para los dos.
—Por las mañana, antes de ir a la escuela, trabajo como listro, limpio los zapatos a la gente que va a las oficinas. Y los fines de semana voy a un hotel por la mañana temprano, y me pagan por fregar los suelos.
—¿Cuánto dinero ganas con esos trabajos?
—En el hotel me dan 300 birrs al mes, que es lo que me cuesta ir a la escuela. Limpiando zapatos tengo que sacar cada día unos diez o doce birrs. Eso supone tener por lo menos doce clientes, salvo cuando las propinas son buenas o cuando los clientes son faranyis, que pagan mejor. Con eso podemos almorzar Almaz y yo.
Días después, un grupo de chavales que tienen su puesto de limpiabotas en una buena esquina de Bole, junto al Elephant Walk, debajo de un cartel luminoso de Adika, la empresa que alquila las despampanantes limusinas blancas que recorren la ciudad con las parejas de novios, me explicaron cómo fluctúan los precios en su negocio. Sin tapujos. Cuando me piden diez birrs por quitarme el barro de los zapatos les pregunto: "Farangi price or habeshá price?".
Demuestran por qué los guragues, la etnia a la que pertenecen los críos, se han ganado una merecida fama de gente bien dotada para los negocios. De inglés apenas saben más que shine, thank you y money, pero tardan unas décimas de segundo en comprender mi pregunta:
—Farangi price –responden sin dejar opción al regateo.
—¿Y cuánto me costaría si fuese habeshá? –repondo sin protestar.
—Tres birs. Esta es una zona cara –replican.
—El dinero que ganas no da para comer más que algo de inyera una vez al día –le digo a Peter, mientras unos chavales invitados a una de las bodas que se celebran hoy en Medhanie Alem corretean a nuestro alrededor vestidos con hermosas ropas tradicionales.
—Sí, cuando tengo suerte y hay mucho trabajo gano 30 birrs y podemos comer también por la noche. Cuando hay más trabajo es en la época de lluvias porque las calles están llevas de barro y la gente quiere limpiarse los zapatos antes de ir a la oficina o a los cafés.
—¿Por qué no sale también a trabajar tu hermana? –le pregunto a Peter.
—Porque está enferma. A veces tiene que quedarse en el hospital, y entonces tengo que conseguir otros 100 birrs para pagar la cama y las medicinas.
—¿Pero cuando no está en el hospital...? –insisto.
—Para una chica no hay trabajo– me explica, e intenta hacerme comprender cómo son las cosas. – Si una chica joven va por ahí buscando trabajo, la gente piensa mal de ella. Se creen que busca otra cosa, y para las que buscan eso sí que hay trabajo. Pero yo no quiero que mi hermana tenga que hacerlo.
Mientras charlamos, damos vueltas alrededor de la iglesia, por los soportales. Me explica que llegué un poco tarde para poder ver el interior. A las 9 de la mañana terminan los oficios y se cierra el templo. Pero puedo ver una maqueta que se expone junto a una de las puertas, y contemplo las cúpulas verdes que destacan sobre el blanco de las paredes, y las pinturas de colores intensos en la fachada principal. La iglesia es en planta de cruz, y no octogonal como los templos ortodoxos clásicos. También disfrutamos del espectáculo que supone encontrarse con una boda en Etiopía, y más en la que hay este domingo en Medhane Alem, en la que los novios, las damas y la mayoría de los invitados visten trajes tradicionales. La moda llegó también a esta indumentaria: diseños modernos con la esencia de las ropas blancas y las filigranas bordadas en colores brillantes. Los coros rodean y acompañan a los novios mientras cantan, dan palmas y danzan al ritmo de un kabaro, un enorme tambor que se van pasando unos a otros. Un espectáculo.
Peter insiste mucho en saber en qué hotel me hospedo, me pide el número de mi móvil, quiere saber a qué me dedico. Me recomienda todos los museos de Addis, pero le digo que llevo meses viviendo en la ciudad, que ya he venido unas cuantas veces antes y que me conozco todos los museos y las iglesias. Me mosqueo cuando trata de convencerme para ir a ver un espectáculo de música y danza tradicionales que cuesta 20 birrs. Me dice que es en una escuela de baile en la que además ayudan a personas ciegas. Quizás no fuese su intención, pero la invitación a visitar una casa de bailes populares es uno de los clásicos trucos para desplumar a los faranyis incautos. Pese a mis respuestas evasivas, Peter me sigue hablando:
—La gente en Addis es mala. No se ayudan unos a otros –afirma.
—¿Tus vecinos tampoco os ayudan a tu hermana y a ti? –pregunto.
—Ellos algunas veces, sí. Pero hay banqueros y otras personas con mucho dinero que no entiendo por qué no dan un poco de lo que tienen.
Justo antes de encontrarme con Peter en el exterior del recinto de la Iglesia, que ocupa el espacio equivalente a una manzana de una calle grande en cualquier ciudad moderna, acababa de pasar por delante de una de las mayores ostentaciones de lujo de la nueva Addis. En la calle que atraviesa desde Bole hacia Medhane Alem, enfrente del lugar en el que se levantó el Millenium Hall, Samuel Tefesse, magnate inmobiliario y propietario de la privatizada Sunshine Construccion, edificó una hilera de ocho o diez chalets, todos iguales al estilo Beberly Hills, uno para él y otro para cada uno de sus hijos. No pude entrar en el interior, claro, lo más que hice fue un leve saludo levantando las cejas al pasar por delante de las cámaras de seguridad de esta especie de castillo amurallado. Pero sí que pude ver fotos del interior de la casa en una web que recogió imágenes de la visita que le hizo a Samuel Tefesse otro de los magnates etíopes, el que pasa por ser el hombre negro más rico del mundo, Mohammed Al Amoudi. Escaleras en mármol blanco en círculo partiendo de un gran recibidor, amplios salones con maderas nobles y televisor de plasma en los yacuzzis, dormitorios con camas adoseladas, piscina en la parte trasera de cada vivienda.
Peter todavía no me ha pedido dinero, pero me adelanto a lo que sabes que va a suceder a poco que camines por la ciudad. Nos sentamos en uno de los muretes del atrio a contemplar el ritual de las fotos a los novios y a los invitados de la boda.
—Ya sé, en Addis hay mucha gente que pide dinero a los faranyis –apunta Peter.
—¿Cuánto tienes hoy? –le pregunto.
Saca del bolsillo un billete arrugado de 10 birrs.
—¿Ya has comido algo?
—Me dieron en el hotel. Fui por la mañana a trabajar.
Seguimos charlando y lo observo. Con disimulo hurgo en mi bolsillo hasta que junto a ciegas tres billetes de diez birrs, al cambio poco más de dos euros.
—Peter, aunque sé que no debería hacerlo, te voy a dar algo de dinero para que comáis Almaz y tú.
Comprueba con una mirada rápida –primero dirigida a lo que tiene en las manos, después hacia mis ojos–, que no me equivoqué con la cantidad que le doy. Noto que le brillan los ojos. Me invita a que vaya a su casa a conocer a su hermana, está a unos treinta minutos caminando, pero busco una excusa para rehusar el ofrecimiento. Me dice que si vuelvo otro día por aquí, podremos vernos, pero creo que los dos somos conscientes de que probablemente sea la última vez que nos veamos en nuestras vidas.
—Le pediré a Almaz que rece por ti –me dice mientras se aleja.
Cuando lo contemplaba caminar por los cuidados jardines del Medhane Alem –el Salvador del Mundo, significa el nombre del templo– ya me estaba arrepintiendo de haberle dado dinero en lugar de acompañarlo a conocer a su hermana enferma. Si he de ser sincero, temí volver a meterme en un lío, porque la policía de Addis Abeba tiene un particular sentido de la protección de la infancia. Unos meses antes, una fotografía que les hice a Loreto y a nuestra hija Misiker con un niño de la calle con el que compartimos un poco de comida nos costó un incidente con tres guardias uniformados y un comisario de paisano.
Se llama Mohamed
Se llama Mohamed y ya cumplió los 14 años, aunque nadie lo diría por su aspecto. Hace dos que se escapó de la casa en la que vivía con su padre, en un pueblo a unos cuantos kilómetros de la capital, para afincarse bajo unos arbustos que crecen cerca del Estadio Nacional, justo al lado de la explanada en la que se alquilan bicicletas. Mohamed comparte con otro puñado de chavales un refugio embarrado por las lluvias, que han vuelto a llegar con retraso, lo que no presagia nada bueno. Pasa el día por los alrededores del estadio, por la plaza de Meskel, en la puerta del hotel Ghion. Igual que el batallón de niños que pueblan esta y otras zonas de la capital de Etiopía, pide limosna y se busca algún trabajo en los negocios de la zona. Como transportar las cajas de papel de fotocopia que una furgoneta deja al otro lado de la calle, frente a una pequeña copistería que funciona también como cíber.
Fue a la puerta de esa tienda donde conocimos a Mohamed. Nos pidió dinero, pero tampoco insistió mucho. Ni siquiera perdió el tiempo en contarnos esa historia repetida una y otra vez por los niños de la calle de que perdieron a sus padres, que son buenos estudiantes y que necesitan algo de dinero para comprar material escolar. Esperó a que emprendiésemos camino hacia la plaza para seguirnos. Entendió enseguida que de nuestros bolsillos no iba a salir ni un birr y eligió la opción más pragmática. Nos señaló la puerta de un supermercado y nos pidió que le comprásemos comida.
No lo dudamos. Mohamed tenía hambre de verdad. Y quién sabe en qué se habría gastado las monedas –quizás un birr, menos de 10 céntimos de euro– que cobró por hacer de porteador de una carga que sobre los hombros de su figura escuálida parecía pesadísima. Pudo haberlos guardado, quizás pagó una deuda con alguno de los otros chavales, casi adolescentes, que parecen ser los que ponen las normas en la zona. O tal vez se haya comprado una bolsita de pegamento para esnifar. Como otro chico con el que nos encontramos poco antes, en la misma acera de esta calle que comparten los que no tienen nada con alguna clínica privada, coches de cierto lujo y cafés y pequeñas tiendas que sirven lo mismo para vender artesanía local que para cambiar dinero en el mercado negro.
—¿Sabes que eso te hace daño?, le digo al chaval del supergén.
—Sí, pero es la única manera de engañar al estómago –responde mientras se deshace sin disimulo de la bolsita de pegamento a la que quizás aún le hubiese podido sacar algún tiro.
Mohamed se nos adelanta para entrar en el supermercado. Ante la mirada entre desconfiada y sorprendida de los dependientes, se dirige rápido a un estante, coge un paquete con dos bollitos de pan y enfila la caja de pago. La decisión con la que actúa nos convence de que ese día necesitaba comer. Otro día, quizás, le hubiésemos dado algo de dinero, pese a que por todos lados te advierten de que es mejor no hacerlo y de que sabíamos que en la avenida Churchill podíamos comprar vales que los mendigos pueden canjear por comida en alguna organización de asistencia social. Le pedimos al charcutero que le rellene los panecillos con embutido, le invitamos a que elija unas galletas y pedimos una bolsa de medio litro de leche fresca.
La presencia del chaval en el supermercado no parece agradar a los empleados. Uno de ellos, mientras le prepara los bocadillos, se permite bromear sobre el aspecto de Mohamed. Unas protuberancias en la frente, que nos dijo que eran de nacimiento y que seguramente no hacen más que añadir dificultades en su lucha diaria por la supervivencia, le sirven al tendero para hacer el chiste fácil.
—Es como un animal de cuernos –chapurrea como puede en un inglés más primario todavía que el mío.
Es curioso cómo los seres humanos establecemos escalas, incluso cuando estamos muy cerca del peldaño más próximo al infierno. El empleado del supermercado, con un sueldo que tal vez no alcance los 50 euros mensuales, probablemente viva en una de esas casas de tejado de chapa, sin agua corriente y con una letrina compartida con otros vecinos. Pero la presencia de Mohamed, descalzo, sucio y con las ropas a jirones, le hizo sentirse en otra dimensión y nos dio la impresión de que cuando dijo que parecía un animal con cuernos en realidad quiso decir sencillamente que era como un animal. Y es verdad que en Addis hay animales que reciben más atenciones y pasan menos fatigas que este chaval que duerme bajo unos árboles con goteras. No pude dejar de recordar en aquel momento a los perros que vimos juguetear en los jardines de la Embajada de España. Alegres, limpios y saludables.
Mohamed no tenía calzado, como Tigist, una niña que un año antes, muy cerca de allí, al pie del rascacielos del multimillonario Al Amoudi que da sombra a la entrada del Hotel Ghion, nos había pedido unos zapatos. Entramos a tomar un café en la terraza de la piscina del hotel y ya nunca más volvimos a ver a aquella niña. Nos pesó no haberle hecho caso cuando nos habló.
Tal vez ese recuerdo nos condicionó esta vez. Salimos del supermercado guiados por el propio Mohamed en busca de una tienda donde vendiesen chanclas de plástico. Damos una vuelta entera al estadio –cafés, zapaterías en los que no venden chanclas de goma, ropa deportiva, una freiduría de pescado, mesas de ping-pong, futbolines–, pero no somos capaces de encontrar lo que buscábamos. Hacemos un alto en el camino para que Mohamed pueda comer tranquilo, sin el acoso de ninguno de los otros chavales que merodean por la zona. Como leones en la sabana, habían logrado seguir el rastro de los bocadillos de mortadela de Mohamed. Se sienta en una acera, con las gradas del estadio nacional al frente y la sede de la Cruz Roja a la espalda. Ya había un par de chicos, algo mayores que él, que se interesaban por el botín que Mohamed estaba engullendo. Nosotros no prestábamos mucha atención a lo que pasaba alrededor, pero como comprobamos poco después alguien seguía nuestros movimientos.
Mientras Mohamed come le preguntamos si quiere que nos hagamos una foto juntos. Sin soltar el bocadillo que tiene en una mano y la bolsa de leche en la otra, sonríe al objetivo y se deja flanquear por Loreto a su izquierda y Misiker a su derecha. Muchas veces nos hemos quedado con las ganas de hacer una buena foto porque la cámara puede ser como un cuchillo que corta de cuajo lo que llevaba camino de ser una relación fluida. Nos parece que ese momento está superado y por eso nos atrevemos a pedirle a Mohamed una foto juntos.
Cuando reanudamos el camino para seguir buscando unas chanclas, notamos que un coche grande, un pick-up blanco, aminora la velocidad al llegar a nuestra altura. Desde el asiento del copiloto, una mujer negra de mediana edad, reprocha al niño que se deje fotografiar por los extranjeros. No se dirige a nosotros ni siquiera cuando intentamos explicarle que solo queríamos conservar un recuerdo del chico con el que, en unos pocos minutos, habíamos establecido una cierta complicidad. Vemos desaparecer el coche mientras nos internamos en una calle más estrecha y en la que, de repente, nos sorprendemos rodeados de personas empeñadas en indicarnos dónde podíamos comprar las chanclas como las que estábamos viendo en los pies de todo el mundo pero que parecían haberse esfumado de repente de todas las tiendas de Addis Abeba.
Una chica abandona su pequeño puesto callejero para liderar el tropel de guías espontáneos. Después de preguntar en tres o cuatro tiendas y de meternos con pocas ganas en callejones que no sabíamos a donde nos llevan, nos topamos de frente con tres policías –dos hombres y una mujer jóvenes– que recriminan a Mohamed y que después se dirigen a mi hija hablando en amariña. Enseguida intuimos, sin necesidad de traducción, que el problema está en la foto que acabamos de hacernos con Mohamed. No hay duda: la pareja del coche blanco que nos vigilaba unas calles más abajo no tardó en encontrar a quién contarle que un par de faranyis con una chica habeshá se estaban haciendo fotos, quién sabe con qué propósito, con uno de esos desgraciados que viven en la calle.
—Tú eres etíope y deberías saber que no se le pueden hacer fotos a los menores –repite como una autómata desde sus dos metros de altura la policía que se dirige a Misiker.
Intentamos meter baza, pero es inútil.
—Do you speak English? –le pregunta una y otra vez Loreto sin obtener respuesta, ni siquiera una mirada de la policía.
El revuelo es cada vez mayor. Cada vez más gente nos rodea. De repente nos damos cuenta de que junto a los policías de uniforme hay otro hombre, de paisano, con un móvil en la mano con el que apunta hacia nosotros. La tensión va en aumento. Misi se pone muy nerviosa. Entendemos que el hombre del teléfono es un comisario de policía. Nos está grabando con la cámara del teléfono.
—Papá, borra las fotos y vámonos rápido de aquí –me apura Misiker, que es la única de los tres que se entera de lo que hablan los policías y toda aquella gente que nos rodeaba.
Los tres policías se niegan a entablar un diálogo con nosotros, por más que les decimos que nuestra hija, a la que se están dirigiendo, también es menor. Como Mohamed, del que por cierto se desentendieron después de comprobar que debajo de la camiseta lleva escondidas las galletas y uno de los panecillos que le compramos. Por fin el agente de paisano se dirige a nosotros.
—Borren todas las fotos –me conmina.
—No tengo por qué hacer eso –le respondo sin mucha convicción, al tiempo que veo que Misiker se encara con la policía gigante como una jirafa hablando en amariña: "Primero, soy española y si quieres te enseño mi pasaporte. Segundo, lo único que hemos hecho es comprarle algo de comida a ese niño…".
La situación no parecía ir a mejor y en aquel momento no se nos ocurrió –por fortuna, pensamos después– echar la mano a la cartera, como nos sugirieron que hiciésemos si se repetía una situación semejante algunos amigos de Addis Abeba cuando les contamos el episodio. Sin dar tiempo a más discusión y para zanjar el asunto le mostramos al comisario cómo borramos de la tarjeta las dos únicas fotos en las que aparecía Mohamed.
Cuando nos disponemos a marchar del lugar aparece apresurada la chica que había dejado su pequeño tenderete para indicarnos dónde comprar las chanclas. Trae algo en la mano que nos resulta familiar. Enseguida nos damos cuenta de que nos había tocado ser los faranyis pardillos del día, aunque la víctima fuese una adolescente con pasaporte español muy orgullosa de su origen habesha. Alguno de los entusiastas cicerones aprovechó el revuelo para robarle a Misiker la billetera que llevaba en su mochila. Cincuenta birrs (menos de tres euros), una moneda extranjera que le había regalado un chico que conoció en Lalibela y la certeza de que los rateros de Addis Abeba no son racistas. Los policías tampoco. Despacharon el asunto del hurto con cortante naturalidad :
—La culpa es vuestra por meter las narices donde nadie os llama.
Peter y Mohamed
Como Peter y Mohamed hay miles de niños en Addis Abeba. Las cifras son muy dispares, nada extraño en una ciudad que crece rápido y sobre la que ni siquiera hay acuerdo en el número de habitantes que tiene. Algunas fuentes cifran en 60.000 los niños de Addis Abeba que carecen de casa y familia, otras dicen que son más de 100.000. Unicef, que es una buena fuente para intentar aproximarse a la situación de la infancia, estima que en torno a un 13% de los niños etíopes han perdido a uno o a los dos padres.
Aunque se les considera potencialmente población activa desde los 10 años, la ley etíope prohíbe que trabajen los niños de menos de 14 años y, en todo caso, que realicen trabajos penosos o peligrosos. Pero el incumplimiento de la ley es evidente. En la zona rural, donde es normal ver a niños de cuatro o cinco años conduciendo el ganado y a niñas poco mayores cargando pesados bidones de agua. Pero también en la ciudad trabajan los niños, cuya aportación a los ingresos de la casa son imprescindibles en una urbe en la que se estima que en torno al 60% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza. Es decir, un dólar diario por persona.
Nunca he visto policías impidiendo a ningún niño realizar cualquiera de los trabajos que desempeñan a la vista de cualquiera. Ni los más livianos ni los más duros. Y es normal que no lo hagan, de lo contrario se colapsaría aún más una precaria situación que se sustenta, en buena medida, en lo que con un eufemismo que parece no herir ninguna sensibilidad se denomina economía informal. Hay menores que ayudan a sus padres en el sustento de la familia, pero también los hay que sencillamente soportan la responsabilidad de atender y mantener a hermanos más pequeños, o como en el caso de Peter, a la hermana mayor. Hay otros factores para que la ciudad parezca siempre llena de niños: casi cuatro de cada diez habitantes de Addis tienen menos de quince años.
Algunas de mis estancias en Etiopía coincidieron con las vacaciones escolares. Es un tiempo en el que todavía hay más chavales en las calles a cualquier hora del día. Unos pocos juegan en los escasos parques infantiles que hay en la ciudad –hay uno impecable, pero que siempre está desierto y rodeado de una verja alta, en la empinada avenida Menelik II–, otros se entregan con pasión a los partidos de fútbol que se pueden disputar en medio de una avenida en la que el tráfico no se detiene o en la mismísima plaza Meskel, con entrenador y equipación incluidos. La mayoría simplemente mata el tiempo en el vecindario jugando al aro, a las canicas o a perseguir gatos. Una mañana en que la lluvia había creado grandes regueros calle abajo, muy cerca de la oficina central de Correos, vi a dos mocosos que casi no andaban jugando a los listros. Quizás no tarden mucho en sumarse al pelotón de limpiabotas que pueblan cualquier rincón de la capital.
Mientras caminábamos alrededor del estadio, Mohamed nos contó la historia de su vida, una historia corta pero terrible. Con doce años se escapó de la casa de su padre, en un pueblo en las afueras de Addis, porque le tenía miedo. Había matado a su madre. Estaba enloquecido y, después de haber servido en el Ejército, había perdido los brazos. El chaval prefirió la intemperie y probar suerte en la ciudad, porque, pese a todo, desde la lejanía la capital se presenta llena de oportunidades.
Aunque sea solo para mendigar. La mendicidad en Addis Abeba no es un fenómeno nuevo. Ni siquiera tiene su origen en la presencia de los faranyis, aunque claro que un blanco caminando por las calles de la ciudad es para los mendigos como un dólar con pies. John Boyes, el militar y aventurero inglés que en 1906 escribió el libro My Abyssinian journey, describe la actitud de los abisinios hacia los mendigos. El relato corresponde a los tiempos del emperador Menelik II, en los primeros años de vida de la nueva capital, pero valdría palabra por palabra cien años después.
"Los mendigos son vistos a cientos en Addis Abeba. Muchos de ellos ruinas humanas, algunos sin brazos o piernas y otros que sufren toda clase de discapacidades. Se sientan en cada esquina, y observé que los nativos parecen muy generosos con ellos. Cuando la gente va cada mañana al mercado en Addis Abeba raramente pasa por delante de estos mendigos sin dejar algo a sus pies. Pueden ser unas astillas de leña para hacer fuego, algo para comer o algo que hayan comprado en el mercado…".
Addis es la primera estación en la vía de escape de la miseria y la soledad en la que viven miles de chavales en Etiopía. Esa es la aspiración: del campo a la ciudad y de la ciudad a Yemen, Dubai, a Kenia o a Sudáfrica, y de allí América o a Europa. La mayoría de las veces no consiguen ni una cosa ni la otra. Un chico de doce años, con mirada avispada y algo pícara, se me presentó en un pequeño locutorio de Lalibela desde el que intentábamos hacer a través de Internet una reserva en un hotel de Gondar para la noche siguiente. Otra vez a la puerta de un cíber –un simulacro de tecnología punta en un lugar anclado en el medievo– escucho de boca de ese chaval la historia del huérfano que duerme al raso, que es buen estudiante y que sólo necesita unos pocos euros de un faranyi para huir de la miseria. No sé cuanto había de cierto en la historia del niño de Lalibela que nos pidió ayuda para poder escapar de aquel infierno declarado Patrimonio de la Humanidad. Para cerciorarme de que mi nivel de inglés y el suyo eran fiables, le pedí que le repitiese la historia en amariña a nuestro compañero de viaje. Había entendido bien: yo era el espónsor que estaba buscando.
—Pero ¿qué vas a hacer cuando llegues a Addis? ¿Conoces a alguien allí? –le pregunto.
—Allí hay trabajo. Y con lo que gane puedo seguir estudiando –responde el chico.
—¿No será mejor que lo intentes primero aquí? ¿No hay en Lalibela ninguna organización que se ocupe de los chavales que vivís en la calle? –insisto.
—No, aquí no le importamos nada a nadie. No hay salida. En la ciudad por lo menos lo puedo intentar.
Llegados de Lalibela
Mi compañero etíope de viaje zanja la cuestión. Le dice que no podemos ayudarlo si no tiene un lugar en el que vivir en Addis, alguien que lo acoja cuando llegue a la capital. Le explica que hay cientos de chavales que cada día llegan a Addis Abeba con la ilusión de una vida mejor, pero acaban como Mohamed, viviendo en un agujero húmedo y quién sabe si enredado por alguien que se gana la vida a costa de los mendigos. Al niño de Lalibela no le convence nuestra explicación. A fin de cuentas, ¿qué diferencia hay entre el frío y el hambre de Addis Abeba y de Lalibela?
El encuentro con el chico de Lalibela me deja lleno de dudas sobre lo que uno debe hacer en estos casos. Tanto como me conmovió el desamparo de Mohamed, acentuado por las evidentes dificultades para expresarse y con los sentidos claramente afectados por la malnutrición y la falta de higiene. Y seguro que psicológicamente marcado por un pasado violento y de demencia. Ni los policías que nos recriminaron ni el tendero chistoso del supermercado mostraron la más mínima compasión por el chico, para ellos uno más de los miles que pasan el día dormitando en los arcenes de las avenidas o creándoles problemas en los alrededores de las tiendas. Estaba claro que a los policías que nos interceptaron en la zona del Estadio no les preocupaba en absoluto la protección de la imagen de un menor. Más bien cumplen instrucciones sobre cómo preservar la buena imagen del país para no erosionar el prestigio del Gobierno ante la comunidad internacional. La caída de Haile Selassie en 1974 tuvo muchas y complejas causas, pero el documental El hambre desconocida, en el que el periodista británico Jonathan Dembleby mostró al mundo cómo miles de etíopes morían porque no tenían nada que comer mientras en Palacio continuaba el dispendio, dejó al último emperador sin apoyos en el exterior y lo desenmascaró ante los etíopes.La crisis humanitaria que mató a un millón de personas a mediados de los años 80 también ayudó a los rebeldes que aún siguen en el gobierno a acabar con el régimen comunista de Mengistu. En el país se aprecian progresos, pero sigue muriendo gente de hambre y las llamadas de auxilio de la comunidad internacional se repiten cada año.
La diferencia con el pasado es que ahora, cuando suenan las alarmas, funcionan mal que bien los mecanismos de respuesta rápida y el gobierno se suma a las peticiones de auxilio en lugar de ocultar la necesidad. En todo caso esa estrategia le permite manejar –y si fuese preciso maquillar– la dimensión del problema. El gobierno de Meles Zenawi practica un difícil equilibrio entre captar ayudas y distribuir alimentos sin tener que verse obligado a declarar oficialmente la situación de hambruna, como sucedería en el verano del 2011 en la zona fronteriza con Somalia. Aunque los eufemismos no alivian el sufrimiento de la gente, salvaguardan la imagen de los políticos.
Pese al avance en otros terrenos, el drama de los niños de la calle no ha desaparecido con el paso de los años y es la evidencia cruel de un fracaso político. De los gobiernos de Etiopía y de los países donantes. Ya en el año 1997, en una convención del Comité de los Derechos del Niño de Naciones Unidas, los representantes de Etiopía reconocían que la solución "es difícil". Pero aportaban un argumento en el que, de algún modo, se estaba reconociendo el mal aunque se le negaba el remedio. "Si se les ofrecen infraestructuras de acogida en las grandes ciudades, muchos niños del medio rural tal vez se vean tentados a emigrar a la ciudad aprovechándose de ellas". Aún sin centros de acogida, eso es exactamente lo que sucede: niños y jóvenes llegan cada día a Addis Abeba sin trabajo ni residencia. Acaban mendigando, cometiendo pequeños robos o atrapados en mafias de explotación infantil y prostitución.
"No creo que haya aquí grandes mafias de explotación infantil al estilo de las que hay en el este de Europa. Pero definitivamente creo que los niños son explotados y usados como mendigos y con propósitos sexuales". La reflexión es de una joven etíope que trabaja en Addis Abeba para una organización norteamericana que se ocupa, entre otros asuntos, de los problemas específicos de las mujeres y los jóvenes. Un funcionario que trabaja en una oficina del Gobierno con el que mantuve largas conversaciones en Addis también está convencido de que hay grupos organizados que utilizan a los niños como mendigos. "Hay gente que trata de convencer a las madres que piden limosna en las calles con sus hijos para que se los entreguen, con la promesa de que los van a educar y les van a dar estudios, pero lo hacen sencillamente porque los niños les sirven para mendigar", afirma.
Es raro, sin embargo, escuchar historias de mutilaciones y torturas, al estilo de las que se ven en Slumdog Millonaire, la película que con la tremenda historia de un chaval salido de los míseros barrios de Calcuta ganó varios Oscar en 2009. Cuando saco el tema, mi amigo funcionario es escueto en la respuesta: "No tengo conocimiento de que eso suceda". Otras personas, aunque no relatan casos de los que tengan conocimiento directo, se preguntan: ¿Si ocurre en la India por qué no podría ocurrir en Etiopía? Me pareció que, a partir de una edad que puede rondar los doce años, hay menos niñas que niños en la calle. Hablamos también del tema e inevitablemente asoma la lacerante realidad de la prostitución y de los abusos sexuales.
"Estoy segura –me dice la trabajadora social– de que hay un montón de casos de abusos sexuales a niños y a niñas, aunque las chicas puede sufrir además los abusos de los propios chicos de la calle o de otros hombres. Las niñas sin hogar habitualmente trabajan también como prostitutas". El hecho de que sean reclutadas a edades muy tempranas puede que las haga menos visibles en las calles más céntricas a la luz del día. Por la noche, en algunas áreas de Bole Road, en la antigua carretera de Asmara o en el barrio popularmente bautizado como Chechenia no es difícil adivinar cuál es la ocupación de las chicas que caminan arriba y abajo. Tampoco son irreconocibles las que buscan clientes en los hoteles de lujo o jugando al gato y al ratón con los guardias de seguridad en los jardines del Ghion. Pero estas chicas, aunque muy jóvenes, no parece que estén muy por debajo de los dieciocho años. ¿Dónde están entonces las niñas que son prostituidas? Informes del Departamento de Trabajo de Estados Unidos indican que son raptadas para trabajar en burdeles, en paradas de camiones en zonas rurales, en resort towns e incluso para enviarlas al extranjero. Algunas chicas de la calle son también captadas para trabajar como sirvientas en las casas y, de acuerdo con denuncias de organizaciones no gubernamentales, su situación en ocasiones bordea la esclavitud. Y no es raro que se mezclen las tareas domésticas con el sometimiento, también sexual, al dueño de la casa. Este tipo de explotación pasa más desapercibido porque puede desdibujarse en una ocupación legal de trabajadoras del hogar o con el pretexto de que se trata del acogimiento de familiares en situación de necesidad.
En Addis Abeba es habitual que familias con ingresos más o menos fijos, aunque sean modestos, dispongan de servicio doméstico. Suelen ser chicas jóvenes, venidas en su mayoría del campo, o incluso familiares que por algún motivo –un embarazo a edad temprana, por ejemplo– deban abandonar el pueblo o el barrio en el que vivían. La comida, una habitación normalmente anexa a la vivienda principal y a veces un pequeño salario se recibe a cambio de las tareas de limpieza, cocina y lavado. "Los sueldos que perciben dependen de los trabajos que hagan. Las que trabajan internas y realizan todas las labores de la casa pueden ganar entre 200 y 500 birrs, dependiendo si son o no una familia numerosa. En mi casa –me contó mi amigo el funcionario– hay una chica de unos 20 años que nos hace todos los trabajos del hogar y cuida de mi hijo. Le pago 300 birrs al mes".
Las niñas Meseret y Tirunesh
El azar cambia muchas veces el rumbo de historias personales que podrían haber sido muy diferentes. La de Mohamed tiene un pasado doloroso, un presente muy duro y un futuro dudoso. En un orfanato de Addis conocí a dos niñas que decían rondar los once años y que estaban a punto de echar el cerrojo a un pasado que fácilmente las pudo haber llevado por la misma senda que condujo al chaval que duerme a la intemperie junto al estadio. Las vamos a llamar Meseret y Tirunesh.
Meseret era candidata a trabajar en régimen de semiesclavitud en una casa de la que consiguió escapar. Llegó a ella porque un hombre que la vio jugando con sus amigos en el pueblo, fuera de Addis, le ofreció llevársela a una casa donde cuidarían de ella.Meseret se había quedado sola después de la muerte de sus padres y con apenas diez años no podía tener mejor oferta. Pero cuando llegó a la ciudad no le esperaba un hogar, ni siquiera un sitio más seguro que las calles del pueblo en el que nació. Tuvo la valentía de abandonar su papel de cenicienta y se presentó ante la policía. Cuando la conocí estaba a punto de dejar el orfanato para irse con su nueva familia. Esta vez lejos de Etiopía.
Tirunesh llegó a Addis Abeba en un autobús que pagó con el dinero que le dio su hermana mayor.Vivían juntas, pero cuando la hermana se quedó embarazada, Tirunesh se marchó de la casa en la que había muerto su madre y en la que, mucho antes, las había abandonado su padre. Llegó a la capital con el número de teléfono de su padre apuntado en un papel, pero no le quedaba dinero para la llamada ni ganas de volver a verlo. Vagó por las calles –recuerda que había mercado y mucha gente– hasta que oscureció y el lugar se quedó casi desierto. Una mujer que la vio y que sin duda sabe del destino que les aguarda a las chicas en la calle, la acompañó a la comisaría de policía del barrio. De allí pasó al orfanato y a compartir con Meseret la ilusión de poder empezar a ser una niña, aunque ya estén cerca de la adolescencia.
Nathan y Daniel
En un peldaño inmediatamente superior de la pirámide de la pobreza al de Mohamed están Nathan y Daniel, dos hermanos que aprovechan las vacaciones escolares para llevar algo de dinero a casa. Cada día bajan desde un barrio de la periferia al centro de la ciudad. Con sendas cajas de paquetes de chicles recorren las calles buscando clientela en competencia con docenas de chavales que hacen lo mismo. La historia de Nathan y Daniel, de 12 y 11 años, por desgracia tampoco es muy original: han perdido a su padre y trabajan por las calles para completar los ingresos escasos de su madre, que muchos días no llegan para asegurar algo de carne o verduras para acompañar la inyera de la cena.
Venden bien su mercancía. Ofrecen como novedad en el mercado callejero chicles de canela a 4 birrs. Precio muy razonable cuando en un comprensible intento de sangrar al faranyi un paquete de cinco chicles se puede revalorizar hasta los 15 birrs. Compro uno a cada uno y ya no se ven en la necesidad de echar mano de sus recursos dialécticos para vender. Soy yo el que pregunta:
—¿Vais a la escuela?
—Ahora no, porque en la época de lluvias nos dan las vacaciones.
—¿Y sois tan buenos estudiantes como vendedores?
Se ríen. Por el dominio del inglés que exhiben en la conversación deduzco que esta vez no es un farol: debe ser verdad que son buenos alumnos y que emplean su tiempo de vacaciones para ayudar en la economía doméstica.
—¿Cuánto ganáis en un día? –pregunto.
—Cinco birrs –responden con precisión de contables.
Mientras los veo cruzar la calle hablando animados y cogidos por los hombros hago un rápido cálculo mental. Cinco birrs son menos de treinta céntimos de euro. En Etiopía el sesenta por ciento de los hogares viven por debajo del umbral de la pobreza (menos de un dólar al día). La aportación de treinta céntimos que hacen estos niños después de un día entero caminando por las calles de la ciudad puede marcar la diferencia entre comer o irse a dormir con el estómago vacío.
La contribución de Nathan y Daniel es una bendición para el hogar. Pero también puede ser la condena para los chavales. Es la trampa de la pobreza, que se enreda aún más en un contexto de encarecimiento de los precios de la alimentación. Según datos del Fondo Monetario Internacional, aunque el crecimiento de la economía del país es de los más altos y sostenidos de África, con tasas que superaron el diez por ciento en varios ejercicios desde que comenzó el nuevo milenio, la inflación se aproximaba al 50% en el caso de los alimentos básicos en algunos momentos de este período de expansión económica. Para el teff, el cereal endémico que es la base de la dieta de los etíopes, la escalada de precios es todavía más dramática. Un saco de un quintal –la cantidad necesaria para un mes en una casa con diez bocas que alimentar– había subido en el 2008 un 300%, hasta los 1.100 birrs. En septiembre del 2009, en las fechas próximas a la celebración de Año Nuevo etíope, ya estaba en 1.500 birrs. Y los ingresos siguen siendo más o menos los mismos, con salarios medios de entre 800 y 1.200 birrs al mes. Para el año fiscal 2011-2012 la subida de los precios se había contenido un poco, en torno al 20 por ciento, pero en los bolsillos de la gente apenas se apreció mejoría.
Con esas cifras, los cinco birrs de beneficio de los dos vendedores callejeros serán imprescindibles, aunque quizás insuficientes, para que en su casa se puedan seguir comprando unos sacos de teff. Es lo que sucede en las economías de subsistencia, en las que hasta el 80% del presupuesto familiar se destina a la alimentación (en Europa dedicamos el 25%). ¿Qué pasará, entonces, cuando los dos hermanos tengan que volver a clase? Pues probablemente que no lo puedan hacer. Porque a su madre no le quedará nada para comprar uniformes y cuadernos, un gasto obligatorio que hace que la enseñanza gratuita y universal que proclama la Constitución etíope sea en la práctica imposible. Y sobre todo porque tendrán que seguir en la calle intentando ganarse los treinta céntimos de euro que les permitirá comer, al menos, una vez al día.
La educación es, sobre el papel, obligatoria hasta el 6º grado. Los niños alcanzan ese curso en torno a los doce años. Los esfuerzos realizados en esta materia por el Gobierno son indudables, pese a que las dificultades persisten. Sobre todo en las ciudades, las escuelas estatales funcionan hasta en tres turnos para dar respuesta a la demanda. Las tasas de escolarización en primaria y en secundaria han aumentado diez y cinco puntos, respectivamente, entre los años 1999 y 2009. De acuerdo con datos mencionados en el Barómetro sobre los derechos humanos y sindicales en la educación, el 40% de los niños y niñas comienzan a trabajar antes de los seis años. El 13% de los menores lo hacen entre los 5 y los 9 años, y trabajan de 58 a 74 horas semanales. No hay que darle más vueltas: otra vez la trampa de la pobreza. Los niños dejan de ir a la escuela porque en su casa no hay dinero para afrontar el gasto y porque son una fuerza de trabajo imprescindible para la subsistencia de hogares en los que los adultos o están enfermos o están en paro o tienen salarios míseros. Eso, cuando tienen familia.
Históricamente, las causas de la orfandad en Etiopía, como en el resto de África, fueron las guerras, las hambrunas y las enfermedades clásicas ligadas a la pobreza. Hacia los años ochenta del siglo pasado ha venido a sumarse el sida que, aunque las cifras oficiales apuntan a una mejoría sustancial en los últimos tiempos gracias a programas gubernamentales apoyados por organizaciones internacionales, ha dejado diezmada a una generación justo cuando estaba en plenitud productiva y reproductiva. La organización de lucha contra el sida de la ONU estima que la pandemia ha causado en Etiopía 650.000 huérfanos (Unicef habla de 800.000). Muchos de ellos están también infectados y algunos son los niños que viven en la calle. El país tardará años en reponerse del daño causado por el VIH. Y también deberá pasar mucho tiempo hasta que esté curada la herida abierta prácticamente en todas las familias del país.
En Etiopía, un país dolorosamente habituado a la muerte, las familias y los vecinos de las personas que se quedan desamparadas –sobre todo de los niños– crean una especie de red social de asistencia que suple las carencias de un Estado que, allá donde existe, tiene unas capacidades muy limitadas. Grupos de hermanos que se quedan huérfanos pueden encontrar refugio en la casa de los familiares más próximos o de los vecinos de la casa de al lado. La separación de hermanos en casas diferentes, incluso en pueblos distintos, se impone cuando incorporar a un nuevo miembro al hogar es una carga muy difícil de asumir.
Hanna
Unos días antes de emprender uno de los viajes a Addis Abeba había leído un sobrecogedor post en Habeshaview, el blog de Nigist Tilahum, con quien había contactado tiempo atrás, antes de su regreso a Etiopía después de haber pasado un tiempo estudiando y trabajando en Costa Rica y en Estados Unidos. Cuando me encuentro con Nigist en Addis le pregunto por Hanna, la niña de la historia que relata en su blog.
—La madre se murió hace unos días –me responde.
Esta es la entrada en el blog:
"Esta es la historia de Hanna. Ella tiene cuatro años. Pasa sus días en Merkato, el mercado libre más grande de Addis y de África. A simple vista, parece feliz y alegre. Su madre vive de la mendicidad. Si a eso se le puede llamar vivir. Porque apenas pueden permitirse un lugar para pasar la noche. Los días que su madre no tiene suficiente dinero para alquilar una cama, pasan la noche en las calles. A Hanna no le gusta cuando eso sucede. Cada vez que su madre se las arregla para encontrar a alguien que le paga algo de dinero a cambio de sexo, puede llevársela con ella.
En los días buenos, la gente del Merkato se ofrece para llevarla a sus casas por la noche. Hay semanas en las que se pasa cada día en una casa diferente. Los días que nadie se ofreció a llevarla, me encuentro a Hanna sentada en una esquina mirando, deprimida y preocupada. Su mirada está fija en algo y no se escuchan sus risas o sus gritos habituales.
Hanna tiene cuatro años. A simple vista nunca la tomarías por un niño de la calle. Generalmente está limpia (la gente la baña cada vez que pasa la noche en sus casas). Generalmente recibe ropa nueva. La gente se la compra en el Merkato o le dan las que están pasadas de moda. Hanna deja estas ropas y zapatos en una de las tiendas de alrededor. Cada vez que va a pasar la noche con su madre le pide a la gente vestidos viejos por temor a que su madre venda los bonitos.
Hanna tiene cuatro años. Ella entiende las cosas mucho mejor que otros niños de la misma edad. Está aprendiendo a sobrevivir en las calles. Ella también te puede dar consejos. Puede decirte que no te acerques a los mayores porque te pueden tocar de forma inapropiada. Hanna se preocupa mucho por su madre, que está enferma con frecuencia. Habla de ella mientras come cada vez que le ofreces algo que tomar. “¿Sabes? Ahora Emama está realmente enferma”. Me rompe el corazón pensar lo que sucederá en los próximos años".
Hanna fue acogida por una de esas familias que la llevaban a casa cuando la encontraban sola en las calles. La solución es provisional, tal vez le busquen un orfanato para que pueda ser adoptada.
Desde el año 2005, cuando viajé por primera vez a Etiopía para encontrarnos con Anteneh y Kalab, dos de mis tres hijos, conocí varios orfanatos y casas de acogida. He tenido un contacto muy estrecho con otros padres adoptivos y conozco el pasado de sus hijos. He tratado con miembros de las familias extensas de nuestros hijos y de los hijos de nuestros amigos. Hablamos con cuidadores y responsables de orfanatos, y con representantes y directores de agencias de adopción internacional. Con algún representante del Gobierno y de la Judicatura. Tratamos de conocer la opinión de los etíopes sobre la salida de niños del país con padres extranjeros. No es un asunto exento de polémica, porque tiene detractores y defensores y porque hemos comprobado que no siempre las cosas se hacen bien. No puedo decir que conozca de primera mano casos de corrupción, de tráfico de niños. Pero estoy seguro de que las ocultaciones y falsedades –deliberadas, por desconocimiento o por negligencia en el trabajo– en algunos expedientes alimentan las especulaciones y, sobre todo, dejan en la incertidumbre a padres e hijos.
Cosecha de niños en pueblos y aldeas
Coincidiendo con nuestro viaje a Etiopía en el verano del 2009 se estaban reanudando en la Corte los juicios de adopción. Habían sido paralizados durante un tiempo porque una jueza ordenó a la policía que abriese una investigación para aclarar lo que consideró un sospechoso incremento de abandonos en Addis Abeba. Y sobre todo quería saber por qué todos los expedientes eran exactamente iguales. La orden judicial coincidió con un reportaje en la televisión canadiense (poco después se emitiría otro similar en Australia) en el que se denuncian adopciones ilegales en Etiopía. Un asunto recurrente que las televisiones aderezan con nombres de relumbrón, como el de Angelina Jolie, Brad Pitt o Madonna. Se refiere a casos en los que niños que figuran en los expedientes como huérfanos tienen al menos a uno de sus progenitores vivo.
Además se denuncia lo que el corresponsal de la ABC australiana, Andrew Geoghegan, denomina cosecha de niños en pueblos y aldeas de Etiopía. Se refiere a prácticas de dudosa ética por parte de agencias internacionales, que aseguran a las madres biológicas que sabrán de sus hijos cada tres meses. Pero la promesa no se cumple aunque existe un compromiso de seguimientos periódicos del proceso. También habla de abuso en una situación precaria y falta de formación de los padres que entregan sus hijos para la adopción, y las acusa de ocultar datos sobre el estado de salud del menor. Los casos con los que se ilustra el reportaje se refieren a la americana Christian World Adoptions (CWA).
El reportaje australiano se desliza, sin embargo, hacia el maniqueísmo y la demagogia. Dice que salen cada semana del país treinta niños (1.600 cada año en un país con dos millones de huérfanos) y que la exportación de menores le reporta al Gobierno unos ingresos de cien millones de dólares. Y sobre todo comete el error de decir que la adopción en Etiopía está legalmente desregulada. Lo único cierto es que el país no suscribió el Convenio de la Haya, en el que se establece que la adopción ha de ser el último recurso en la búsqueda del bienestar del menor. Más preciso y riguroso sería afirmar que la precariedad en la que vive la Administración etíope no le permite aguantar el ritmo de tramitación que generan las aproximadamente setenta agencias que operan en el país. Por esa rendija es por donde se pueden colar los criminales que trafican con niños. Y algunos iluminados y prepotentes que consideran que las leyes no les atañen porque su fin es el bien de los menores, aunque a la postre a lo que parecen rendir obediencia es a la presión de las familias que contratan sus servicios.
Con mucho más rigor, aunque sin dejar de poner sobre la mesa las cartas de posibles irregularidades que se pudiesen estar cometiendo en la gestión de adopciones en Etiopía, pero recogiendo también los efectos que las reformas introducidas por las autoridades están surtiendo, el Wall Street Journal volvía sobre el asunto en un documentado reportaje publicado en abril del 2012. Constata que en el 2010 se realizaron en Etiopía cuatro mil adopciones, tres veces más que seis años antes, y relata prácticas reprochables de organizaciones internacionales y agentes locales que habrían reclutado niños para la adopción en áreas rurales, con la promesa a las familias pobres de que verían a los niños periódicamente y, lo más sangrante, que en el futuro recibirían dinero de sus hijos criados en el extranjero. Y un dato importante: muchos de los orfanatos se financian con los fondos que les transfieren las organizaciones que tramitan las adopciones de niños que tienen bajo custodia.
Miriam Jordan, la periodista que firma el reportaje desde Minnesota y desde Addis Abeba, escribe que tras la investigación realizada por las autoridades etíopes entre los años 2009 y 2010, no se constató una situación generalizada de fraude y de tráfico ilegal de menores. No obstante, más de una veintena de orfanatos fueron clausurados como consecuencia de la investigación y se establecieron plazos mucho más restrictivos para la celebración de juicios en las Cortes que deciden sobre las adopciones. Esas medidas repercutieron en la ralentización de los procesos y, al mismo tiempo, se introdujeron algunas recomendaciones y normas no escritas que algunas organizaciones internacionales aplican con tal exceso de celo que, en la práctica, llegan a impedir la libertad de movimientos de las familias por la ciudad.
Hadush Halafon, un funcionario que estuvo al frente del departamento de adopciones de Etiopía, nos decía con motivo de una visita a España: "Nosotros tenemos que garantizar la calidad de las adopciones, no la cantidad". Con el tiempo, el discurso del Gobierno etíope fue un poco más concreto, según las fuentes que cita Miriam Jordan. "La adopción es la última opción. Nosotros no las promovemos", afirma una responsable del Ministerio de Asuntos Sociales.
Ya en marzo del 2007 escribí este comentario en nuestro blog familiar Mamá Etiopía:
"Se extiende una corriente de opinión que criminaliza a quienes adoptamos niños en países del Tercer Mundo. Se siembran dudas sobre la limpieza y la legalidad de los procesos, que algunas habrá, no lo dudamos. Se generaliza y se emiten juicios temerarios en los que no sólo se nos coloca al borde de la delincuencia, sino que se nos retrata como cómplices del mal, inconscientes, irresponsables y, en el más amable de los casos, como ingenuos.
Hablamos en el comentario titulado Los hijos de Angelina Jolie de la frivolización de la adopción internacional, pero queremos hablar ahora de quienes actúan con plena conciencia y sentido de la responsabilidad. ¿Alguien cree que no nos hemos planteado esas preguntas con las que se pretende invalidar cualquier adopción internacional? Las fraudulentas (que también nosotros despreciamos) y las legales. Nos hemos preguntado muchas veces si no estaríamos participando, aún sin saberlo, en un negocio ilegal y repugnante; si el dinero que nosotros hemos dedicado a la tramitación de la adopción se emplearía correctamente, si tiene sentido que los Estados se inhiban en momentos decisivos de la tramitación mediante la privatización de la gestión. Claro que nos hemos planteado si no le estábamos robando a Etiopía tres de sus mejores niños, si no estamos contribuyendo a hipotecar el futuro del país, si no sería más justo que creciesen en el lugar en el que nacieron, si no es más razonable atajar las causas profundas de la miseria, de la enfermedad y de la orfandad. La respuesta siempre es afirmativa, pero mientras tanto ¿qué? Olvidémonos de motivaciones altruistas y acciones heroicas: en la adopción confluyen dos intereses. Pero, por qué no decirlo, como en cualquier paternidad-maternidad deseada y buscada hay un componente de generosidad. Pese a todo, siempre hemos tenido claro que la gratitud siempre será nuestra hacia nuestros hijos, y no al revés".
Copiamos ahora lo que escribimos en caliente durante nuestra segunda estancia en Addis Abeba:
Martes 24/4/2006
"A media tarde salimos del hotel para dar un paseo e ir a la oficina de traducciones, que está en los bajos del Estadio. Al preguntarle a la farmacéutica por una dirección nos dijo que no era muy buena zona para pasear con los niños y con tantos bultos (cámaras, mochilas, bolsos…) Ahora sí aparecen los niños de la calle.
Acaba de llover y el suelo está embarrado. Niños muy pequeños nos piden birres. Uno se mantiene a distancia, con la mirada, algo ida, clavada en nosotros y en nuestros hijos negros mientras no para de rascarse todo el cuerpo por debajo de sus ropas harapientas (…) Pronto decidimos volver al hotel. Estas inmersiones en la durísima realidad del país de nuestros hijos es mejor hacerlas sin ellos. A Thomas le pasa lo mismo que a Anteneh el año pasado: en cuanto vio el ambiente de la calle, los niños, el bullicio, el barro que lo impregna todo después del chaparrón, se agarra fuerte a las manos de Ana e Íñigo, sus padres, y clava la mirada en el suelo. Se aferra al futuro que ya intuye. Misiker parece menos afectada, es mayor. Kalab y Anteneh esta vez van más sueltos. Anteneh no deja de mirar a los chavales que nos siguen, le llama la atención que algunos vayan descalzos y comenta que son cochinos porque se lavan los pies y las chanclas de tiras de goma en unos enormes charcos marrones que acaba de dejar la lluvia.
¡Qué situación! Nuestros hijos, que ahora estrenan ropa casi cada día, frente a los niños en los que perfectamente podemos verlos reflejados. Quién sabe si éste era el futuro que les esperaba. Si esto es lo que han vivido hasta ahora. Nos llevamos lo mejor de este país, porque ni nosotros ni ellos (nuestros gobiernos, los suyos) somos capaces de garantizarles un futuro en el que al menos la comida, la salud, la educación y la casa estén asegurados.
Qué paradoja: su miseria nos da nuestra felicidad. Pero ¿acaso sería mejor en estas situaciones de auténtica emergencia y necesidad renunciar a una felicidad compartida para que no se nos acuse de aprovecharnos de su penuria? Si alguien lo plantea así, que se ponga por un momento en la piel sarnosa de aquel chaval que nos miraba de lejos y no dejaba de rascarse por debajo de sus ropas viejas".
'Addis, Addis' está editado por Sial-Pigmalión
Carlos Agulló es periodista y autor del blog Mamá Etiopía.
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