Normalizar la corrupción
Las prácticas ilícitas ponen en peligro la propia democracia y favorecen la deriva autoritaria
Dicen las encuestas que el 96% de los españoles creen que la corrupción es generalizada. El 97% de los empresarios de este país aseguran que hay prácticas ilícitas en la Administración pública. Sin embargo, no sabemos cuántos de estos empresarios han pagado para conseguir beneficios y favores. No hay corrupto sin corruptor. Si nadie pagara, el corrupto dejaría de pedir. La corrupción es cara y arruina la confianza con los que nos deberían representar. Pone en peligro la propia democracia y favorece la deriva autoritaria en curso.
El Gobierno y los principales partidos no reaccionan ante este estado de opinión. Al revés, la resistencia a reconocer las tramas de corrupción que les invaden y el despliegue de todo tipo de recursos políticos y judiciales para minimizar los casos y enquistarlos en vez de clarificarlos consolidan la idea de que la corrupción es crónica.
Los medios contribuyen con una banalización de la corrupción que no siempre distingue el grano de la paja. Y si todos son iguales, los que salen ganando son los grandes corruptos.
La línea de defensa de la política es que la mayoría de los que se dedican a esto son gente honesta y los corruptos son unos pocos. Aunque fuera cierto, y en parte lo es, resulta absurdo parapetarse en esta posición cuando el partido del Gobierno está atrapado en una red de corrupción estructural (Gürtel) y en una práctica irregular en sus finanzas durante décadas (Bárcenas). Si son pocos, están muy bien situados para la caza mayor. La actitud defensiva es interpretada como una reacción corporativa: solidaridad de la casta extractiva.
No hay corrupto sin corruptor. Si nadie pagara, el corrupto dejaría de pedir
Ahora las sospechas de corrupción masiva crecen también en el norte de Europa. Ya no basta el tópico de los católicos pecadores del Sur. Vivimos inmersos en una ideología que favorece el descrédito. Tanto discurso ideológico sobre la ineficiencia del servicio público ha sido un magnífico caldo de cultivo para la corrupción y para su percepción. Cuando, a falta de proyecto político, se convierten los instrumentos en fines, la moral decae.
Si la competitividad es el horizonte ideológico de nuestro tiempo, estamos una vez más, para decirlo al modo de Kant, tomando al hombre como medio y no como fin. Si entendemos que la política es un espacio de excepción en el que la moral no rige, porque su ley es el poder; si la economía es otro territorio de excepción, porque el único criterio es la cuenta de resultados, ya sea la personal o la de la compañía, ¿cómo podemos sorprendernos de que la corrupción se generalice?
La nula voluntad de afrontar la cuestión de la corrupción por parte de las instituciones solo tiene una explicación: conseguir que la ciudadanía la acepte como un dato de la realidad, aunque la desconfianza se haga crónica. Normalizar la corrupción para que deje de ser noticia. Había entendido que la normalización era una figura totalitaria.
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