Un conflicto de suma positiva
Al pensar en la manzana de la discordia de Cataluña, tirar de la soga de reformas que creen instituciones imparciales para simplificar el sistema de transferencias ayudaría a salir juntos de los problemas territoriales
Como definir adecuadamente un problema es la mejor manera de encontrar una solución, hemos de preguntarnos cómo se está definiendo el conflicto Cataluña-España. Creo que predominan dos definiciones del problema que bloquean hipotéticas soluciones por su naturaleza de juego de suma negativa. Es decir, la ganancia de unos (los partidarios de la identidad española, los que, con Rajoy, creen que España es la nación más vieja de Europa y que conforma una comunidad política indivisible) se entiende como una pérdida irremediable para otros (los que se sienten identificados con la idea de una nación catalana con más de mil años de historia).
La primera definición dominante es que se trata de un conflicto de competencias. De acuerdo con esta perspectiva, la manzana de la discordia entre España y Cataluña es qué políticas quedan en manos del Estado y cuáles en manos de Cataluña. Un bocado, o una competencia, que muerde la Generalitat es un bocado de menos para España y viceversa. Visto el problema con este prisma, cualquier avance en el autogobierno catalán —ya sea el goteo de transferencias de competencias desde el Estado a Cataluña que hemos visto durante las últimas décadas o bien hipotéticas fórmulas futuras confederales— se interpreta como un debilitamiento de la comunidad política hispana. Cada acción genera una reacción en el otro bando —como propuestas recentralizadoras— y así sucesivamente, en una espiral de polarización y enconamiento.
La segunda definición es que estamos delante de un conflicto económico. La manzana de la discordia es el dinero. Los catalanes desean quedarse con un porcentaje mayor de la riqueza que producen. Para los situados en el extremo nacionalista, con todo. Esta definición ha alimentado una progresiva descentralización del gasto público desde la transición. Sin resolver el problema. Al contrario, el conflicto ha ido a más, porque, al hacerse en muchos pasos, pequeños, pero constantes, ha provocado una permanente cadena de acción-reacción entre Cataluña y otros territorios.
Es muy complicado cambiar las percepciones sociales de injusticia por las que nos movemos
Ya hablemos de competencias o dinero, el conflicto ha ido, durante décadas, perfilándose como un juego de suma cero: una soga en la que si unos tiran en una dirección, los otros se ven obligados a tirar más fuerte para no perder su sitio. Con algunas honrosas excepciones, como el artículo No hay que esperar al choque de trenes (EL PAÍS, 18-12-2013) en el que Lluís Bassets criticaba las lecturas basadas en la “suma cero”, la definición del conflicto como una lucha por recursos escasos es más visible que nunca en la actualidad. Un ejemplo es la proliferación de metáforas deportivas o incluso bélicas. Que si unos “mueven” o “atacan” primero, que si los otros se dedican a “defender”, etcétera.
Creo que una definición más productiva del conflicto entre Cataluña y España es que nos hallamos frente a un problema de percepción de injusticia o de parcialidad. Lo que incomoda a los catalanes no es tanto transferir X renta al Estado o gozar de Y competencias propias como la percepción de que esas transferencias o competencias no están gestionadas de forma justa o imparcial. Existe una amplia percepción de que el Estado permite o promueve gastos improductivos —en autopistas y trenes a ninguna parte o en subsidios sin contrapartida— en otros territorios. De forma simétrica, en el frente opuesto existe la percepción de que Cataluña desvía las transferencias del Estado a gastos superfluos, a embajadas en lugar de ambulancias. En ambos existe la percepción de que las instituciones de los otros actúan de forma parcial, beneficiando a intereses políticos específicos. Así, si en otros países son colectivos como determinadas minorías raciales los que se sienten discriminados por las instituciones públicas, en España tenemos grupos sociales territorializados.
Romper percepciones sociales de injusticia, parcialidad o discriminación es extremadamente complicado. Estén fundadas objetivamente o no. Eso importa poco: los humanos nos movemos por percepciones. Los políticos no pueden de forma sencilla “manipular” esas percepciones. No son, de hecho, sus acciones las que nos han llevado aquí. La estrategia de Artur Mas y la recogida de firmas en contra del Estatut —por citar las acciones políticas más criticadas por la derecha y la izquierda, respectivamente— no son tanto causas como consecuencias de un malestar social latente, que se ha cocinado durante mucho tiempo. Tampoco observo inacción política, la tan manida “incomparecencia” del Estado. Ha habido un arsenal de propuestas y cambios en el Estado de las autonomías. Los políticos llevan de hecho tantas décadas inyectando medicamentos de todo tipo al paciente que se han olvidado de diagnosticar la causa de su malestar.
No podemos ayudar
a la sociedad sin
entender primero
las causas verdaderas
de su malestar
Cambiar la percepción de que tu colectivo (territorio, en este caso) es injustamente tratado requiere grandes dosis de imaginación y propuestas atrevidas. Y, para comenzar, las reformas necesarias para socavar la percepción de injusticias territoriales pueden consistir más en quitar que en añadir instituciones, porque la percepción de injusticia se alimenta con el exceso de regulaciones y procedimientos. Simplificar el farragoso sistema de transferencias entre Administraciones que tenemos, cuya complejidad abre incontables oportunidades para denunciar injusticias territoriales (reales o ficticias), podría ser un lugar para empezar. Y la percepción de injusticia se ahoga con la transparencia, con lo que cualquier propuesta federal debe ser cristalina sobre quién es responsable de qué. Hoy es imposible saberlo para el ciudadano medio.
No es una empresa fácil y requerirá del concurso de unos nuevos padres fundadores —y espero que en esta ocasión de muchas madres fundadoras—. Pero ver el conflicto Cataluña-España como un problema de justicia tiene una ventaja sobre las definiciones predominantes: no estamos delante de un juego de suma cero, sino de un juego de suma positiva. Cualquier movimiento de unas instituciones percibidas como injustas territorialmente a otras vistas como más imparciales será beneficioso tanto para “españoles” como para “catalanes”. Vamos, que si se pusieran a tirar de la soga, los dos bandos podrían salir juntos de la situación. Aunque para ello antes tienen que darse cuenta de que esa soga de reformas encaminadas a crear instituciones imparciales existe.
A mi entender, el debate intelectual en este conflicto ha estado, hasta el momento, demasiado dominado por juristas (sobre todo en Madrid) y por economistas (sobre todo en Barcelona). La obsesión por la regulación de unos y por las balanzas fiscales de los otros ha impedido que se discuta la sensación de injusticia territorial —una percepción muy extendida en toda la Península—. Al baile de tecnicismos jurídicos y datos económicos que se disparan desde Madrid y Barcelona deberíamos añadir urgentemente una discusión de teoría política sobre qué es justo o imparcial desde un punto de vista territorial.
Y, antes que nada, hay que lanzarse a preguntar a la sociedad. Tenemos una sobresaturación de encuestas sobre las preferencias institucionales de los ciudadanos (como independencia, federalismo, recentralización) y sus sentimientos de pertenencia a una comunidad. Pero muy pocas investigaciones sociológicas o antropológicas sobre las razones de la “desazón territorial” que les lleva a tener esos sentimientos o preferencias.
No podemos ayudarles sin entender primero las causas verdaderas de su malestar.
Víctor Lapuente Giné es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.
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