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Tribuna
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Ixen paraules

Con autoritarismo o con democracia, las palabras son dañosas para la cosa pública

Siempre se me ha antojado que las acuñaciones linguiísticas fijas, sin ningún carácter literario y por tanto bien diferenciadas de los refranes, aunque igualmente anónimas, eran con frecuencia tópicos ideológicos: por ejemplo, al menos los de mi edad ¿no hemos oído con frecuencia “una comida sana y abundante”? pues veamos cual era su lugar contextual de recurrencia. Describía siempre la alimentación de trabajadores manuales —“mecánicos” se los llamaba en el siglo XV—, obreros y sobre todo campesinos a jornal cuya condición no les habría permitido andar con gollerías, que, por lo demás, no habrían sabido apreciar, sino que les exigía nutrientes bien cargados de calorías, tubérculos y legumbres, sazonados con aceite y vinagre, y un par de presas de tocino y embutido, para proveerse de la fuerza muscular que su trabajo requería. Con esta fórmula ideológica la clase ociosa —siempre beneficiaria y promotora de toda ideología— cumplía con su deber de comprensión hacia las necesidades de gentes de condición económico-laboral más baja que la suya. Mientras hará unos 50 años —¿quién sabría ser preciso sobre aquellas nieves?— reparé ya en la pareja de comodines pedagógicos “un merecido descanso y una sana alegría”, sólo muchos años después he llegado a parar mientes en un tópico literal enteramente análogo en forma y contenido, que, indiscutiblemente, completaba del modo más cabal, el terceto pedagógico acuñado y prescrito por el gobierno y los patronos para el ocio de la clase obrera; enunciémoslo entero: “Un merecido descanso, una sana alegría y un honesto esparcimiento”.

El merecido descanso remite y encadena el ocio al trabajo, en la medida en que el descanso no puede —o no debe— concebirse más que como restauración y aun recompensa del cansancio y el sacrificio del trabajo manual. La alegría tiene que ser sana, no alimentada por el vino de las tabernas ni por el placer carnal del prostíbulo, que debilitan y destrozan el cuerpo y hasta el alma del obrero y gastan una gran parte del vigor muscular que requiere el esfuerzo del trabajo. Y finalmente el esparcimiento tiene que ser honesto, no entregado a los juegos de azar, como el giley o el poker que arriesgan y malrotan el honrado salario ganado con el sacrificio de los brazos.

El gobierno fascista italiano inventó para los obreros una institución llamada Dopolavoro [después (del) trabajo; pero se escribía como lo he puesto, todo seguido, sin espacio interverbal, y así venia a ser como un sustantivo]. Formalmente sonaba a sindicato, digamos “sindicato nacional del ocio”, porque se ocupaba y preocupaba de ocupar el ocio de los obreros, por ejemplo montándolos en autobuses y llevándolos a conocer las ciudades y monumentos artísticos de que tanto abunda aquel país, o los lagos, los ríos, las montañas nevadas de los que no es menos generoso, o bien haciéndoles practicar algún deporte, procurando aficionarlos, para que su tiempo libre no fuese tiempo libre, ocio, sino merecido descanso, sana alegría y honesto esparcimiento, a tenor del protocolo literal citado más arriba.

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Pero tal programa pedagógico no es italiano, sino que es literalmente castellano; tanto mejor, digo yo, porque así la plena autenticidad a la iniciativa española del gobierno de Franco, que no quiso quedarse atrás ante el Dopolavoro de Mussolini y fundó el sindicato del Ocio nacional español, que se llamó “Educación y descanso”.

El ‘merecido descanso’ remite y encadena el ocio al trabajo

Dejemos de lado, al menos por ahora, el que ya los romanos, a su manera usaron la cultura como instrumento de control social, a tenor del protocolo imperial del Panem et circenses, tal como hoy, en pleno siglo XXI, como gustan de decir lo periodistas que imaginan los siglos como cursos de historiografía, vemos que siguen siendo puro instrumento de control político y social los toros, el deporte, el cine, la novela, la canción, evento-multitudinario, etcétera, y vengámonos más cerca en el tiempo y el espacio al siglo XIV del reino de Aragón, bajo el reinado de Pedro IV el Ceremonioso, también conocido como En Pere el del punyalet donde se muestra un claro antecedente de la precaución y hasta el miedo al ocio no ya del obrero parado —porque el paro propiamente no existía— sino del hombre que no trabajaba. El caso es que el rey Don Pedro IV tuvo por consejero al célebre franciscano Francesc Eiximenis, nacido en 1340, que en su libro Regiment de la cosa publica, se pronuncia sobre el ocio —l´ociosidat— con estas palabras: “L´ociosidat fal´hom inútil, e no solament inútil, ans encara lo fadamnós a la cosa publica, en quant del l´ociosidat ixen paraules, e d´aquelles paraules ha hi de falses e mentideres e provocant los altres a diversos mals. A vegades n´ixen paraules que meten en discordia la comunidat e acóes gran penill de destruir la cosa pública (Hoy, por cierto, Javier Marías comenta un proyecto de ley que obligaría a los acusados de paraules en las reuniones callejeras a demostrar que no, como los puritanos ingleses exígian a los sospechosos de católicos: Demuestra que no sabes santiguarte”). Más adelante dice Eiximenis “los bons regidors de la cosa pública deuen fort reprendre e punir aquest vici (l´ociosidat), si volen que la cosa publica dure molt e estiga en pau; ne deuen perdonar a nengu que no el forcen d´excercitar en qualque honest treball”.

Debo estas citas en su catalán original a la historiadora Carmen López Alonso, en su esplendida obra La pobreza en la España medieval.

Pero mientras para el sabio Eiximenis el ocio no podía ser más que omnímodamente pernicioso y peligroso, ya hemos visto como el Estado moderno, tal vez sobre la benemérita estela de Bismarck, ha sabido crear esa especie de sindicatos del ocio, como he osado llamarlos más arriba, que ponen la cosa pública y su paz a salvo de las palabras que salen de la ociosidad y se transmiten de unos a otros en la reunión de los que, por cualquier causa, voluntaria o forzosa, no trabajan, de donde se difunden para grave amenaza del Estado y su concordia.

El Estado moderno ha sabido crear esa especie de sindicatos del ocio que ponen la cosa pública y su paz a salvo de las palabras que salen de la ociosidad

Sin embargo, he aquí que hoy, tan inesperada como excepcionalmente, nos hallamos en un grave trance de ociosidat, no ya voluntaria, como la de los tiempos de En Pere el del Punyalet, que suponía Eiximenis, sino forzosa. O sea que a fin de cuentas va a resultar que, tanto ayer como hoy, con autoritarismo o con democracia, libres o forzosas las palabras o paraules, ¡nadie lo diría!, han sido siempre, por sí mismas, peligrosas o dañosas para la cosa pública, o sea el Estado. Cave canem!

Rafael Sánchez Ferlosio es escritor.

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