“Para los pobres cultivar es nuestra profesión y la semilla nuestro patrimonio”
Alicia Amarilla es la representante de la Coordinadora Nacional de Organizaciones de Mujeres Trabajadoras Rurales e Indígenas (Conamuri) de Paraguay
“Soy una sin tierra”. Así se presenta y define Alicia Amarilla. Para explicar este comienzo de la conversación, abre un folleto sobre el impacto de las multinacionales en la agricultura familiar en Paraguay, su país. Y señala uno de los gráficos de producción de soja en distintas regiones con el dedo. Lleva las uñas perfectamente pintadas con dibujos de mariquitas –“me las hace mi hermana”, aclara--. Su índice se posa sobre Repatriación. “Yo soy de aquí, es donde repatriaban a la gente que había migrado a los países vecinos durante la dictadura en el 65. A las familias que volvían les daban tierras, pero no había nada más, ni electricidad, ni agua”. Sus abuelos vivían allí, recuerda, pero en aquella época las mujeres no tenían derechos. No podían votar ni heredar. Cuando su abuela enviudó sin hijos varones, se quedó sin tierra. Y sin ella ha vivido su madre y después, ella misma.
Amarilla, de 33 años, recurre a la historia familiar constantemente para explicar la situación de pobreza que viven miles de campesinos en Paraguay. Sobre todo las mujeres. Su vida es la de muchas, dice. Por eso a veces habla en plural y otras en singular. Incluso en la misma frase. “Nos mantiene la lucha, la resistencia que hacemos contra el acaparamiento de tierras y los agrotóxicos. Yo resisto”.
“Extremadamente pobre”, responde sin titubear, sin atisbo de querer rehusar la pregunta sobre su economía doméstica. Habita junto a su hijo de seis años “un sitio” de 12 por 40 metros, en el que tiene un terreno para cultivar. “Pero no tenemos el título”, se apresura a matizar. Pese a que ese ha sido su hogar desde que nació, el terreno sobre el que se levanta su casa de madera y chapa pertenece a otra persona, una mujer rica. “Este es un país muy desigual, el 2,6% de la población posee el 86% de la tierra para cultivar. Y miles de personas no saben si comerán tres veces al día o podrán alimentar a sus hijos al día siguiente”. Ella también tiene esa incertidumbre a veces, reconoce.
Habla despacio, bajito y sin exaltaciones. Tampoco dramatiza, aunque cuando habla de sí misma o ríe o se le apena el gesto. Da vueltas a la espuma del café que se resiste a beber hasta bien avanzada la conversación. Recuerda que con 19 años comenzó a movilizarse contra el acaparamiento de tierras cuando la dueña sobre el papel de su casa amenazó con echarlos, a ella, sus hermanos y sus padres, ahora separados. “Empecé a reunir a los vecinos y contarles lo que nos pasaba para que nos ayudaran a luchar contra el desalojo. Cuando ella venía, salíamos todos para repudiarla”, relata. Así conservaron su hogar, pero no consiguieron la propiedad.
No hay peor violencia que la económica, que no te dejen vivir dignamente"
Aquel episodio fue un impulso para involucrarse en organizaciones juveniles que reivindicaban una vida mejor para la sociedad paraguaya. Ahora es la representante de la Coordinadora Nacional de Organizaciones de Mujeres Trabajadoras Rurales e Indígenas (Conamuri) de Paraguay. No tiene estudios más allá de la secundaria, pero sí conoce las leyes, los entramados empresariales, la Historia de su país, además de coser (confecciona sus prendas, la de su hijo y otras las vende) y sabe “todo” sobre la tierra. “Conozco las semillas, cómo cuidar y proteger los cultivos en cada época del año, las diferentes técnicas”, asegura con la voz cargada de orgullo. “Para nosotros [los pobres] trabajar la tierra es nuestra profesión y la semilla nuestro patrimonio”, zanja.
Pero el trabajo de Amarilla se centra ahora en difundir los severos problemas a los que se enfrenta la mayoría de paraguayos. Y concienciar a la población de aquel país para que se movilice contra el acaparamiento de tierras “que antes tenían los senadores y militares y ahora las grandes empresas”. Su hijo no termina de entender su actividad frenética que la mantiene muchos días en la ciudad, lejos de casa, y le pide que pase más tiempo con él. “A veces se queja, pero le explico que su mamá está luchando. Le hablo de la importancia de compartir, por ejemplo, la ropa. Y que no podemos celebrar grandes cumpleaños porque hay gente que necesita nuestra ayuda”.
Amarilla hace frente a los cuidados de su pequeño sola. Se separó hace un año del que fue su marido durante seis. “Me costó mucho decirme porque el machismo reina en Paraguay. Te condena todo el mundo”, asegura. Su madre, ahora también separada tras sufrir dos décadas de malos tratos, al principio no entendió su decisión. Pero habló con ella de la “situación de violencia” que padecía, de los celos de su ex pareja y la discriminación a la que le sometía su familia, de clase media. “Porque yo era pobre”, aclara. Pero encontró apoyo y fortaleza en la organización que representa. “Ser la voz de miles de mujeres valientes y luchar por nuestros derechos, me fortalece”, afirma.
Con todo, esta agricultora convertida en activista a fuerza de palos, cree que “no hay peor violencia que la económica, que no te dejen vivir dignamente”. Arremete una y otra vez contra las grandes empresas que “están robando” su suelo, sus semillas, su agua. Y con ellos, su salud. “No te imaginas la cantidad de niños que buscan en la basura para comer, o malformados porque respiran los químicos con los que fumigan las plantaciones”, detalla. Hay gente en Paraguay, sin embargo, que está a favor de que las multinacionales exploten sus terrenos. Amarilla explica que eso se debe a que las corporaciones “están sustituyendo al Estado”. “Por ejemplo, Cargill, que dedica a vender grano, compra los materiales para las escuelas, da leche a los pequeños o construye centros de salud. Eso genera opiniones contradictorias en la gente”, abunda.
Me costó decir separarme porque el machismo reina en Paraguay"
Enfundada en un abrigo negro que adorna con un pañuelo verde lima al cuello, pasea por la plaza de San Bernardo, en el centro de Madrid, cerca de donde se aloja para dar una conferencia sobre seguridad alimentaria y hambre en el mundo. “Esto es un mundo diferente”, dice. No solo por el frío al que no está acostumbrada, de hecho, no se quita ni una prenda en la cafetería. “Pero allá tenemos artesanía indígena y hacemos ferias de comidas. También damos cursos. Pronto tendremos una tienda como la de Intermón Oxfam”, dice en referencia a su paso por el comercio de la organización con la que ha venido a España. Y lanza una risa entre esperanzada y escéptica de lo que acaba de decir.
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