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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Asia a un lado, al otro Europa

El túnel ferroviario del Marmaray se convierte en un símbolo a una semana de que se retomen las negociaciones alrededor de la entrada de Turquía en la UE

Lluís Bassets

Un simple túnel ferroviario puede convertirse en todo un símbolo. Es lo que ocurre con el Marmaray, el enlace directo por ferrocarril entre las dos orillas del Bósforo inaugurado el martes por el primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan en el 90 aniversario de la fundación de la República Turca. Esos 1.400 metros de túnel submarino son mucho más que una conexión rápida entre las dos orillas de la metrópolis de Estambul. Enlazan directamente por tren la península asiática de Anatolia y el continente europeo sin necesidad de la circunvalación por el Caúcaso y se añade a los dos puentes colgantes para tráfico automovilístico actualmente existentes.

La próxima semana se reanudan las tormentosas negociaciones de adhesión de Turquía a la Unión Europea, tras tres años de bloqueo, aunque nadie cree ya en un horizonte de adhesión a una UE desorientada y fragmentada y sin ganas para nuevas ampliaciones. Pero la acción de las obras públicas sobre la realidad geofísica sigue en la misma dirección de adhesión europeísta emprendida por Turquía desde la desaparición del imperio otomano; como prueba, este nuevo túnel intercontinental por donde circularán trenes de alta velocidad que en un futuro no muy lejano conectarán Pekín con Londres.

A esta misma realidad pertenece la enorme metrópolis estambulita, con sus 16 millones de habitantes desparramados sobre las dos orillas del Bósforo, capital europea de un islamismo democrático que alardea de modernidad tecnológica y eficacia económica. En los mismos días de la inauguración ha empezado a aplicarse el paquete de medidas democráticas presentadas por Erdogan en respuesta a las protestas de junio y julio en Estambul, que impugnaron su estilo autoritario en la aplicación de un plan de reforma urbana. Dicho paquete incluye gestos hacia las minorías y nuevos avances en el uso público del velo islámico, autorizado ahora en el parlamento y en la función pública, a excepción de jueces, policías y militares.

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El islamismo político ha sufrido un durísimo revés en Egipto, donde los militares le han arrebatado el poder obtenido en las urnas. Exactamente lo contrario de lo que sucede en Turquía, donde su amigo y aliado Erdogan exhibe una desenfrenada ambición: para sí mismo, de perpetuarse en el poder; y para su país y para Estambul —la megalópolis de la que fue alcalde— de liderazgo, no tan solo regional. Nuevos túneles y puentes e incluso un canal artificial alternativo al Bósforo se hallan entre los proyectos megalómanos que tiene en cartera.

Nada sirve mejor a los ensueños de transformación que bullen en la cabeza de los políticos como la superación de los obstáculos geofísicos. Así es como Erdogan está resucitando la idea de una hegemonía neootonoma por la pacífica acción geopolítica que permiten las obras públicas.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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