La banalidad del poder
Los políticos tienen cada vez menor margen de maniobra para tomar decisiones
El Partido Popular tiene más poder formal que cualquier otro partido haya tenido en la democracia española. Sin embargo, el Gobierno del PP es impotente para tomar las decisiones políticas más importantes. Por un lado, como es bien sabido, el PP tiene mayoría absoluta en el Congreso y en el Senado y controla el Gobierno; preside una amplia mayoría de las comunidades autónomas y el Consejo de Política Fiscal y Financiera, así como una gran mayoría de los grandes Ayuntamientos y la Federación Española de Municipios y Provincias; el PP también ha propuesto una mayoría de los miembros del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional y ha nombrado a la Defensora del Pueblo y a los presidentes del Banco de España, del Consejo de RTVE, de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, del Consejo de Estado y del Tribunal de Cuentas.
Por otro lado, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, declaró, poco después de tomar posesión, que “no tiene libertad” para tomar las decisiones mayores, ya que está sujeto al mandato y la vigilancia de la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional. El proyecto de presupuesto estatal recientemente presentado apunta a objetivos de déficit y deuda que han sido previamente fijados fuera del proceso político español. Como en la mayor parte de los países democráticos, el gasto público discrecional llega solo a un 30%; el resto son obligaciones previamente contraídas, especialmente salarios públicos, pensiones, subsidios del paro, intereses de la deuda y otras transferencias y gastos financieros. Pero incluso la decisión política sobre el gasto discrecional está fuertemente limitada por programas de larga duración y una moderada continuidad. Actualmente, las diferencias reales en la asignación de recursos entre un Gobierno de izquierdas y uno de derechas afectarían a menos del 5% del PIB.
La paradoja del poder impotente no es exclusiva de España. La mayor parte de los Estados europeos ya no tienen soberanía real y no producen resultados por sí mismos. Los gobiernos técnicos o de gestión, así como los formados por amplias o grandes coaliciones de múltiples partidos, se limitan a ejecutar las obligaciones previamente acordadas. Muchos Parlamentos —como el español— ya no legislan por su cuenta, sino que básicamente ratifican decretos gubernamentales que reflejan las directrices internacionales.
La mayor parte de los Estados europeos ya no tienen soberanía real
Hay dos consecuencias muy notables de esta traslación del poder, aunque su relación con la creciente globalización de los asuntos públicos no se suele subrayar. La primera es la degradación de la política doméstica, especialmente la banalización del discurso político y de las campañas electorales. En muchos países del mundo, el desarrollo de procesos transnacionales y globales genera una banalización del poder estatal. Muchos políticos y altos funcionarios ejercen ahora el poder de una manera banal y rutinaria, sin cuestionar los objetivos de las órdenes que reciben. Podrían decir tranquilamente que actúan por obediencia debida, ya que la responsabilidad política por sus acciones se ha evaporado.
Pero la búsqueda de fama hace que el show político, pese a su inocuidad, continúe como siempre. La gesticulación habitual de los políticos domésticos persiste como si no pasara nada. Muchos cargos de partido repiten viejos mantras y clichés fuera de contexto. Como el espectáculo está sobredimensionado, ya que está falto de sustancia, degenera en riñas personales, insultos y desplantes. Los partidos se consumen en sus propios tirabuzones internos. A veces, el espectáculo de los políticos repitiendo sus discursos, sus gestos y ceremonias, mientras ignoran o fingen ignorar el paisaje de fondo de su colosal impotencia, resulta asombroso. El resultado es el descrédito de la política y el fastidio de los espectadores.
La otra consecuencia de la impotencia política del Gobierno, el Parlamento y los partidos es aún más chirriante. La persecución del interés privado y la “avaricia insaciable de los políticos”, a la que se refería David Hume, emergen a la luz del día. En los políticos sin poder real de decisión, la búsqueda de fortuna y de modus vivendi adquiere más relieve. Las viejas instituciones que han quedado inefectivas despliegan ceremonias vacías, pero se convierten también en botín de ganancias privadas.
Los ciudadanos y los medios de comunicación también son ahora más propensos al escándalo precisamente porque no perciben un desempeño de resultados que compense el robo. ¿Por qué no hubo escándalos de corrupción, por ejemplo, en torno a los Juegos Olímpicos de Barcelona? Porque la ciudadanía estaba entonces satisfecha con las inversiones públicas y la imagen de España, por lo que no apetecía levantar alfombras. Ahora es justo al revés. Es la pérdida de poder político real de las instituciones estatales lo que explica, sobre todo, el descrédito de la política y la proliferación de los escándalos de corrupción.
Josep M. Colomer es profesor de investigación en el Instituto de Análisis Económico del CSIC. Autor de Ciencia de la política (Ariel).
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