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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Cataluña y Europa: una de vaqueros

Cuando el divorcio es inevitable, lo mejor para ambas partes es que sea civilizado, pero acusar falsamente al otro de maltrato y amenazar con no pagar la hipoteca conjunta no contribuyen al buen desenlace

EVA VÁZQUEZ

¿Podría una hipotética Cataluña independiente mantenerse dentro del mercado único europeo y bajo el paraguas del BCE? Sin duda ninguna, contesta mi estimado colega Jordi Galí en un artículo publicado hace unos días en este periódico con el objetivo aparente de tranquilizar a una tropa un tanto inquieta ante las recientes declaraciones de algunos responsables comunitarios.

El argumento del profesor Galí entreteje cuatro ideas que encajarían bien en el argumento de una película de vaqueros de serie B. La primera es que el único malo posible en el casting es el feo (la España no catalana), que amenaza con ponerse desagradable si el guapo (el pueblo catalán) insiste en construir su propio Estado. Esto no es inevitable. Si el feo fuese tan civilizado como el bueno (el Gobierno británico) y se tomase de forma más relajada eso de la secesión, el guapo podría seguir cómodamente instalado en los brazos de la chica (Europa) sin problema ninguno.

Segunda, de hecho, el feo sería tonto si decidiese ejercer de malo porque tiene mucho que perder si se enfada con el guapo, con quien tiene muchos negocios a medias. Y también muchas deudas de las que el guapo podría desentenderse si le tocasen mucho las narices. Tercera, el feo no tiene pistola. Aun cuando España vetase el acceso del nuevo Estado catalán a la Unión, este podría seguir de facto en el mercado único, posiblemente a través de algún tipo de tratado de asociación. De la misma forma, Cataluña podría mantener unilateralmente el euro como moneda y tendría acceso a la liquidez del BCE a través de las matrices, subsidiarias o sucursales españolas de sus entidades de crédito.

Y cuarta, la chica jamás permitiría que el feo saque al guapo del club, aunque parece ser que más por interés que por amor verdadero. Dada la gran importancia del mercado catalán y su contribución neta al presupuesto de la UE, ya se ocupará esta de no dejarnos fuera del mercado único, aunque sea abriéndonos la puerta de atrás. Así pues, todo hace prever un desenlace feliz en el que los amantes siguen juntos y el feo, tras amagar con ponerse borde, no pondrá problemas —y si los pone peor para él porque tampoco le servirá de nada—.

Tanto seguir en la UE como firmar un acuerdo con ella requiere un largo e incierto proceso

Como ficción, el guion podría tener un pase, pero desde luego como análisis serio de las implicaciones de la secesión deja bastante que desear. No hace falta rascar mucho para descubrir que en el mundo real el lío que plantea Galí no es culpa del feo y no admite apaños extraños ni puertas traseras. Para más inri, no está claro que el malo sea tonto, y la chica no bebe precisamente los vientos por el guapo. Si la apuran, lo más probable es que se quede con el feo, que al fin y al cabo es amigo de la familia.

Los integrantes de la Unión Europea (UE) son los Estados firmantes de su tratado fundacional y no sus respectivos territorios o ciudadanos. Así pues, el miembro del club europeo es el Reino de España. Cataluña forma parte de la UE solo en su calidad de territorio español, y dejaría de hacerlo automáticamente si perdiese tal condición, pasando entonces a considerarse lo que en la jerga comunitaria se denomina un Estado tercero. Llegados a este punto, el nuevo Estado catalán podría ciertamente solicitar la adhesión a la Unión o negociar, como sugiere Galí, un tratado de asociación similar a los que disfrutan Suiza o Noruega.

Cualquiera de estas posibilidades requeriría un proceso largo, complejo y de resultado incierto. La primera de ellas exigiría el acuerdo unánime de todos los Estados miembros. La segunda no, pero ningún tratado de asociación podría firmarse sin el apoyo de una amplia mayoría del Consejo Europeo y no está nada claro que un nuevo Estado catalán pudiese contar con el apoyo necesario. En primer lugar, existe el peligro evidente de un veto español, que no sería necesariamente irracional en un contexto de competencia entre ambos Estados por la localización de grandes empresas, tanto domésticas como extranjeras, y por los mercados europeos. Pero además hay otros países europeos que podrían verse tentados de utilizar el caso catalán como escarmiento en cabeza ajena para sus propios movimientos separatistas. Al fin y al cabo, resulta difícil pensar que un club de Estados como es la UE esté dispuesto a aceptar con ecuanimidad un precedente que podría desequilibrar a buena parte de sus miembros.

Dudo mucho que los costes económicos derivados de la exclusión de Cataluña, incluyendo su posible aportación neta al presupuesto comunitario, prevalezcan sobre tal cálculo político. En este sentido, quizás convenga recordar que para el mundo mundial somos muy poquita cosa y para la UE también. Con datos de 2012, Cataluña suponía solo el 1,44% de la población de la UE y el 1,50% de su PIB. Aunque algún entusiasta de la causa ha llegado a dudar en la prensa local de la viabilidad del proyecto europeo sin la aportación catalana, la fría razón exige reconocer que somos perfectamente prescindibles.

Permanecer bajo el paraguas del BCE no estaría garantizado para algunos bancos

Lo que he dicho más arriba sobre las implicaciones de la secesión para la posición catalana en la UE lo han dicho por activa y por pasiva diversos portavoces comunitarios, incluyendo al menos dos presidentes de la Comisión, y lo dicen también los informes oficiales sobre la cuestión escocesa del propio Gobierno británico que tanto admira Galí. Pero todo ello no ha hecho mella ninguna ni en el profesor Galí ni en el Gobierno catalán, que, inasequibles al desaliento, se aferran a la idea de que la cosa se resolvería, llegado el caso, con algún apaño político de urgencia que permitiría a la economía catalana seguir de facto en el mercado único y en el euro con todas sus ventajas. Ambos demuestran con ello una visión muy española de la ley como cosa relativa e infinitamente elástica que seguramente les resultará muy extraña a nuestros amigos del norte de Europa. Por mi parte, sigo sin ver cómo tales apaños podrían articularse sin necesidad de un tratado, lo que me remite de nuevo al párrafo anterior.

Así pues, no existen las soluciones mágicas a las que Galí parece fiar la permanencia efectiva de la economía catalana en el mercado único. Y lo mismo ha de decirse sobre la posibilidad de seguir bajo el paraguas del BCE. No tengo ninguna duda de que, llegado el caso, el BCE ofrecería a La Caixa y al Sabadell la liquidez que pudiesen necesitar en relación con sus actividades en lo que quede de España en las mismas condiciones que a los bancos españoles, pero es muy dudoso que esté dispuesto a hacer lo mismo con su negocio en Cataluña (o con el del BBVA o el Santander). De hecho, hacerlo sería una irresponsabilidad potencialmente muy cara, pues obligaría al contribuyente europeo (seguramente, más bien al español) a hacerse cargo de riesgos de terceros sobre los que el BCE o el Banco de España tendrían muy poco control.

Dos reflexiones finales. Primera, coincido con el profesor Galí en que, cuando el divorcio es inevitable, lo mejor para ambas partes es que sea civilizado. Pero acusar falsamente a la otra parte de maltrato y amenazar con no pagar la parte que le toca a uno de la hipoteca común no contribuyen precisamente a aumentar la probabilidad de tal desenlace. Y segunda, antes de tirarse por el balcón conviene asegurarse de que haya agua debajo. Si uno no lo hace, no se puede acusar al vecino de mala fe por no haber puesto la piscina justo allí.

Ángel de la Fuente es investigador en el Instituto de Análisis Económico (CSIC).

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