¡Fanaye no se vende!
Agricultores de Fanaye se manifiestan. / Foto: Colectivo por la Defensa de las Tierras de Fanaye.
26 de octubre de 2011. Día de mercado en Fanaye, una pequeña localidad del norte de Senegal. Unos quinientos agricultores se han reunido para protestar contra un proyecto que pretende vender 20.000 hectáreas, una tercera parte de la tierra cultivable del pueblo, a una empresa italiana cuya intención es producir biocombustible. Cuando llegan a las puertas de la Comunidad Rural, donde se celebra una reunión, se encuentran a decenas de trabajadores locales contratados por la compañía en cuestión. Empiezan los insultos, luego los gritos y, de repente, vuela el primer puñetazo. Los machetes y los rifles no tardan en empezar a silbar. La batalla campal concluye con dos personas muertas y una veintena de heridos. Un mes después, el entonces presidente de Senegal, Abdoulaye Wade, ordena paralizar el proyecto. Ahora, el grupo de teatro senegalés Kaddu Yaraax está a punto de estrenar una obra sobre Fanaye, que se ha convertido en un símbolo de la resistencia popular frente a las arbitrariedades y los abusos del poder.
La región de Diéri, donde se encuentra Fanaye, se sitúa muy cerca del río Senegal, la frontera natural que separa a este país de Mauritania. Hace más de diez años, el presidente de la comunidad rural (PCR) de Fanaye, Karasse Kane, logró convencer a un grupo de inversores italianos agrupados en torno a la multinacional Tampieri Financial Group de que desarrollaran allí, en 20.000 hectáreas de tierras comunales hasta ese momento no explotadas, un proyecto de producción de biocombustibles mediante el cultivo a gran escala de batata y girasol. Para alcanzar su objetivo y despejar obstáculos legales, la firma italiana crea la empresa Senethanol-Senhuile en la que permite la entrada de capital senegalés, pero mantiene el control sobre la sociedad quedándose con el 51% de las acciones.
El proyecto se presenta a la opinión pública como la gran esperanza para una región donde escasea la lluvia y las infraestructuras son escasas. Senethanol despliega sus encantos con una amplia y costosa campaña que canta las alabanzas del proyecto: 4.000 puestos de trabajo para los paisanos de Fanaye y alrededores, desvío del río para la puesta en cultivo de terrenos áridos y hostiles precisamente debido a la falta de agua y, por último, construcción de pozos, escuelas, centros de salud y carreteras. Además, prometen que no se va a producir el traslado de la población.
Sin embargo, los agricultores no las tuvieron nunca todas consigo. Estuve en Fanaye en noviembre de 2011, poco después de la muerte de dos campesinos. El pueblo estaba aún en estado de shock y los ánimos muy caldeados. Allí logré hablar con Amadou Thiaw, coordinador del Colectivo para la Defensa de la Tierra. “Si vendemos la tierra, ¿qué nos queda?, ¿qué quedará para nuestros hijos? Es cierto que no la cultivamos, pero es porque no tenemos los medios, no queremos perderla”, aseguraba Thiaw, quien añadía que los agricultores no habían sido informados de los detalles del proyecto y que, además, la venta había sido irregular, a un precio menor del establecido por los comuneros y que el tal Karasse Kane, el presidente de la comunidad rural, se había quedado con una buena comisión por toda la operación. “Es la tierra de todos, no es suya”, concluía el líder campesino.
La enorme tensión entre detractores y partidarios del proyecto (entre ellos, los 400 empleados que ya habían sido contratados para iniciar las labores de tala y desbroce) desencadenó los enfrentamientos del 26 de octubre y la muerte de dos personas. El asunto saltó a todos los medios de comunicación senegaleses y el entonces presidente, Abdoulaye Wade, que debía someterse al dictado de las urnas tan solo tres meses después, optó por suspender el proyecto y abrir una investigación sobre lo ocurrido. “Toda venta de tierras debe hacerse con el consenso y la adhesión de las poblaciones afectadas, así como con los correspondientes estudios de impacto ambiental y cultural que garanticen la preservación del ecosistema”, dijo Wade, quien admitía que, en este caso, no se habían cumplido estos requisitos.
En el barrio de Yaraax de Dakar, la capital senegalesa, Mamadou Diol sigue los acontecimientos con preocupación. Desde hace veinte años es el director del grupo de artes escénicas Kaddu Yaraax, especializado en teatro del oprimido, una corriente teatral que pretende estimular al espectador a percibir la injusticia y la opresión y, al mismo tiempo, a que se convierta en actor de su propia liberación. El tema de Fanaye le fascina. Y empieza a pensar en la posibilidad de convertirlo en obra de teatro. “Comenzamos una investigación sobre el acaparamiento de tierras en Senegal y en África y nos dimos cuenta de que estábamos ante algo muy, muy importante”.
Mamadou Diol tenía buenas razones para preocuparse. En la última década más de 200 millones de hectáreas de tierra africana han pasado a manos de empresas y gobiernos extranjeros, de manera más intensa en los últimos cinco años después del estallido de la crisis mundial. ¿Por qué? Algunos países lo hacen para cultivar en África sus propios productos alimentarios, como Arabia Saudí, Japón, China o India; otros, por mera especulación, la tierra y la mano de obra africanas son más baratas; y, finalmente, como ha sido el caso de Fanaye, para la producción de biocombustibles, sobre todo biodiesel, a partir de cultivos como el girasol, la caña de azúcar, la batata o la jatrofa. El problema es evidente y organismos como Oxfam o la FAO han alertado ya sobre ello en sus informes: aumenta la inseguridad alimentaria en los países afectados y, por tanto, el riesgo de pobreza y hambrunas.
Entre los países que están comprando las tierras africanas destacan las naciones petroleras del Golfo, que cuentan con recursos económicos para hacerlo y, a la vez, son muy dependientes de la importación de alimentos, las economías emergentes de estados superpoblados como Brasil, China o India, y las empresas de los países del norte industrializado, Europa, EEUU y Canadá, que están obligados por el Protocolo de Kyoto a producir energías limpias para no ser sancionados. Y entre los países afectados por la venta de tierras podemos encontrar a casi toda África, desde Mozambique hasta Liberia, de Malí a Madagascar. Prácticamente ninguno está a salvo de esta gigantesca operación de compraventa, estimulada además por los grandes organismos financieros internacionales como el Banco Mundial, según ha denunciado un informe publicado hace algunos años del Instituto Oakland, y denominada por los expertos como “nuevo ciclo de acaparamiento de tierras”.
Así que con todo esto y la experiencia concreta de Fanaye, Mamadou Diol y el grupo de teatro Kaddu Yaraax se pusieron manos a la obra y llevaron a cabo la “transposición artística”, es decir, llevar a las tablas de un escenario este grave problema de manera que fuera comprensible en toda su dimensión para el espectador. “La estrategia de Senethanol, la empresa que pretende producir biocombustibles en Senegal, ha sido increíble. Hablan de crear empleo, de frenar el éxodo rural, de mil maravillas. Lo han hecho de tal manera que han logrado generar una opinión de que si estás contra su proyecto, estás contra el desarrollo”, asegura Diol. “Lo que hemos hecho es dar la palabra a los agricultores y ganaderos, que sean ellos los que hablen. Y nos cuentan cómo en realidad lo que provoca Senethanol es una ruptura de vínculos sociales y con la tierra que existen aquí desde hace siglos, de eso no habla la empresa, ni tampoco de las condiciones reales y misérrimas de trabajo de sus empleados, la alienación, la pérdida de ecosistemas…”.
Para Mamadou Diol, Fanaye es sólo la punta del iceberg. “El error es pensar que Fanaye se ha salvado y ya está. El problema es grave y tiene que ver con la autosuficiencia alimentaria nacional”. De nuevo, Diol está en lo cierto. El nuevo presidente de Senegal, Macky Sall, elegido en las urnas cinco meses después de los acontecimientos de Fanaye, confirmó la suspensión del proyecto de Senethanol en esta zona, pero lo autorizó unos cientos de kilómetros más al sur, en Gnith, en la región de Louga. Y, pese a que allí se han repetido las mismas tensiones, idéntico malestar, la misma sensación de expolio que en Fanaye, manifestaciones y heridos, una parte de las 20.000 hectáreas estatales destinadas a esta iniciativa, tierras que pertenecen a la reserva de Ndiael, ya están siendo explotadas gracias a que en Gnith el esfuerzo por amansar las aguas y contentar a la población ha sido considerable.
¿Agrocolonialismo que provocará una irreparable pérdida de identidad de la población o una cara nueva del imparable desarrollo? ¿Expolio o diversificación económica? ¿Sí o no? El proyecto de Senethanol, al igual que los de otras empresas que compran tierras en todo el continente africano, tiene partidarios y detractores, enfervorecidos opositores y contumaces defensores. En unas semanas, el grupo Kaddu Yaraax dará voz a los afectados gracias a su obra y quizás esto ayude a que cada uno se pueda formar su propia opinión. En cualquier caso, Fanaye ya es un símbolo que ahora llega al teatro. Una especie de Fuenteovejuna a la africana.
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