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Todos huyen del saqueador del Palau

Fèlix Millet espera recluido en su mansión un juicio que podría llevarle a la cárcel La investigación cifra el expolio del expresidente del Palau de la Música en 24 millones Quien fuera pilar de la sociedad catalana, se ve hoy repudiado por quienes le agasajaban

Félix Millet, en un momento de su comparecencia en la comisión del 'caso palau' en el Parlament de Cataluña, en 2010.
Félix Millet, en un momento de su comparecencia en la comisión del 'caso palau' en el Parlament de Cataluña, en 2010. CARLES RIBAS

La espera se le está haciendo demasiado larga y tediosa al anciano Fèlix Millet Tusell. El hombre que confesó haber saqueado los fondos del Palau de la Música aguarda el juicio, para el que aún no hay fecha, en un estado de ánimo cada vez más sombrío. La investigación sobre el expolio de una de las instituciones más emblemáticas de la cultura catalana, cifrado en 24 millones, toca a su fin. Y Millet ya no parece aquel vividor que, aun después del escándalo, seguía gozando de una intensa agenda social. Su quehacer diario se limita, cada vez más, a las cuatro paredes (es un decir) de su lujosa y descomunal mansión de L’Ametlla del Vallès, a 40 kilómetros de Barcelona.

Un hombre con una voz extrañamente idéntica a la de Millet —grave, potente, como surgida de las profundidades de la tierra— descuelga el teléfono desde algún rincón de la casa, donde Millet se hizo construir, a imagen y semejanza del original —y con dinero del original— un Palau a escala.

—El señor Millet no se encuentra, ha salido a comer.

—¿Y sería posible hablar con él más tarde?

—Póngase en contacto mejor con su abogado.

Millet, que arrastra una bien merecida fama de mentiroso y seductor —en su libro sobre el caso, el periodista Jordi Panyella le define como “el gran impostor”—, se ha convertido, a sus 77 años, en un animal nocturno. Apura al máximo la hora de irse a la cama, aunque antes no hace gran cosa: consume horas en el sofá. Se siente solo, dice su entorno. La relación con su mujer, Marta Vallès, no pasa de una coexistencia pacífica. Ella, que también está imputada en el caso Palau, hace su vida al margen de la de él. Mientras Millet permanece encerrado en casa —con ocasionales escapadas a Barcelona para hacerse cargo de sus asuntos—, Vallès lo mismo pasea con normalidad por L’Ametlla que recorre miles de kilómetros para visitar a sus dos hijas. La diáspora de los Millet ha llevado a Laila a Estados Unidos y a Clara a Australia, donde trabaja como responsable de marketing.

Antes, en los buenos tiempos, las largas distancias nunca habían sido un problema para Millet. El saqueador confeso viajó, con cargo a las arcas del Palau, a destinos exóticos —Maldivas, Polinesia, Camboya— y a todo tren. Las vacaciones de verano son otra cosa: la familia sigue yendo a su casa de Fornells (Menorca). Pero tampoco la reparadora luz del Mediterráneo parece seducir, a estas alturas, a Millet. El año pasado ni siquiera viajó a Menorca. Quienes le conocen afirman que está “descolocado” y se muestra taciturno ante la posibilidad de ingresar, en un futuro no muy lejano, en prisión.

“Casi no le vemos por aquí”, explica el propietario de un bar de L’Ametlla. Un hombre, en la barra, tercia en la charla: “Yo una vez me lo encontré sentado en un banco”. Millet, el influyente y poderoso expresidente del Palau, fue tratado durante años casi como un padre de la patria. Hoy es el gran villano. Un apestado. Y todos le dan la espalda. Hace poco más de un año estaba en un restaurante de Barcelona con otras dos personas; un cliente le reconoció y amenazó con que él y sus 15 acompañantes abandonarían la sala si no lo hacía Millet antes. En un gesto impensable tan solo tres años antes, cuando los mossos d’esquadra irrumpieron en el Palau para registrarlo, el propietario le invitó a irse.

Un juicio sin fecha

La investigación del caso del Palau de la Música arrancó en julio de 2009. Desde entonces, Fèlix Millet ha vivido casi cuatro años de informes y escándalos que han arruinado su imagen pública. La instrucción aborda ya su última etapa, aunque previsiblemente la fecha del juicio oral se fijará ya el próximo año. El 30 de septiembre, Millet se sentará en el banquillo, pero por una derivada del ‘caso Palau’: el hotel que nunca se construyó.

El ostracismo social también se percibe en el pueblo, de 8.000 habitantes. Y eso que los Millet son una institución: históricamente, la familia ha ejercido de mecenas local. “Aquí vino una vez y le dije que no volviese”, explica el dueño de un establecimiento, que prefiere no revelar detalles del incidente. Su mujer, Marta, sí suele frecuentar las calles de L’Ametlla con desenvoltura. “Va al supermercado, a la pescadería... A ella no le da vergüenza nada”, sigue un cliente del bar. Suele acompañarla David, que les hace de secretario y chico de los recados. “Son de otra clase”, explica la dueña de un bar donde, según los vecinos, se escapa, muy de vez en cuando, a tomar café. Antes de que el escándalo saliera a la luz, Millet solía dejarse ver por el pueblo los domingos: misa de doce y, después, comida exquisita en el restaurante La Masía.

Millet tiene querencia por la hostelería. Por los restaurantes refinados de los barrios ricos de Barcelona, como muestran las facturas del sumario, también pagadas por el Palau. Pero también por los locales de antes, auténticos y con personalidad. Como el Rovica, en el centro de la ciudad. Allí fue visto hace pocos días. Tomó dos cafés en la barra, hizo unas gestiones con un abogado y regresó a la terraza del bar. Allí permaneció, solo, una hora más.

El pasado verano, la policía irrumpió en la mansión para hacerse con algunas de las obras de arte coleccionadas por Millet, que deben servir para afrontar la fianza millonaria impuesta por el juez. Las paredes de la mansión son un reflejo más de las sombras que parecen haberse apoderado de la personalidad de Millet. Donde antes lucían las obras de algunos de los maestros catalanes del modernismo y el noucentisme —Ramon Casas, Isidre Nonell, Joaquim Mir—, ahora se dibuja la nada. Millet se dirigió a los periodistas a través del interfono, con su voz grave y potente: “Se han llevado los cuadros, me han dejado las paredes de casa blancas”.

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