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Samantha Cameron deja de ser invisible

Tras tres años en Downing Street, la esposa del primer ministro británico se decide a tener un papel más protagonista como primera dama

Samantha Cameron, en la cocina de la residencia del primer ministro.
Samantha Cameron, en la cocina de la residencia del primer ministro.AFP

Ser la primera dama de Reino Unido no es fácil. Para empezar, es un cargo que no existe oficialmente. Los cónyuges de los primeros ministros son conocidos como esposo o esposa del primer ministro. No tienen una asignación económica como tales aunque de ellos se espera que acompañen al jefe del Gobierno cuando sea necesario y que lo hagan con gracia, con elegancia… y con discreción. Como decía Denis Thatcher, el marido de la Dama de Hierro y el único varón que ha ejercido de esposo de un primer ministro británico, el consorte tiene que estar “siempre presente, nunca ahí”.

Samantha Cameron, la actual primera dama, lleva ya casi tres años ejerciendo y hasta ahora lo ha hecho con razonable éxito. Lo bastante presente, lo bastante invisible. Hasta que esta semana se ha dejado fotografiar en la cocina familiar del apartamento de los Cameron en Downing Street con una peluca de rojo chillón mostrando unos pastelillos que se supone que ha horneado ella misma.

Nada que objetar al fondo del asunto: recaudar fondos para el día de la nariz roja de Comic Relief, una de las organizaciones benéficas más populares del país, consagrada a luchar contra la pobreza. El objetivo de las narices rojas es precisamente hacer reír a los demás a costa de uno mismo. El problema es que una cosa es hacer reír y, otra muy distinta, dar risa. Aunque es cuestión de opiniones, muchos creen que la peluca de Samantha, más que hacer reír, da risa.

El otro problema de las fotos es que se nota demasiado que están preparadas. No hay ni una pizca de improvisación y naturalidad en esos globos rojos, en los muñequitos de la bandeja y, sobre todo, en la aparición de los niños en segundo plano de modo que refuercen el ambiente familiar sin que se les pueda identificar.

La vida en Downing Street no suele ser fácil para los cónyuges y probablemente no lo es para Samantha Cameron, que al principio intentó mantener a la familia en la casa de Notting Hill. Hasta que tuvo que aceptar que el primer ministro no tiene más remedio que residir en su apartamento oficial en el número 10 y que compartir dos casas era una pequeña locura.

Por su discreción, Samantha recuerda un poco a Norma Major. La mujer de John Major era alérgica a la publicidad y de ninguna de las maneras quería adoptar ningún papel oficial. Nunca opinaba de política y en una de las escasas entrevistas que concedió mientras vivía en Downing Street lo más indiscreto que contó es que de entre las homólogas que había conocido su favorita era la mujer del presidente ruso Boris Yeltsin. “Me gusta mucho la señora Yeltsin, quizás porque la he visto más a menudo que a las demás. Es muy cariñosa y de fácil conversación”, explicó. Norma Major ha dejado huella en el número 10: unas rosas del jardín trasero llevan su nombre; se trata de una variedad creada en su honor por un jardinero de Nottinghamshire.

Quizá Cherie Booth, nombre profesional de la mujer de Tony Blair, haya sido todo lo opuesto a Norma Major y a Samantha Cameron. Aguerrida y siempre con opinión propia sobre lo que ocurre en el mundo, Cherie fue siempre una primera dama polémica. A veces con razón, como cuando protagonizó un sonoro escándalo al utilizar al novio australiano de su asesora de imagen para comprar dos apartamentos en Bristol. El novio había sido condenado por fraude en Australia. Otras veces, Cherie estaba en los tabloides por puro morbo periodístico, a menudo para ridiculizarla cuando un vestido o un peinado le sentaban especialmente mal. Ella, abogada brillante, nunca entendió que esas banalidades obsesionaran a los periodistas, a los que despreciaba profundamente.

También Denis Thatcher despreciaba a los periodistas y les contestaba con poco más que monosílabos cuando no tenía más remedio que hablar con ellos. Pero su carácter relajado y sus buenas maneras le granjearon el respeto de los medios que Cherie nunca tuvo. Quizás por puro machismo mediático. O quizás porque era rico y había invertido buena parte de su fortuna en la carrera política de Margaret Thatcher. Quizás eso le ayudaba a sentirse algo más que el esposo de la primera ministra.

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