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Columna
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Cocina y República

La enseñanza es religiosa, otra vez, la Educación para la Ciudadanía se ha quemado en la nueva hoguera

Juan Cruz

Lo bueno de entrar en las cocinas es que allí está la verdad (la verdad de la vida, como decía mi madre). Mi madre me enseñó, en una cocina, además, lo que dijo el enseñante laico Ferrer i Guardia cuando lo iban a ajusticiar por sus ideas: “¡Vivan las escuelas laicas, vivan los niños! ¡No tengo miedo a la muerte!”. Ella debió escucharlo en su escuela de los tiempos de la República. No lo dijo para que yo lo repitiera, pues por menos de eso no solo te echaban de la escuela, sino de la vida, así que yo me lo guardé en la memoria como quien guarda un tesoro que en aquel momento era también un misterio. Qué serán las escuelas laicas, qué será la muerte. Ella debió contarme lo que pasó con Ferrer, que lo fusilaron, pero entonces yo no sabía qué significaba la palabra fusil. Se fue supiendo.

Lo cierto es que ahora cada vez que escucho la palabra cocina me acuerdo de mi madre contando esas historias, y sobre todo me acuerdo de la palabra laica referida a escuelas, a Ferrer y, ay, a fusil. Este 6 de diciembre, fecha de la Constitución que enterró (casi) el franquismo, me pasé casi toda la mañana hablando con un niño de la República, Emilio Lledó, filósofo que nació en 1927. Él vio los bombardeos, supo lo que era un fusil (lo tenía en casa, el padre era militar republicano) y aprendió bajo la metralla que asoló Vicálvaro y luego el Madrid gravemente asediado por las tropas franquistas.

En algún momento de ese jueves último don Emilio me llevó a la cocina, para ver cómo da la hora (con letras, no con números) un reloj alemán que le regaló su hija Elena, poeta. Mientras él iba señalando en el minutero las letras Verweiledoch (“Quédate”, que fue lo que le dijo Fausto a Mefistófeles en la obra de Goethe), yo me fijé en un afiche que tenía clavado en una estantería. Era, por las banderas, un homenaje a la República en la que creció hasta 1939, y resaltaba un aspecto vital de aquella Constitución tricolor, cómo debía ser la enseñanza bajo el régimen instaurado el 14 de abril de 1931, cuando Emilio Lledó Íñigo tenía cuatro años. Copié el texto del afiche y me lo llevé luego bajo el brazo, como quien se lleva un sueño imposible.

Dice el texto:

“La enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de su actividad metodológica y se inspirará en ideales de solidaridad humana”.

A veces lo digo en estos textos dominicales: eso dice el texto, sin vuelo en el verso, que es como el poeta José Hierro (otro muchacho de la guerra) quería que fueran las crónicas de lo dramático y de lo sencillo.

Antes, yendo a casa de Lledó, vi a muchas mujeres (sobre todo mujeres, díganme por qué) con las banderas españolas, con sus nietos al brazo o de la mano; los hombres iban detrás (díganme por qué) sin banderas, como cuando ellos se quedan por fuera en misa. Los periódicos que llevaban en las manos iban llenos de la proclama actual, la enseñanza es religiosa, otra vez, la Educación para la Ciudadanía se ha quemado en la nueva hoguera, ya los chicos (esos que iban con sus abuelas) no sabrán qué es la palabra laica sino en lejanos textos que habría que buscar en lugares aún más recónditos que la cocina de este iluminado profesor que tiene ahí esa proclama como quien guarda un tesoro. Vivan las escuelas laicas. Vivan los niños. 

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