La democracia, en peligro
Esta cultura de la irresponsabilidad es el caldo de cultivo de la desconfianza, del cinismo y de la corrupción
Los movimientos sociales han conseguido que el drama de los desahucios por impago de hipotecas entrara en la agenda pública. El Gobierno ha querido hacer demostración de sensibilidad social y lo ha hecho de la manera más miserable: con un decreto que ni toca nada esencial ni resuelve problema alguno, simplemente los aplaza. Algunos pocos ciudadanos afectados se salvarán del desahucio durante dos años, pero cuando termine este periodo no solo tendrán el mismo problema, sino que lo verán sensiblemente agravado, porque los intereses seguirán corriendo a favor del banco. El Gobierno no ha querido cambiar una legislación injusta porque está muy decantada hacia los intereses del acreedor. Y no quiere saber nada de algo tan de sentido común como la dación en pago. Los bancos no querían ningún cambio esencial. Y este Gobierno —como el anterior— se distingue por un temor reverencial a los dioses financieros. Sin embargo, en este país la morosidad familiar es muy baja. Hasta el punto de que se podrían evitar todos los desahucios de primera residencia sin riesgo para el sistema.
Esta misma semana, Europa ha concretado el plan de rescate de las cajas, en unas condiciones muy duras en términos de pérdida de empleo y de reducción de actividad. Se completará así un proceso de transferencia de dinero público al sistema financiero sin que los culpables de este desastre hayan dado la cara. Algunos se han ido de rositas con millonarias indemnizaciones. El comisario Almunia dijo que no es cosa de dar nombres de los responsables de este desaguisado. ¿Por qué, si entre todos estamos pagando sus desmanes? Vivimos en plena cultura de la irresponsabilidad: los Gobiernos autónomos justifican sus políticas de austeridad argumentando que España y Europa les obligan. El Gobierno español dice que no hace sino lo que Europa le exige. Miguel Blesa, que gobernó Caja Madrid hasta 2010, niega cualquier responsabilidad porque las cosas que ocurrieron eran imprevisibles y todos hicieron igual.
Esta cultura de la irresponsabilidad es el caldo de cultivo de la desconfianza, del cinismo y de la corrupción. La desconfianza y el cinismo tienen efectos demoledores de descomposición social. La corrupción amenaza al propio sistema democrático. “La cuestión del siglo XX fue: totalitarismo o democracia. La cuestión de hoy es: democracia o corrupción”, escribe André Glucksmann. Todo sistema de poder tiene su régimen de verdad. El gobierno de nuestras democracias se legitima cada vez más por un tipo de verdad tecnocrática que, construido sobre la triada crecimiento, competitividad, consumo, “se caracteriza por una concepción de la economía como actividad completamente separada de la vida social, que debe escapar al control de la política” (Tzvetan Todorov). La política queda reducida a la ejecución de las exigencias del dinero, y el valor de cambio se convierte en el único criterio de toma de decisiones tanto en el ámbito de lo público como en el de las opciones morales privadas. Un cultivo ideal para que crezca la corrupción.
Y sin embargo es inevitable plantearse una pregunta: ¿la corrupción se ha extendido por el sistema más que nunca o el nuevo régimen de verdad que opera en nuestras sociedades es más descarado, la hace más visible? Antes el discurso que acompañaba la política ocultaba la corrupción y ahora no alcanza a esconderla, ¿por qué ha aumentado o por qué ha triunfado el cinismo? Probablemente se combinan las dos cosas: la ausencia de proyectos políticos más allá del horizonte económico reduce las motivaciones de los que se dedican a la cosa pública y desmoviliza a los ciudadanos. De ahí la sensación de mediocridad creciente de los gobernantes. Pero, al mismo tiempo, un régimen de verdad basado estrictamente en el dinero hace más visible la cruda realidad del sistema de intereses. Michel Foucault lo llamaba el principio de Rosa Luxemburgo: la incompatibilidad entre “la evidencia adquirida de lo que pasa realmente, evidencia adquirida por todos, y el ejercicio de la gobernabilidad por unos pocos”. Luxemburgo había dicho: “Si todo el mundo supiera, el régimen capitalista no duraría 24 horas”. Todo el mundo sabe. Y el capitalismo no se ve amenazado. Quizá la explicación esté en lo que Michel Foucault llama el principio de Solzhenitsyn o del terror: “La gobernabilidad en estado desnudo, en estado cínico, en estado obsceno. En el terror, es la verdad, y no la mentira, lo que inmoviliza”. Lo vemos en el miedo ante la crisis que paraliza a la sociedad. La democracia es incompatible con este sistema de gobernabilidad. El capitalismo no está en peligro; la democracia, sí.
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