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Tribuna
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La injusticia de la crisis

España apenas ha tomado medidas que reduzcan la sensación de desigualdad social

En medio del naufragio que vive el país desde que entramos en la crisis, se alzan voces cada vez más airadas que proclaman el fin del modelo de democracia forjado en la transición. Según los más críticos, hemos llegado a un punto de no retorno, que exige la refundación de nuestro sistema. Otros no quieren ir tan lejos, pero están convencidos de que los grandes partidos han quedado demasiado tocados por la crisis. La antipolítica, en versión populista o elitista, ha ido ganando terreno en la calle y en la esfera pública. El descrédito de los políticos y las instituciones se percibe en todas partes.

Hay algo extraño en todas estas reacciones. En rigor, la crisis no es consecuencia del mal funcionamiento de la democracia, sino del capitalismo financiero y, concretamente en Europa, también del deficiente sistema constitucional del euro. Por otro lado, los políticos, partidos e instituciones que tenemos ahora son más o menos los mismos que hemos tenido en otras etapas, cuando las cosas funcionaban mejor. Si antes no despertaban tanta animadversión, ¿por qué lo hacen ahora? ¿Por qué una crisis que empezó siendo estrictamente económica ha acabado extendiéndose rápidamente al sistema político? ¿Por qué se habla con tanta insistencia de cambiar el sistema electoral, introducir listas abiertas o modificar el sistema autonómico y se deja en segundo plano la posibilidad de salir del euro, de reformar el Banco Central Europeo o de acabar con el “austericidio”?

Evidentemente, la incapacidad del sistema político para revertir la situación en que nos encontramos es parte fundamental de la respuesta. Después de cinco años de crisis, sigue destruyéndose empleo y tejido empresarial, sigue aumentando la desigualdad y la pobreza, no cesan los desahucios, los inmigrantes regresan a sus países de origen y continúa desmontándose el Estado del bienestar. Todo esto provoca desesperación, que puede traducirse a su vez en un rechazo a los políticos.

Ahora bien, otros países están pasando por situaciones parecidas a la nuestra y sin embargo el desgaste del sistema no es tan fuerte como aquí. Para entender lo que sucede en España es preciso tener en cuenta otros factores aparte de la incapacidad del gobierno en su lucha contra la crisis. En este sentido, creo que la llamada “desafección” democrática es sobre todo consecuencia de una percepción ampliamente compartida en la sociedad de que ciertas injusticias se han agudizado a lo largo de la crisis. Muchas personas se sienten desconectadas del sistema político y se encuentran huérfanas de representación política porque juzgan que los dos grandes partidos políticos no están a la altura de las circunstancias por su falta de compromiso e iniciativa en la lucha contra la injusticia.

Los más beneficiados del 'boom' no están contribuyendo ahora en las horas bajas

El caso más extremo es el de los desahucios. Una inmensa mayoría de los españoles considera sencillamente inaceptable que los bancos estén recibiendo generosas ayudas públicas (en forma de avales, préstamos baratos, inyecciones de liquidez, “banco malo”, etc.), mientras la gente que no puede pagar sus hipotecas es expulsada de sus viviendas y continúa luego aplastada por la deuda acumulada. La ciudadanía no puede entender que ni el PP ni el PSOE, tanto en el gobierno como en la oposición, se hayan hecho cargo de este problema hasta que la situación social se ha vuelto claramente insostenible con la publicidad sobre los primeros suicidios. A diferencia de lo que ocurre con la prima de riesgo o con el saldo comercial, cambiar la regulación de los desahucios entra dentro de las capacidades de los gobiernos. Por eso hay tanta gente irritada con que allí donde sí hay margen, los gobiernos de España hayan reaccionado tan tarde y tan mal.

En nuestro país muchos opinan, con buenos motivos, que el reparto de sacrificios no está siendo equilibrado en la crisis. Quienes más se beneficiaron de los años buenos, de los años del boom, no son precisamente quienes más están contribuyendo en las horas bajas de la economía. En algunos países de nuestro entorno se han establecido impuestos especiales a los bienes de lujo, a las grandes fortunas, a la banca y a las grandes empresas con beneficios. Y se han tomado medidas severas contra el fraude fiscal. En España no ha sucedido nada de esto, o ha sucedido mínimamente, de forma tan tímida que no se ha rebajado apenas la sensación de injusticia. Ya sea por falta de sensibilidad social de los partidos, ya sea porque estos están maniatados por intereses creados, ni el gobierno socialista anterior ni el gobierno conservador actual han actuado con decisión en este terreno.

Los economistas ortodoxos piensan que las subidas de impuestos a los más poderosos son pura demagogia porque su impacto sobre los ingresos públicos es más bien limitado. Sin embargo, cabe un planteamiento alternativo, que se tome en serio la importancia fundamental que los esquemas de justicia tienen sobre el comportamiento social. En múltiples experimentos se ha demostrado que la disposición de la gente a cooperar en empresas colectivas depende no sólo de los costes y beneficios personales, sino también de consideraciones de justicia. Los humanos tenemos un sentido muy arraigado de cuáles son nuestras obligaciones hacia los demás y de qué es lo que cada uno merece. A pesar de lo que suponen muchos modelos económicos, el sentido de la justicia genera motivaciones fundamentales para entender la acción humana.

Por eso, atender las injusticias no es una cuestión meramente “filosófica”: cuando la gente percibe que la situación en la que se encuentra es profundamente injusta, se produce desafección política, se polarizan los conflictos y, sobre todo, se vuelve inviable cualquier apelación al conjunto de la sociedad para encontrar una salida consensuada a las dificultades. Todo eso tiene consecuencias directas e indirectas sobre la crisis. Las políticas públicas se vuelven ineficaces, las soluciones cooperativas desaparecen, el país se hace menos atractivo ante el exterior, el sistema político se deslegitima y los ciudadanos pierden la esperanza. Llegados a este punto, es imposible pedir sacrificios colectivos o esfuerzos comunes, demasiada gente ha dejado de confiar en unos partidos que no han sabido hacerse cargo de las tremendas injusticias que ha generado esta crisis. Así vamos.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología de la Universidad Complutense

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