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PUNTO DE OBSERVACIÓN
Columna
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La insufrible atonía de la vida parlamentaria

Quienes se concentraron ante el Congreso quizás habrían apreciado un debate duro sobre el dinero dado a los bancos.

Soledad Gallego-Díaz

Es posible que algunos de quienes se concentraron estos días en las proximidades del Congreso de los Diputados se hubieran quedado en casa si en la televisión pública se estuviera retransmitiendo en directo un debate serio, duro y exigente sobre el hecho de que los tres bancos que han recibido 11.000 millones de euros de nuestros impuestos no van a devolvernos ni un céntimo de ese dinero.

Un debate así seguramente habría atraído un tipo de atención diferente sobre el Parlamento. Seguramente muchos nos habríamos quedado pegados a la pantalla, escuchando a los ministros dar explicaciones y a los diputados pidiendo cuentas sobre una decisión bien importante, compleja y difícil de entender cuando al mismo tiempo hay que quitar dinero de la educación y de la sanidad, se congelan los sueldos de los funcionarios y peligra la capacidad adquisitiva de las pensiones.

Lo increíble de lo que está sucediendo es la absoluta falta de explicaciones sobre las decisiones concretas que toma el Gobierno y la incapacidad de la oposición para asegurar ese control y de provocar un debate esclarecedor sobre asuntos que son básicos para el prestigio de la vida institucional. Es eso lo que resulta insufrible. Lo lógico sería que el enfado de los ciudadanos se tradujera más en una manifestación antigubernamental que antiparlamentaria. Es casi una patología política que el Gobierno de Mariano Rajoy esté quedando al margen de esas protestas, mientras que los diputados son objeto de toda clase de críticas.

La reforma del reglamento del Congreso se planteó una y otra vez, desde la legislatura de 1986-1989. Ninguno de los sucesivos Gobiernos aceptó dar luz verde a los cambios

Pese a todo, el enemigo en la puerta no son los miles de manifestantes que quieren rodear el Congreso de los Diputados para expresar su frustración y enfado con sus representantes políticos. El enemigo es la pérdida de respeto y de confianza en las instituciones y muy específicamente en el Parlamento, y es ahí donde la oposición debería ser mucho más activa y mucho más dura de lo que ha demostrado hasta ahora. Aunque solo fuera porque es el Gobierno el que está saliendo beneficiado de esta formidable atonía institucional.

No cabe esperar que el Partido Popular ayude a combatir ese desprestigio. Bien al contrario, la pulsión antipolítica está siendo alentada sin vergüenza por algunos de sus dirigentes, en especial su secretaria general, María Dolores de Cospedal, que azuza la inquina contra los parlamentarios (encubierta en sus propuestas de suprimirles los salarios), en lugar de alentar la inquina contra el deficiente funcionamiento de la institución. La señora Cospedal comprende perfectamente que la eficacia de cualquier Parlamento depende mucho más de la reforma de unos reglamentos, que el PP mantiene bloqueados, que del sueldo de los diputados; pero sabe también que esa falta de vitalidad de las instituciones redunda en su propio beneficio.

Cualquiera que haya seguido la vida política en este país sabe perfectamente dónde residen los problemas del funcionamiento parlamentario y cómo darles salida. La reforma del reglamento del Congreso se planteó una y otra vez, desde la legislatura de 1986-1989, sin que, por unos motivos o por otros, ninguno de los sucesivos Gobiernos aceptara dar luz verde a los cambios. Ahora somos todos los ciudadanos los que pagamos las consecuencias.

Aun así, seguramente existen medios para que la oposición obligue al Partido Popular a aceptar debates más serios, más duros y más explícitos sobre lo que está ocurriendo. Es cierto que la debilidad parlamentaria del PSOE es un elemento principal en este escenario. Y que el partido socialista quiere mantener un nivel de responsabilidad alto. Pero lo que puede ser más irresponsable en estos momentos es permitir que el desaliento que provoca la crisis económica y su persistencia haga quebrar claramente la confianza de los ciudadanos en sus instituciones políticas. Ese desistimiento, ese abandono, es el verdadero peligro, no los miles de ciudadanos que salieron a la calle esta semana.

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