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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Gigantomaquia nacional

Mas ha convocado las elecciones en Cataluña. Si Convergencia ha apostado por la independencia,la responsabilidad que ha asumido le exige hablar a los ciudadanos políticamente, no metafóricamente

José María Ridao
ENRIQUE FLORES

La confirmación de que el presidente de la Generalitat, Artur Mas, convocará anticipadamente las elecciones autonómicas constituye la única noticia política, estrictamente política, sobre Cataluña durante las últimas semanas. El resto, en Cataluña y fuera de Cataluña, han sido tufaradas de noventayochismo atizadas a partir del hecho de que numerosos, numerosísimos catalanes ejercieron el pasado 11 de septiembre uno de los derechos garantizados por la Constitución de 1978: el derecho de manifestación. Los autores del 98 consagraron un malentendido que se prolonga hasta la fecha. Establecieron, de una vez y para siempre, que España estaba en los toros el mismo día de la derrota en Cuba y Filipinas. En realidad, en los toros solo estarían los aficionados, y no todos. Únicamente los que consiguieran entrada y completaran el aforo de los tendidos.

Si sostener que el día de la derrota en Cuba y Filipinas España estaba en los toros hubiera sido nada más que una descomunal exageración, el malentendido que consagraron los autores del 98 no se habría prolongado hasta la fecha. El problema es que, además de una exageración, aquella frase se convirtió en el banderazo de salida a una desquiciada carrera de metáforas sobre el ser de España y las causas de su retraso. Cualquier cosa se podía decir y cualquier cosa se dijo, en una interminable glosa lírica de la realidad que, al final, destilaba un solo mensaje: la situación de España no era resultado de una política, sino de un destino. Por ser la más católica entre las naciones, España habría sido recompensada en el siglo XV con un Imperio. Por seguir siéndolo en 1898, debía pagar con el desdén internacional a una pobreza que, sin duda, era pobreza, pero de la más insólita de sus especies: una pobreza santa. En lugar de combatirla lo que había que hacer era celebrarla, asumirla como el extraño privilegio con el que Dios distinguía a la más fiel de sus hijas por empeñarse, se decía, en seguir siendo lo que había sido.

El programa con el que Convergencia llegó a la Generalitat no es el mismo que alienta ahora en la calle

Metáforas, metáforas y más metáforas fueron invadiéndolo todo, desde los ensayos históricos a los discursos parlamentarios, desde las odas patrióticas a los titulares de prensa, terminando por disfrazar la realidad como una gigantomaquia en la que un singular protagonista, la nación española, atravesaba los diversos estadios de la vida hasta llegar a la vejez y la decadencia. Si otros gigantes, si otras naciones la ofendían era porque el mundo había dejado de respetar lo más sagrado, guiándose por las ciencias experimentales y no por la teología, y prefiriendo, en expresión de Unamuno, las máquinas de coser y los teléfonos al fervor católico que brotaba de cualquier territorio en el que un español posara los pies. En esta extravagante gigantomaquia nacional, cuántas alusiones a rumbos, surcos, estelas, caminos (la metáfora del tren no gozaba aún de su actual prestigio); cuántas invocaciones a horizontes radiantes, voluntades de ser, heroicas resistencias y destinos propios. Hasta llegar a 1921, fecha en la que Ortega, con España invertebrada, lleva a cabo una truculenta revolución para dejar las cosas en el mismo sitio dando la impresión de que todo había cambiado. Porque, no es que Ortega pusiera fin al aluvión de metáforas de la gigantomaquia nacional, sino que creó otras nuevas mediante el ingenioso procedimiento de sustituir el registro lírico de las anteriores por un registro científico.

En España invertebrada, la ley de gravitación universal se transformaba en ley de gravitación espiritual, entendida como el fenómeno por el cual “un ejemplar” es seguido por “sus dóciles”. Y el teorema de Arquímedes dejaba de aplicarse solo a los sólidos sumergidos en un líquido y se extendía, además, a los grupos humanos, que se sitúan mansa y naturalmente, asegura Ortega, en el nivel social que les corresponde gracias a una misteriosa característica denominada “densidad vital”. Detrás de la afirmación de que entre España y Cataluña solo es posible la “conllevancia”, realizada durante el debate del Estatuto en 1931, se encuentra todo el andamiaje de la metáfora científica con la que Ortega sustituyó a partir de España invertebrada la anterior metáfora lírica empleada en la gigantomaquia nacional. En esa obra, tan profusa como parcialmente citada, hay además otras afirmaciones, como la comparación de la política de Castilla a la de Cecil Rhodes, fundador de la Rhodesia del apartheid, el elogio de la guerra como estímulo de la nación semejante al de los virus, o la reclamación de “purificación y mejoramiento étnicos” como remedio más eficaz que las “mejoras políticas” para producir un “afinamiento de la raza”.

Advertidos contra la gigantomaquia nacional y contra sus metáforas, que el franquismo persiguió traducir en asfixiantes realidades, los no nacionalistas entendieron que el punto de encuentro con los nacionalistas de cualquier nación era un entramado institucional libremente pactado cuyas reglas comprometieran a todos. A más metáforas nacionalistas, a más invocaciones a desafecciones y fatigas predicadas de los protagonistas de la gigantomaquia nacional, la respuesta solo podía ser instituciones más incluyentes, instituciones más respetadas, instituciones más democráticas. Pero los Gobiernos de José María Aznar decidieron que las instituciones no eran suficiente, que había que sacar al ruedo de la gigantomaquia nacional a la nación española y echarla a reñir con las otras naciones, y sembraron el país de enfáticas banderas y promulgaron decretos para fijar la historia. Llegaron los Gobiernos de Rodríguez Zapatero, y su respuesta consistió en desmantelar el entramado institucional que los no nacionalistas defendían como el punto de encuentro con los nacionalistas, abriendo un atropellado proceso de reformas estatutarias que al final solo alumbraron unas instituciones menos incluyentes, menos respetadas y, seguramente, menos democráticas.

Una cosa es segura: esta crisis no es el resultado de un destino, sino de una política

Cataluña no estaba en la calle el 11 de septiembre, como tampoco España estaba en los toros cuando la derrota de Cuba y Filipinas. Pero, al igual que en 1898, el hecho de que muchos, muchísimos catalanes ejercieran el derecho de manifestación que garantiza la Constitución de 1978 se ha convertido en el banderazo de salida a una desquiciada carrera de metáforas, esta vez sobre el ser de Cataluña, aunque es de prever que pronto le seguirán las del ser de España. La única noticia política, estrictamente política, en esta nueva tufarada de la gigantomaquia nacional es que el presidente de la Generalitat, Artur Mas, ha convocado anticipadamente las elecciones autonómicas. Es lo correcto, no porque esas elecciones vayan a sustituir a un referéndum; es lo correcto porque la manifestación del 11 de septiembre interpelaba en primera instancia al Gobierno de Convergencia, y el Gobierno de Convergencia no le ha dado traducción institucional salvo el recurso a las metáforas. El programa con el que Convergencia llegó a la Generalitat no es el mismo que alienta ahora en la calle, aunque asegure que se limita a escucharlo desde los despachos. Quizá el programa que alienta ahora en la calle sea el que prefieran mayoritariamente en las urnas los catalanes. Pero quizá no lo prefieran. Y mientras el Gobierno de Convergencia no resuelva esa incógnita no está en condiciones de exigir al resto de los partidos que la resuelvan, empujándolos a polemizar sobre si hay que reformar la Constitución en un sentido federal o hay que mantenerla como está.

En cualquier caso, una cosa es segura: esta crisis no es el resultado de un destino, sino de una política. Ninguna nación, con o sin gigantomaquia, nos ha arrastrado hasta aquí porque hasta aquí solo nos ha arrastrado una confrontación de programas en la que unos llevan la delantera y otros pierden posiciones. Si Convergencia ha apostado por la independencia y desea convertir esa apuesta en el eje principal de su programa, la responsabilidad que ha asumido le exige hablar a los ciudadanos políticamente, no metafóricamente. Le exige abandonar las alusiones sentimentales a rumbos, surcos, estelas y caminos, y exponer razonadamente sus puntos de vista sobre fronteras, aduanas, cuotas y visados; le exige poner fin a las invocaciones líricas a horizontes radiantes, voluntades de ser, heroicas resistencias y destinos propios, y explicar cómo conjugará las libertades individuales y las exigencias de la construcción nacional. Puede que el tiempo de los no nacionalistas que defendieron unas instituciones hoy definitivamente maltrechas haya quedado atrás. Si fuera así, lo único que les resta es dejar testimonio para quienes vengan después de que también esta vez todo pudo ser de otra manera.

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