Familia y bienestar en horas bajas
En España, este baluarte contra los estragos de la crisis tiene también un lado oscuro que afecta tanto a las intervenciones en sí como a las implicaciones de las mismas a medio y largo plazo
No cabe dudar de la seriedad de la crisis económica, social y política en la que se encuentra inmersa España. Es con toda probabilidad la peor crisis de este tipo vivida aquí en más de medio siglo, cuya gravedad no radica tanto en los niveles de vida vigentes en el país —por el momento bastante altos en términos relativos—, sino en la pérdida de ilusión y confianza que tiene la gente en sus gobernantes y en el futuro ante una espiral negativa aparentemente sin fin.
Ante esta situación no deja de sorprender la relativa falta de signos de desintegración social que se puede observar y el mantenimiento de cierta apariencia de bienestar. Ello se debe sin duda al papel que desempeñan en la sociedad el sistema de pensiones, el seguro de desempleo, la economía sumergida y la familia. De ellos, los primeros dos pueden estar ya en la senda de futuros recortes. El tercero, de largo abolengo, reporta beneficios únicamente a la parte de la población que participa en ella y sus costes para la sociedad pueden superar ampliamente a sus beneficios.
Sorprendentemente, para todos aquellos que veían en el declive irremediable de la familia una especie de mandato histórico y fuente de liberación de las personas, la familia hoy está más presente en la vida de los españoles que nunca. En realidad, nunca ha dejado de ser una de las claves de la vida del país. Aquí existe una familia fuerte donde la lealtad al grupo tiende a primar sobre el individuo. Se trata de un tipo de familia característica del sur y de una parte del este de Europa que contrasta con la familia débil, que predomina en el oeste y norte del continente y en el mundo anglosajón, donde el valor del individuo y del individualismo tiende a primar sobre las lealtades de grupo. No se trata de debatir los méritos de estos distintos sistemas familiares, sino de constatar una existencia con hondas raíces históricas, una cierta impermeabilidad a las fuerzas de cambio y una indudable relevancia en la actualidad. Los profundos cambios habidos en la vida familiar en estas últimas décadas apenas han tocado la importancia de las lealtades intrínsecas que dan cohesión a la misma.
La prolongada dependencia juvenil no promueve una cultura de responsabilidad
No resulta sorprendente, pues, que en momentos de crisis de instituciones, de valores y de la sociedad, la familia brille como una institución sólida y digna de confianza. Se trata de una institución que existe básicamente al margen de las políticas, del sistema político, de las clases sociales y de la economía predominante. Las intervenciones de la familia afectan a personas de todas las edades y condiciones, pero en la situación actual la clave de su importancia se percibe ante todo entre jóvenes adultos y ancianos.
Los niveles de desempleo cercanos al 50%, amén de un subempleo cada vez más extendido, parecerían indicar una situación desesperada entre los jóvenes. Sin embargo, apenas se percibe esa desesperación, salvo tal vez en su estado anímico: las calles están repletas de ellos, participan en botellones y fiestas como siempre han hecho, viajan y procuran pasárselo bien. ¿Cómo se lleva esto en una situación de desempleo y subempleo tan elevados? Pues, por la sencilla razón de que son sus familias las que costean estos y otros muchos gastos. La estancia de los jóvenes en sus casas paternas se viene prolongando desde hace más de dos décadas, tendencia que la crisis actual no ha hecho sino acelerar. Lo que ha ocurrido es que, ante la falta de perspectivas laborales y la prolongación de la vida en formación, las familias les han acogido en su seno de forma natural, sin fisuras ni discontinuidades. ¿Vive mejor un joven en el norte de Europa, donde existen amplias oportunidades de empleo y posiblemente políticas sociales que faciliten su autonomía, o en el sur, sin empleo ni políticas sociales, donde la familia se hace cargo de los costes de alojamiento y de comida, y a menudo de los gastos de ocio y diversión de los mismos? La respuesta aquí dista mucho de ser clara. Sin entrar en las razones de fondo para esta permanencia en casa paterna, no cabe duda de que la intervención de la familia actúa como cortafuegos eficaz contra los estragos del desempleo y falta de oportunidades para jóvenes en el país. Es, además, un apoyo que continúa más adelante en la vida cuando surjan problemas laborales o matrimoniales de estos mismos jóvenes.
La familia ha sido siempre clave para la salud y bienestar de los ancianos, bien mediante intervenciones directas (corresidencia, transferencias de dinero, etcétera) o mediante su participación activa en la vida diaria de los mismos. Existen abundantes estudios que demuestran que el grado de intervención de la familia en la vida de los mayores es muy superior en el sur de Europa y que ello tiene implicaciones para su salud y bienestar. Nada de ello es nuevo, claro está, aunque sí que es nuevo el aumento en el número de ancianos en la sociedad y por consiguiente en la carga relativa que suponen para las familias. Caso de que se reduzcan en el futuro las pensiones o las prestaciones de salud, no cabe duda de que la familia también se implicará en la medida de sus posibilidades. Aquí son las mujeres las que suelen actuar como eje vertebrador de toda intervención de la familia.
¿Hasta cuándo podrá la mujer seguir siendo ese eje fundamental de la vida familiar?
No se trata aquí de lanzar un panegírico de la familia. Este baluarte contra los estragos de la crisis tiene también un lado oscuro que afecta tanto a las intervenciones en sí como a las implicaciones de las mismas a medio y largo plazo. En cuanto a los jóvenes, cabe preguntarse si tanto apoyo familiar no habrá contribuido a aumentar los costes de oportunidad para la salida del hogar paterno, abonando así el terreno para una cultura de aversión al riesgo y de comodidad tan extendido entre muchos jóvenes adultos. De ser así, la familia se convertiría en factor causante, al menos en parte, del desempleo existente y de la preocupante falta de asunción de responsabilidad personal de muchos jóvenes. El retraso en convertirse realmente en adultos —¿se puede ser adulto de verdad mientras se dependa de la familia?— tendrá implicaciones adversas para la reproducción y probablemente para otros aspectos de la vida adulta. Una prolongada dependencia de los jóvenes con respecto a sus familias contribuye poco a promover una cultura de responsabilidad individual y de autonomía personal tan importantes a la hora de enfrentarse a la vida. También cabe preguntarse hasta qué punto podrán seguir las familias interviniendo así en la vida de sus jóvenes cuando el desempleo empiece a afectar a padres ya de edad madura.
Se plantean otros interrogantes con sombrías implicaciones que merecen nuestra consideración. ¿Hasta cuándo podrá la mujer seguir siendo, sin mucha colaboración de los hombres, ese eje fundamental de la vida familiar, tanto hacia la generación de los jóvenes como hacia la de los ancianos? El esfuerzo económico que realiza la familia con respecto a sus jóvenes viene precisamente a una edad de los padres en la que deberían de estar ahorrando para su propia vejez incierta en duración y salud. Podría tratarse de una especie de bomba de relojería cuyas implicaciones solo se verían en el futuro. Por fin cabe preguntarse, ¿cómo va a gestionar la familia el apoyo a sus mayores en una situación en que el número de mayores es cada vez más elevado con respecto a los miembros de la familia en condiciones de colaborar?
Ninguno de estos interrogantes tiene respuesta fácil. Lo que está claro, sin embargo, es que la familia española es la que es, con sus luces y sus sombras, y poco va a cambiar en el futuro. Considerando su importancia para la vida de los jóvenes y los ancianos, en estos momentos de dificultades la sociedad española se juega mucho en facilitar en lo posible que pueda seguir desempeñando esta labor, sin por ello olvidar las implicaciones tan importantes —y a menudo tan sombrías— que estas intervenciones y otras dimensiones de la familia no tratadas aquí puedan conllevar.
David Reher es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid y Director del Grupo de Estudios Población y Sociedad (GEPS).
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