España tiene solución
Lo que toca ahora es retomar el impulso reformista que ha inspirado estas últimas tres décadas, no el pesimismo antropológico.Todo ello requiere identificar cuidadosamente las reformas que se quieren acometer
Sólo hay dos maneras de situarse frente a la actual crisis: una, racional, basada en la autocrítica, y otra, irracional, basada en la autoflagelación. La primera aspira a comprender lo sucedido e introducir las reformas que eviten su repetición. La segunda, puramente emotiva, se construye sobre el victimismo y el deseo de desagravio, sea individual, profesional, de clase, territorial o colectivo (lo que me han hecho a mí, a los míos, a mi grupo, a mi identidad colectiva). Una, intenta entender qué normas hay que introducir y qué diseños institucionales hay que modificar para lograr que los agentes políticos, económicos y sociales se comporten de forma éticamente correcta y socialmente útil. La otra, se conforma con atribuir la crisis a las motivaciones individuales de políticos (corruptos), empresarios (rentistas), sindicalistas (anquilosados), y así sucesivamente. Adoptar la primera posición obliga a abrir un debate que permita atribuir las responsabilidades de forma adecuada y diseñar los mecanismos e instituciones correctores. Adoptar la segunda significa consumirse en un debate estéril sobre los defectos de un supuesto carácter nacional que, al parecer, explicaría toda nuestra historia. La primera posición nos sacará de la crisis, la segunda nos hundirá aún más en ella. Y, sin embargo, a decir que lo que vemos y escuchamos, no parece en absoluto evidente que estemos embarcados en el camino del reformismo, sino más bien en el de la melancolía.
¿Por dónde comenzar el rearme? Dejando bien claro que esta crisis no la explica el carácter nacional, los Austrias o la guerra de Cuba. Estados Unidos también ha tenido una burbuja inmobiliaria que ha dejado cientos de miles de trabajadores sin empleo y decenas de miles de casas vacías, por no hablar de la captura de la política por parte del dinero, que ha superado todas las cotas de obscenidad democrática. Suecia, que sin duda representa una de las formas de vida más avanzadas de este planeta, también tuvo que crear un banco malo, colocar allí los activos tóxicos y sanear el sector financiero. Alemania, a quien parece que tan sucesiva como esquizofrénicamente admiramos, envidiamos y odiamos, tampoco se ha librado de la lacra de la corrupción, especialmente de la mano de sus grandes empresas, del fraude fiscal entre los más adinerados o de los ministros plagiadores de tesis doctorales. En el Reino Unido, cuna de la democracia, la transparencia y el buen gobierno, los diputados han demostrado ser unos caraduras capaces de pasar sus gastos de jardinería a la Cámara de los Comunes mientras que la prensa amarilla se ha hinchado a pisotear los derechos fundamentales de los ciudadanos con escuchas telefónicas ilegales. ¡Vaya con el planeta anglosajón, escandinavo y protestante!
Las reglas del juego importan más que las motivaciones individuales y la psicología colectiva
¿Qué lecciones extraemos de todos estos casos? (además de que el casticismo se cura con política comparada). Que las reglas del juego importan más que las motivaciones individuales y la psicología colectiva. Sean ángeles o demonios, les mueva el altruismo o el afán de lucro, políticos, empresarios y ciudadanos basan sus decisiones en los costes y beneficios que anticipan o sufren por esas acciones. La España nacida de la Constitución de 1978 acometió transformaciones de enorme calado que han alcanzado todos los ámbitos de la vida política, económica y social. Desde fuera de España, muchos han observado con admiración esos cambios y señalado con qué naturalidad los españoles han hecho cosas que muy pocos países han sido capaces de hacer, y menos de forma simultánea. Pocos países del mundo se han democratizado, descentralizado y abierto al exterior de una manera tan profunda, tanto en lo político como en lo económico en un periodo tan breve de tiempo. En España, además de todo ello, se construía a la vez un Estado social avanzado, con un sistema de pensiones, desempleo, sanidad y educación pública de primera clase, se vertebraba el territorio y se ponía en marcha un amplísimo marco de derechos y libertades personales.
Pese a la profundidad de la crisis actual, es indudable que este sistema político nos ha dado los mejores años de la historia de España. Cierto que los políticos de la transición y sus sucesores dejaron tareas pendientes y cometieron errores de bulto pero, con todo, sus logros, que son también los de la sociedad en su conjunto, son admirables. En una sociedad abierta se parte del supuesto de que el conocimiento humano es limitado y, por tanto, se acepta con naturalidad que las instituciones deben cambiar en paralelo a cómo lo hacen las circunstancias y las personas que las vieron crecer. Por eso, lo que toca ahora es retomar el impulso reformista que ha inspirado estas últimas tres décadas, no el pesimismo antropológico de los escritores de la generación del 98 que algunos tan empeñados están en poner de actualidad.
Todo ello requiere identificar cuidadosamente las reformas que se quieren acometer. Y no se trata tanto de reformar radicalmente el sistema electoral, que parece haberse convertido en el mantra que todo lo explicaría, pues la experiencia comparada nos dice que sistemas electorales distintos consiguen resultados muy iguales y al revés (piénsese en Reino Unido y Dinamarca, que tienen Parlamentos que funcionan y políticos responsables a pesar de tener uno un sistema mayoritario y el otro uno proporcional), sino de retocarlo para corregir algunos de sus defectos más señalados, como el excesivo número de circunscripciones de muy pequeño tamaño, que provoca un efecto mayoritario muy acusado.
Habría que acometer la despolitización de la administración pública
Claramente, necesitamos una reforma política, pero más que tirarlo todo abajo, se trataría de cambiar las estructuras de incentivos existentes actualmente para: primero, forzar una mayor independencia de los cargos electos y militantes frente a las cúpulas de sus partidos, lo que podría lograrse condicionando las subvenciones públicas a los partidos a la existencia de una verdadera democracia interna; segundo, acometer la despolitización de la administración pública, lo que requiere separar claramente las estructuras políticas y administrativas que coexisten en la actualidad dentro de ella; tercero, lograr que el Parlamento y sus comisiones se conviertan en el lugar donde efectivamente se controle la acción de gobierno, no el lugar donde se amplifique esa acción; cuarto, garantizar la independencia de las instituciones y poderes de del Estado que tienen que controlar a los políticos, lo que se puede lograr combinando mandatos largos o vitalicios con renovaciones parciales; quinto, implantar el máximo de transparencia en la gestión de lo público, de tal manera que los gastos y contratos de cada administración pública pueda ser controlados de forma efectiva y en tiempo real por cualquier ciudadano o institución; sexto, completar el Estado autonómico con un sistema fiscal que, independientemente de si lo llamamos federal o no, deje bien claro ante los ciudadanos quién hace qué, con qué recursos se paga y, por tanto, a quién han de pedir cuentas.
Entre otras cosas, esta crisis nos obliga a revisar las competencias y recursos de los que disponen los tres niveles de gobierno que tenemos: el europeo, el nacional y el autonómico. Unas competencias se recentralizarán, otras se descentralizarán, otras se coordinarán con mecanismos distintos y todas deberán financiarse de forma sostenible. Ello requiere un debate y una negociación, que no ha de ser dramática ni existencial. Incluso, si a pesar de ello, algunos quieren optar por la independencia, es una opción legítima con la que, como muestran Canadá y otras democracias, se puede convivir, eso sí, dentro de unas reglas del juego y normas tan democráticas como esas mismas aspiraciones, no con apelaciones a agravios históricos, las esencias o la identidad.
Las soluciones a todos los problemas que tiene España son, por naturaleza, imperfectas e incompletas, difíciles de alcanzar, complejas de mantener y requerirán ajustes posteriores. Pero hay, al menos, dos razones para el optimismo: una, que su solución no exige el heroísmo ni el sacrificio sino el concurso colectivo de todos y cada uno de nosotros, cada uno en su ámbito de responsabilidad; dos, que los problemas que nos acosan hoy no son, objetivamente, más difíciles que aquellos que hemos resuelto en nuestro pasado más inmediato de forma satisfactoria. Si España tiene solución es porque, afortunadamente, ya no es el problema ni tiene un problema, sino, como todos los demás países de su entorno, muchos problemas a cuya solución dedicarnos.
José Ignacio Torreblanca es profesor de Ciencia Política en la UNED.
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