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Tribuna
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Esperando a la Constitución

Los retrasos del TC en sus resoluciones son excesivos y afectan a leyes de trascendencia social

Marc Carrillo

Esperar a la Constitución es lo que en la actualidad le ocurre a poderes públicos y a particulares para intentar ver satisfechas sus pretensiones. Pero esta espera se hace desesperadamente prolongada hasta que la norma suprema pueda desplegar sus efectos. No solo frente a una ley recurrida ante el Tribunal Constitucional, o en relación a los conflictos competenciales entre el Estado y las Comunidades Autónomas; sino también con respecto a sentencias de los órganos judiciales que el ciudadano considera lesivas de sus derechos fundamentales. Es una obviedad, pero cuando una constitución se aplica tarde por la jurisdicción constitucional encargada de asegurar su eficacia jurídica, el Estado democrático tiene un problema grave. Y lo es porque afecta a una de las señas de identidad de la constitución, como es su carácter normativo y su exigibilidad jurídica ante los tribunales. Una constitución que el Tribunal Constitucional tarde en aplicar pierde legitimidad política y corre el riesgo de devenir, como decía Loewenstein, en una constitución nominal, es decir, aquella que en realidad no se aplica.

¿Se encuentra ya la Constitución española de 1978 en esta tesitura? La verdad es que la impresión que el ciudadano políticamente activo y consciente de sus derechos y obligaciones puede tener de los retrasos del Tribunal Constitucional, ha de ser de una notable desesperanza sobre su eficacia real. Incluso, ante la pavorosa crisis económica que asola al país, su nivel de decepción ha de ser más intenso y no es imposible que llegue a preguntarse si realmente la Constitución existe, como recientemente me apuntaba el profesor Pedro Jover. Es probable que la situación no llegue de momento a este extremo, pero los retrasos que sigue padeciendo el Tribunal en sus resoluciones son excesivos y afectan a cuestiones pendientes relativas a leyes de gran trascendencia social. Este es el caso, por ejemplo, de la Ley de Salud Sexual y Reproductiva, que estableció una nueva regulación a la interrupción del embarazo, aprobada hace más de dos años; o, de la Ley que reconoce el derecho al matrimonio entre parejas homosexuales, aprobada hace nada menos que siete años.

Pero vayamos a los datos que ofrecen las sentencias que hasta principios de julio ha dictado el Tribunal Constitucional sobre leyes. La mayoría de aquellas han enjuiciado la constitucionalidad de normas que fueron aprobadas entre 1999 y 2002. Un retraso medio de 10 años comporta que en más de una ocasión, cuando el Tribunal ya ha decidido sobre el recurso, lo está haciendo respecto de una disposición que en ese largo lapso de tiempo ya ha sido modificada, es decir, que se está pronunciando sobre un derecho histórico. Esta circunstancia hace que el recurso de inconstitucionalidad presentado contra una ley, si esta es estatal, no preocupe en exceso a sus autores, porque mientras tanto no podrá ser suspendida a diferencia de lo que puede ocurrir si se trata de una ley de una Comunidad Autónoma. Con lo cual, la ley o el decreto-ley estatales aprobados en su momento, siempre podrán resultar útiles en términos políticos para quienes los promovieron, más allá de que el Tribunal, transcurridos 10 años, llegue incluso, a declarar contrarios a la Constitución algunos de sus preceptos.

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Una Carta Magna que se tarde en aplicar pierde legitimidad política

En la resolución de los conflictos entre el Estado y las Comunidades Autónomas que se producen no solo a través de leyes sino también mediante disposiciones de rango inferior (decretos, órdenes), las sentencias dictadas en lo que va de año también reflejan un notorio retraso. La mayoría se refieren a aquellas que fueron aprobadas entre 2005 y 2008 aunque, por supuesto, también hay otras de años anteriores y muy pocas de los más recientes: total, una media de retraso de unos cuatro años para decidir a quién corresponde la competencia. Lo cual no es precisamente un buen dato, tratándose de un Estado que como el español, se pretendió que fuese políticamente descentralizado, y en el que tanto la Administración central como la de las Comunidades Autónomas deberían disponer de la mayor seguridad y certeza sobre lo que les corresponde regular y gestionar. Cierto es, que la distribución de competencias diseñada por la Constitución y concretada por los Estatutos no ha facilitado las cosas al Tribunal que ha asumido una carga que no le correspondía.

Como también lo es que al igual que ocurrió con el recurso de amparo en Alemania, en España la acumulación de estas demandas individuales de tutela de derechos (en 2006, ingresaron nada menos que 11.471) hizo que el Tribunal tuviese que desatender el juicio sobre la ley y los conflictos competenciales. La reforma del amparo de 2007, que refuerza la condición de los jueces y tribunales ordinarios como sede natural de garantía de los derechos ha de permitir revertir la situación. Pero todavía el retraso es mucho para un tema tan sensible como los derechos fundamentales: las sentencias de este año se refieren en su mayoría a actos de los poderes públicos que fueron recurridos en amparo entre 2006 y 2010, o sea una media de casi cuatro años.

Conclusión: una constitución “viva” no puede ser objeto de mucha espera y ello es una responsabilidad para los poderes públicos y un reto para el Tribunal Constitucional renovado.

Marc Carrillo es Catedrático de Derecho Constitucional Universidad Pompeu Fabra.

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