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Tribuna
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Despedirse del zapaterismo

El invento de Zapatero podía caerle bien a una sociedad que creía vivir en la abundancia

Si hipotecamos una sociedad, luego no pretendamos un lugar bajo la rama dorada. Lo que quedaba del zapaterismo acaba de evaporarse con celeridad notable y asistencia metódica de la nueva dirección socialista, como en un juego ilusionista. Solo quedan unas gruesas gotas como de humedad condensada a la salida de un sistema de refrigeración de aire. El zapaterismo se ha ido pero no sabemos exactamente por dónde ni por qué vino. La misma sociedad que casi instintivamente hace tabla rasa de los años del zapaterismo es la que tampoco puede demostrar fiarse realmente de sus propias capacidades cívicas. Al solaparse ese adiós fulminante al zapaterismo con los efectos de la crisis económica habrá que pensar que aquellos años fueron ideales para entrar a ciegas en el túnel, con prioridad sobre los esquemas, intenciones, candores o perversiones que se fueron atribuyendo a la acción de gobierno de Zapatero.

El zapaterismo ha sido uno de los trampantojos más elementales de la España de nuestro tiempo, un componente tan fundamental como virtual de una arquitectura que comenzó a desmoronarse a un ritmo de escalofrío hasta desaparecer bajo las aguas como una Atlántida naif, costosa, improvisada y contraproducente. Llegó casi por azar con las elecciones posteriores al atentado de Atocha, pero parecía hecho a medida. Hasta cierto punto, eso fue lo que quería algo así como la mayoría de los votantes, una mayoría no absoluta pero complementada con sectores que directamente no votaban al PSOE de Zapatero y que en algunos casos ni tan siquiera se identificaban con lo que fue la izquierda. Así pretendió operar al margen del ya dificultoso fair play entre centroizquierda y centroderecha.

Más que un reflejo ideológico, sus orígenes eran fruto de sucesivas contracciones del cuerpo social, aceleradas en el tiempo, nutridas de una cultura mediática autocomplaciente, mitad narcisista y mitad partícipe aunque en el fondo del todo indiferente, para no contradecir a los hijos o a los nietos, para no verse identificada con los valores estrictamente materiales o con el individualismo cortoplacista que era lo ciertamente mayoritario. En fin, consecuencia directa de un poder adquisitivo que parecía sobreverter la cueva del tesoro de un país que no es rico en recursos ni posee aquel poso que es propio de sociedades cuya riqueza es de permanencia y continuidad en el tiempo.

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El zapaterismo tuvo sus elementos de emocionalismo pionero

El zapaterismo fue un invento que ocupó fugazmente un vacío y que en no poca medida tranquilizaba la falta de solidez propia de un mundo advenedizo. En sus aspectos más decorativos, podía caerle bien a una sociedad que creía vivir en una abundancia inagotable. Si costaba caro, el Estado proveía y ya se sabe que la ciudadanía entonces difícilmente asumía que el dinero público procede del bolsillo de los contribuyentes para sufragar la Seguridad Social, el sistema educativo e incluso las verbenas del pueblo.

Hubo quien temió un carácter sistémico del zapaterismo. Intentaba erráticamente representar un nuevo modelo de Estado —caso del segundo estatuto catalán— o la transformación del terrorismo de ETA en un ente dialogante. Pero principalmente, hasta la caída en el camino entre Damasco y Bruselas, fue el tobogán para irse deslizando sin darse cuenta por la crisis que se negaba. Después hemos constatado que la práctica colectiva de la indiferencia o de mirar para otro lado para evitar decisiones difíciles acaba por menguar la voluntad de una nación.

Zapatero ganó sus primeras elecciones necesitando el sustento parlamentario de una heterogeneidad de suma difícil. Y sin un claro mandato electoral acabó propugnando transformaciones en consensos que marcaban la centralidad de la política española desde el retorno a la democracia. Tanto la formulación de esos gestos como la reacción de no pocos sectores sociales afectados representó una malversación de energías colectivas que el Partido Popular, en la oposición, tardó demasiado en reasumir y redefinir en términos del nuevo paisaje político. Los elementos menos gaseosos del zapaterismo pervivieron así, sin que la oposición de centro-derecha asumiera la alternativa de perfilar una presencia discursiva. El regate corto devoró las posibilidades, si acaso, de una macroestrategia. Mientras Zapatero se autocomplacía en el lenguaje de los gestos, la oposición hacia poco por renovar el lenguaje de las ideas.

Hace años, los teóricos de la derecha liberal-conservadora se referían a menudo a una célebre tesis italo-marxista: primero hay que ganar en el territorio de las ideas para luego conseguir los respectivos vuelcos electorales. Si la tesis era cierta, ahora lo es muchísimo menos debido a los procesos de fragmentación de la opinión pública y a la volatilidad de los estados de ánimo colectivos. El emocionalismo es hegemónico. Empapa toda la política, incluso la política internacional, reino por excelencia del realismo. Paradójicamente, el zapaterismo tuvo sus elementos de emocionalismo pionero, pero se está despidiendo sin nadie en el andén que agite un pañuelo y luego se enjugue una lágrima.

Valentí Puig es escritor.

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