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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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La investigación, ¿un lujo en tiempos de crisis?

Una política sensata de la ciencia debería aumentar todo tipo de exigencias, fomentar las jubilaciones anticipadas de los menos productivos e incorporar nuevo personal exigiendo estrictos criterios de excelencia

EULOGIA MERLE

Hace un par de décadas, un parlamentario del norte de Europa se permitió cuestionar con sarcasmo para qué quería nuestro país más ayudas a la industrialización si, de cualquier modo, “en el futuro, en España sólo habría camareros y toreros”. Aquello fue una salida de tono pero reflejaba la visión que Europa tenía de nosotros. Sin embargo, durante los noventa y los primeros años de este siglo nuestros gobiernos reaccionaron y la inversión pública española en ciencia escaló posiciones y pareció conjurar el espectro del toro y el hotel. Más aún, en la Cumbre Europea de 2002 España impulsó una resolución para que las inversiones en este campo aumentaran progresivamente hasta alcanzar en 2010 el 3% del PIB. A pesar de ello, las políticas nacionales fueron erráticas e incapaces y nuestro país nunca logró el liderazgo científico. Las inversiones en aeropuertos, AVEs y parques temáticos fueron enormes en comparación con las realizadas en escuelas, universidades o parques tecnológicos. El resultado fue que el gasto de España en ciencia no excedió nunca el 1,3% del PIB, permaneciendo tozudamente inferior a la media europea (1,8%) y misérrimo comparado con el de Francia (2, 2%), Alemania (2,8) o Finlandia (4%), y el número de investigadores no superó los 7 por cada mil empleados, cifra inferior a la de Eslovenia o Portugal y aproximadamente la mitad de la de los países más desarrollados de la UE.

Hace poco, en Barcelona se reunió la Liga de las Universidades Europeas de Investigación (LERU), un selecto club formado por la veintena de universidades del continente con un mayor nivel científico. Entre ellas se encuentra la UB, única universidad española que tradicionalmente logra situarse entre los ránkings de las 200 mejores del mundo. Esto podría ser una llamada al optimismo. Sin embargo, las estadísticas indican que ni siquiera esta universidad se halla en situación de competir: mientras que por cada 100 estudiantes las universidades de la LERU tienen en promedio 11 docentes, y algunas aventajadas como la de Cambridge superan la treintena, la UB sólo dispone de 6. La semilla para el futuro en ciencia, y en buena medida su fuerza motriz, son los estudiantes de doctorado. Pues bien, en Cambridge uno de cada tres estudiantes matriculados pertenece a este colectivo, mientras que en la UB sólo lo hace ¡uno de cada 20! Y éstas son las cifras de la universidad puntera de España; el resto de centros está peor. Lo malo es que la situación, incluso antes del estallido de la crisis, no apuntaba hacia una mejora. Durante la última década, el número de tesis doctorales leídas en España y la nota media de los licenciados que optan por investigar han disminuido cada año como consecuencia de la desincentivación que producen los sueldos bajos y el limitado prestigio social del investigador. ¿Cómo es posible entonces que hace pocos días la secretaria de Estado de Investigación, Carmen Vela, se permitiera proclamar que el sistema español estaba sobredimensionado y que debía ser “adelgazado”? Con toda rotundidad puede afirmarse que dicho sistema es hoy ya excesivamente “delgado” para los estándares europeos. Una dieta lo llevaría a la insuficiencia, por no decir a la anorexia, y, si algo reclaman los entendidos, es que se le eche más aliento.

En otras latitudes causa asombro la tolerancia del sistema español a la ciencia mal hecha
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Pero, ¿quiere esto decir que el sistema es eficiente y que su estructura resiste el cuestionamiento? Todo indica que no. Entre un 30 y un 50% de los investigadores españoles no logran ser evaluados positivamente en los peritajes de productividad del Ministerio (los denominados “sexenios”) y en promedio sus publicaciones reciben menos de 8 citaciones, un valor comparable al de los chilenos y muy por debajo de las 13 o 14 citaciones de suizos, daneses o norteamericanos. La frecuencia con la que científicos españoles son reconocidos internacionalmente parece contradecir estos datos, pero el problema es que los investigadores notables coexisten con otros cuya productividad es muy baja. En otras latitudes causa asombro la tolerancia del sistema español a la ciencia mal hecha. ¿Sus causas?: la estructura masivamente funcionarial del colectivo, la falta de incentivos a la excelencia y un sistema de gobernanza de universidades y centros de investigación dominado por el clientelismo.

Sí, hay defectos. Pero la manera de reparar una máquina con tornillos oxidados no es escatimarle combustible, como apuntaba la secretaria de Estado, sino echarle aceite y ajustar las tuercas flojas. Porque, cuando uno examina la escena actual, resulta cristalino que los países que están sorteando con éxito la crisis son también los que más han invertido en ciencia. España, Portugal, Italia, Irlanda, por no decir Grecia, han puesto su dinero en otras cosas y ahora están en aprietos. Se puede alegar que los países ricos son los que pueden darse el gusto de la ciencia, y de este modo entraríamos en una discusión sobre si es primero el huevo o la gallina, pero la lógica nos dice que esta pregunta es absurda: se precisa riqueza para tener buenas universidades y se requieren buenas universidades para que el país genere riqueza. Que este círculo virtuoso se complete depende de decisiones gubernamentales. En 1900 los estudiantes de los Estados Unidos acudían a Europa a hacer sus doctorados pues sólo una quincena de sus universidades ofrecía esta posibilidad. Una inversión masiva en ciencia a principios del siglo XX condujo a este país a donde ahora está. Lo mismo ha sucedido recientemente con el sudeste asiático. A esta región han retornado formidables contingentes de científicos formados en el extranjero a los que se les ofrecen buenos salarios y magníficas infraestructuras para que apliquen en casa lo que aprendieron afuera. Los resultados son tangibles: Corea del Sur produce hoy 36 veces más patentes por habitante que España y, en los ránkings universitarios, cada año se cuelan más universidades de Taiwán, China, India y Corea del Sur mientras las europeas ceden posiciones. Ninguno de los países que han invertido con decisión en este campo se halla hoy en recesión. La ciencia es parte de la solución.

Los países que están sorteando con éxito la crisis son los que más han invertido en ciencia

Pero al dinero hay que añadirle políticas adecuadas y apostar sin complejos por la excelencia. Algunos pasos se han dado en esta dirección, pero es preciso interrumpir inercias poderosas que anclan el sistema en viejos modos de hacer. En un escenario de recortes presupuestarios, diversas universidades han comenzado a reducir su personal investigador y, las que aún no lo han hecho, pronto se verán forzadas a seguir este camino. En este contexto hay que subrayar que la ciencia en España la llevan a cabo plantillas tan envejecidas que casi la mitad de sus miembros va a jubilarse en los próximos 10 años. El recambio son los investigadores jóvenes que hoy están realizando postdoctorados o que sobreviven con contratos precarios. Son un tesoro, pero también son el eslabón más débil de la cadena. Cuando un rector atribulado por los balances decide emplear la tijera, allí es donde le resulta más fácil cortar, como ya hemos visto suceder en algunas universidades. La consecuencia inmediata es el abandono o la fuga de cerebros. Si éste camino se generaliza, la ciencia española podría entrar en pocos años en una crisis sin precedentes al desproveerse del necesario recambio. Una política sensata de la ciencia debería aumentar las exigencias a sus investigadores, fomentar las jubilaciones anticipadas de los menos productivos y poner en marcha sistemas de incorporación de nuevo personal exigiendo estrictos criterios de excelencia.

¿Qué camino se va a tomar? Estamos en medio de una tempestad y los golpes de timón van a resultar decisivos a largo plazo. Que el barco llegue a buen puerto o que se quede a la deriva dependerá de la inteligencia de las decisiones que tomen tanto nuestros gobernantes como nuestros gestores universitarios. Y para ello es necesario un buen entendimiento entre todos. Que la secretaria de Estado ignore las cifras y que los rectores estén tan molestos con el ministro Wert como para darle un plantón cuando éste los convoca, como sucedió hace poco, no son buenas señales. El gobierno debe escuchar a los científicos, que son quienes más saben de ciencia, y las universidades deben apartarse del clientelismo y buscar, no con palabras sino con hechos, la excelencia científica. Sólo así saldremos del atolladero.

Àlex Aguilar es catedrático de la Universidad de Barcelona.

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