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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Reforma limitada

El Gobierno eleva las provisiones bancarias, pero deja sin capitalizar las inmobiliarias ‘malas’

Después de la convulsión del caso Bankia, el Gobierno presentó ayer su segunda reforma financiera, que supone un cambio significativo, aunque limitado, en el tratamiento de la crisis bancaria española. Las novedades de esta segunda ronda son la exigencia de nuevas provisiones para los activos inmobiliarios, esta vez los teóricamente sanos, para acabar con las sospechas de morosidad oculta; la disponibilidad de capital público, por un límite de unos 15.000 millones, al servicio de las entidades que lo necesiten para cubrir las nuevas provisiones; y una regulación, más bien tibia, de las inmobiliarias malas que carguen con los activos tóxicos. Para recuperar la confianza en la banca española, el Gobierno ha decidido encargar a dos sociedades independientes el cálculo de la cartera inmobiliaria de la banca, la sana y la dudosa.

El cambio político más significativo es la disposición de dinero público para alcanzar las provisiones requeridas. Es verdad que se pedirá un tipo de interés del 10% y una devolución a cinco años, pero la decisión supone un giro radical frente al discurso implícito en la primera ronda de la reforma que excluía la utilización de dinero de los contribuyentes. Esta decisión es razonable, puesto que la recuperación de la confianza en el sistema bancario es condición imprescindible para normalizar el crédito a familias y empresas. Hay que hacerse a la idea de que la quiebra de una entidad como Bankia acercaría la economía española a la intervención y obstaculizaría la recuperación de la economía más allá de 2015.

Ahora bien, la reforma anunciada ayer tiene dos problemas de partida que pueden comprometer su éxito. Exigir más provisiones (unos 30.000 millones más) tranquilizará probablemente a las autoridades europeas y dará más confianza a los inversores internacionales, pero implica una reducción de beneficios para todas y la entrada en pérdidas para algunas entidades. Siendo un coste con el que hay que contar, no todas las consecuencias del nuevo esquema financiero son beneficiosas. La otra cara de la moneda es que las sociedades inmobiliarias malas, al menos en principio, no recibirán capitalización. Si se obliga razonablemente a segregar el ladrillo del balance, lo lógico hubiera sido incentivar la aportación de capital nuevo a dichas sociedades mediante un esquema de protección de activos, que cubriese con avales públicos (retribuidos, naturalmente) las pérdidas o diferencias de valor de los activos en las que incurriese el financiador. Pero este esquema, inicialmente previsto, ha desaparecido del horizonte financiero. Las sociedades malas se quedan sin un incentivo para que acuda nuevo capital y, por tanto, su efectividad es una incógnita.

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Detrás de la segunda reforma se aprecian las huellas de la presión de la Comisión Europea, el Banco Central Europeo (BCE) y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Las tres instituciones han entendido correctamente que la situación de la banca española es muy delicada, no solo por el peso inmobiliario, sino también por el tremendo castigo que impone la recesión a los bancos. La morosidad puede aumentar el próximo año hasta el 13% y en ese escenario buena parte de la cartera de préstamos que hoy se califica como sana puede caer en el lado del impago.

El Banco de España es la institución que paga el coste político de esta decisión. Hay razones para ello, porque la autoridad monetaria ha sido incapaz de ofrecer un cálculo creíble del lastre inmobiliario en los balances bancarios y, en consecuencia, no ha sabido recuperar la confianza de los inversores. Pero no ha sido el único responsable. El castigo público del ministro de Economía (“el Banco de España ha tenido siempre mucho prestigio y lo volverá a recuperar”) resultaba innecesario. Aunque no fuera más que para evitar una imagen de enfrentamiento institucional.

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