La oposición y la calle
La dureza de la crisis no justifica los intentos de acallar toda protesta contra el Gobierno
Lejos de tender la mano a las propuestas de pactos de Estado para hacer frente al crítico estado de la economía, los máximos responsables del Gobierno pretenden silenciar a la oposición política. El presidente, Mariano Rajoy, utilizó el domingo un acto de su partido para pedirles a los socialistas que cierren la boca ("lo menos que podían hacer es callarse", dijo), después de que la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, les sugiriera la autoimposición de una suerte de arresto domiciliario ("si yo hubiera dejado así el país, me daría vergüenza salir de casa"). No se trata de desahogos en privado o comentarios de políticos poco avezados, sino de afirmaciones públicas de las dos principales cabezas del Ejecutivo.
Es grave, en una democracia, que el poder conmine a la oposición a callarse. Eso es lo que pretenden los regímenes autoritarios, ejercer el poder sin contrapesos. La democracia funciona por equilibrios, desde luego la española, cuya Constitución fija las reglas de la participación política y de la manifestación de la voluntad popular, y los actores llamados a encauzarlas: partidos políticos, sindicatos, asociaciones empresariales. Tratar de cerrarles la boca, desde la cúpula del poder, da la impresión de que corresponde a gobernantes con vacilantes convicciones democráticas o excesivos nervios.
Que la "herencia recibida" de Zapatero sea mala, lo es y mucho, no autoriza a dar por suspendido el normal funcionamiento de la democracia. Sobre todo si la oposición argumenta —y en eso no está equivocada—, que la mayoría de las medidas adoptadas por el Gobierno son contrarias a los planteamientos del PP en campaña electoral. Los planes con que llegó al poder no dan resultado inmediato y los que se anuncian ahora —como las subidas de impuestos— ni son el fruto de un compromiso con los ciudadanos ni han merecido mayores explicaciones por parte del presidente, fuera de la afirmación de que se adoptan porque la situación heredada es peor de lo esperado.
El intento de silenciar a la oposición parlamentaria se extiende a las críticas ejercidas desde sectores del PP al apoyo socialista a las marchas sindicales. Este argumento denota amnesia o desfachatez. El PP se lanzó a la calle en numerosas ocasiones contra el Gobierno socialista, sobre todo en 2005, cuando los jefes populares desfilaban tras las pancartas junto a los obispos que se manifestaban contra la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, ora en protesta contra la Ley Orgánica de Educación (LOE), ora en "defensa de la Constitución" y de la unidad de España. Todavía en 2009, dirigentes del PP se manifestaron contra la ley de ampliación del derecho al aborto. Rajoy asistió a algunas de esas demostraciones callejeras y a otras no, pero en la mayoría de las que estuvo ausente no faltó su llamada a los militantes para salir a la calle. ¿Con qué justificación truenan ahora?
Los políticos, empezando por los del Ejecutivo, harían bien en escuchar los mensajes procedentes de la calle sobre los males de una sociedad a la que se están aplicando remedios de caballo. El espacio público no debe quedar en manos de alborotadores ni de vándalos urbanos, sino de fuerzas cívicas que canalicen las protestas de manera ordenada, un método más inteligente que abandonar la calle a los grupos antisistema. El Gobierno tiene razón al afirmar que estamos viviendo uno de los momentos más duros para la economía, pero no se puede evitar que decenas de millares de personas salgan —como ayer, Primero de Mayo— contra una política de austeridad a ultranza, escasamente explicada por un Gobierno que lo fía todo al voto mecánico de la mayoría absoluta. Ese camino no va a servir para convencer a la mayoría social.
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