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Tribuna
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Los excesos de Bo Xilai

China vive el doble desafío del tránsito generacional y la obligación de elegir el camino final de su modernización

Xulio Ríos

En China, la confirmación oficial de las gravísimas acusaciones que penden sobre Bo Xilai y su entorno inmediato abunda en los excesos de una trayectoria marcada en gran medida por la controversia. Las ilimitadas ambiciones de Bo eran de dominio público hacía tiempo, al igual que las enormes reticencias que despertaba su comportamiento en buena parte del actual núcleo dirigente. Esa antipatía, abiertamente manifestada por algunos líderes con el rechazo a su nombramiento como viceprimer ministro en 2008, le llevó a exacerbar su astucia ideando una estrategia de asalto al poder apoyándose en un movimiento que por primera vez en treinta años plantaba cara a los clanes dominantes, sugiriendo otro rumbo político para el país. Bo se convirtió así en una amenaza que ponía en peligro la preservación del consenso que ha presidido la conducción del gigante asiático desde la década de los ochenta.

En realidad, su historia difícilmente podía tener otro final. Bo no era un ingeniero rojo al uso como muchos líderes coetáneos. Se formó en Historia Mundial en la prestigiosa Universidad de Beijing con un posgrado en periodismo internacional de la Academia de Ciencias Sociales. Su carrera política se inició en Liaoning (1984-2004), siendo posteriormente transferido al gobierno central (2004-2007) para desempeñar la cartera de comercio y concluyó con la jefatura del partido en un segundo exilio en la populosa Chongqing (2007-2012) que pretendió utilizar de trampolín para mejorar posiciones en el Buró Político, órgano clave del que pasó a formar parte en 2007. Sus largos e inusuales veinte años de periplo burocrático en aquella provincia del norte de China, protagonista de un largo proceso de reestructuración de las empresas estatales, estuvieron marcados por la obsesión de salir del ostracismo y emular la trayectoria de su padre, el inmortal Bo Yibo, autoemplazándose para una extemporánea misión salvadora de muy difícil realización.

Allá donde pisó, el balance de su gestión ofreció poderosas sombras. No en cuanto a los índices macroeconómicos, siempre al alza, bien es verdad que en una China en la que solo lo contrario sería una novedad, sino por la reiterada disposición a echar mano, sin escrúpulo alguno, de ciertos procedimientos asociados a una cultura política generosamente deudora del despotismo que si bien coyunturalmente podía depararle beneficios, a la larga hacía crecer la nómina de enemigos, internos y externos. Para muchos, los casos dados a conocer acerca de los graves delitos presuntamente cometidos en Chongqing no son tan sorprendentes a la vista de la conducta mantenida en los años noventa cuando jugó un destacado papel en la brutal represión del movimiento Falun Gong. No dudó entonces en servirse de él para llamar la atención de los líderes centrales prescindiendo de cualquier consideración ética o moral.

La suma de excesos pronto se transformó en visceral hostilidad de sectores influyentes del partido, disconformes con los caminos elegidos para una promoción heterodoxa no solo en sus formas pretendidamente modernas y carismáticas y alejadas de la discreción y la colegialidad al uso, sino también en sus contenidos. El recurso al maoísmo, a pesar de lo dramático de la propia experiencia familiar durante la Revolución Cultural, y el oportunismo mostrado para pescar en el río revuelto de las desigualdades y otras sombras de una reforma cuyos efectos perversos fueron habitualmente menospreciados, inquietaban sobremanera por cuanto estimulaban las diferencias internas y envenenaban el paisaje político haciendo renacer los peores fantasmas del partido.

Lo sucedido ilustra una preocupante fragilidad que hace más urgente habilitar a tiempo otras legitimidades

Aquellos antecedentes de lealtad extrema a la política oficial se recuerdan ahora al ponderar su tan celebrado combate contra la corrupción en Chongqing, en entredicho tras la supuesta implicación de su segunda esposa, Gu Kailai, y su hijo de vida licenciosa en la muerte a finales de 2011 del británico Niel Heywood por disputas económicas. Heywood, también ligado a una consultora fundada en 1995 por un antiguo miembro del servicio de inteligencia MI-6, era amigo de la familia Bo desde los tiempos de Liaoning. El novelesco relato incluye otras sustanciosas derivaciones que dan cuenta de informaciones comprometedoras desveladas por su segundo y ex mano derecha, el vice alcalde Wang Lijun, tras su rocambolesco refugio temporal en el consulado estadounidense en Chengdu, afectando a otras muertes (como la del profesor de piano de Gu con quien también tendría negocios comunes) y con responsabilidad directa en la gestión tanto de prebendas y muy selectivos favoritismos como en la brutalidad aplicada en la tan televisada lucha contra las mafias locales.

¿Se ha salvado China de un potencial tirano o se ha malogrado un valioso líder víctima de las rivalidades entre facciones? El cataclismo que se ha visto obligado a provocar el PCCh refleja la profundidad de los dilemas políticos del país. La sociedad china, cuyo especial activismo en la rumorología desatada por este caso motivó la más feroz campaña de censura en Internet de todos los tiempos, no puede permitirse el lujo de seguir encomendando su suerte a la bonhomía de una oligarquía providencial que administra la transparencia y el que llaman Estado de Derecho a su antojo ajustando cuentas con aquellos que no son de su agrado.

No se olvide que no solo estamos ante un caso de grave corrupción criminal, sino también ante el descalabro de una propuesta política integral (el llamado modelo Chongqing) que había logrado un eco nada desdeñable en sectores influyentes del propio PCCh como alternativa al modelo Guangdong, promovido por el ala más reformista. Es el episodio más grave de la reciente historia política china con una dimensión que se ha visto agrandada tras las apelaciones al ejército para mantener la disciplina y el respeto a las decisiones del partido. Diversas fuentes han llegado a identificar riesgos de confrontación en el sudoeste del país en virtud de supuestos ofrecimientos de protección a Bo por parte de algunas autoridades militares.

China vive actualmente una coyuntura crítica marcada por el doble desafío del tránsito generacional y la obligación de elegir el camino final de su modernización, sin margen apenas para obviar sus tensiones estructurales y anacronismos. Lo sucedido con Bo Xilai ilustra una contundencia sin miramientos pero igualmente una preocupante fragilidad que hace más urgente habilitar a tiempo otras legitimidades, superadoras de la confrontación oculta de plomizas y sospechosas luchas fratricidas con proyección en amplios escalones del entramado cívico-militar del .

El terminante catálogo de acusaciones parece condenar de antemano cualquier hipotética defensa de su supuesto ideario basada en una gestión que despertó simpatías en quienes celebraban un estilo emblemático y menos acartonado de lo usual o unas políticas que conectaban con el hastío público con la corrupción o el ansia de esa prosperidad común prometida por el PCCh y que no acaba de llegar. El movimiento que le daba cobertura y se beneficiaba de su proyección personal fue neutralizado y otra vez retornará a la periferia. Pero aun sin Bo Xilai, si las deficiencias que argumentan su predicamento no son resueltas, a nadie le sorprenda un posible efecto boomerang.

Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China

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