Crisis del Popular: ¿cómo se puede acabar con un banco de 91 años en una noche?
La pérdida de confianza en el Popular se reflejó primero en la cotización, y acabó convirtiéndose en una mortal fuga de depósitos que el presidente no fue capaz de frenar
El miércoles 7 de junio, muchos clientes del Banco Popular, que también eran accionistas, se acercaron a las oficinas para saber qué había pasado con la entidad. Se encontraron con que se había suspendido la cotización de las acciones, por lo que una de las preguntas más repetidas fue: “¿Cuándo van a volver los títulos a Bolsa?” Los empleados (de los que el 75% son accionistas y algunos con créditos para comprar los títulos, según fuentes de CCOO), también estaban confusos. Al poco, supieron la respuesta: nunca. El Popular, que llegó a ser el banco más rentable de Europa, dejó de existir en Bolsa.
Los confusos mensajes enviados por Emilio Saracho, (Madrid, 1955), presidente del banco durante 107 días, no transmitieron ni seguridad, ni tranquilidad a los clientes, a los inversores y a los empleados. Confió todo a una venta o una ampliación de capital que nunca llegó, y el mercado percibió que no había futuro para el Popular. Cuando aterrizó Saracho, el Popular ya estaba tocado por importantes problemas originados en los graves errores en la inversión inmobiliaria que cometió su antecesor, Ángel Ron, (Santiago de Compostela, 1962), que llegó al cargo en 2004. Ron contó con el apoyo de todo el consejo “para hacer un banco más grande apoyándose en el ladrillo”, apunta José María Martínez, secretario general de CCOO Servicios. En 2016, con los problemas a flor de piel, llegó la división interna y lucha fratricida del consejo, que debilitó aún más al Popular. Esta inestabilidad, avivada a través de algunos medios, ayudó a hundir la acción, sin que Saracho lo frenara. Pero lo más grave se mantenía en secreto: la fuga de depósitos, que pudo alcanzar los 18.000 millones según exaltos cargos de la entidad.
Lo que ha hecho única (y terrible) la historia del Popular es que haya desaparecido entre las 17,30 horas del 6 de junio (cuando valía 1.330 millones en Bolsa), y las 8 horas del miércoles 7 de junio, cuando ya pertenecía al Santander tras pagar un euro. La nueva legislación europea se ha estrenado en España (pese a que haya bancos zombis en Italia o Portugal desde hace tiempo), y ha hecho posible este truco de magia por el que en una noche una entidad con 147.000 millones de activos, 11.948 empleados y 1.739 oficinas ha pasado a manos de un competidor.
La operación ha arruinado a 305.000 accionistas y a los inversores, que tenían unos 2.000 millones en bonos convertibles y en deuda subordinada. Los supervisores europeos, junto con unos organismos desconocidos como la Junta Única de Resolución (JUR), fueron los maestros de ceremonia, que además se han felicitado porque no ha costado un euro al contribuyente.
El acto de defunción llegó cuando Saracho comunicó al supervisor a las 15 horas del martes 6 de junio que no tenía dinero para abrir las oficinas al día siguiente. La entidad había pedido liquidez a los supervisores, pero estos no se la concedieron; mejor dicho, el BCE le entregó efectivo por el 10% de los activos que cedieron como aval, un gesto que en el Popular se entendió como una señal de que ninguna autoridad le iba a ayudar. Su suerte estaba echada a pesar de que teóricamente era una entidad solvente, aunque con unos niveles de capital muy ajustados. Muchos expertos han criticado esta actitud incongruente de los supervisores.
Saracho llegó con la aureola de ser uno de los mejores banqueros de inversión de España. Cobró una prima inicial de 4 millones, tiene otra prevista de otros cuatro millones al término del contrato, y debía percibir 1,1 millón por ejercicio. “Pero no sabía nada de banca comercial, como el mismo admitía, y es un negocio con reglas diferentes”, dice un exalto cargo del Popular que pide el anonimato. Los que trabajaron con él coinciden en que no se dejaba aconsejar con frecuencia. “Es un hombre de éxito, inteligente, agudo, con frases brillantes, hecho a sí mismo, que con sus duros mensajes condujo el banco al límite”, define otro directivo. Ponen un ejemplo: en banca de inversión puedes hablar de miles de despidos, es parte de ese negocio; en el Popular decir eso es traumático para una plantilla con una antigüedad de décadas. Y recuerdan su durísimo mensaje en la junta de accionistas, en el que transmitió incertidumbre sobre el futuro del banco. Fuentes de los consejeros cercanos a Saracho creen que “haber sido más diplomático solo hubiera prolongado un poco el final del banco, pero estaba sentenciado. Dar mensajes positivos hubiera sido mentir”. Y añaden: “El mayor error fue mantener la independencia sin pedir ayudas al Estado. Quizá se hizo por mantener sus cargos”, algo en lo que coincide Martínez, de CCOO.
Entre los críticos, de dentro y fuera del Popular, el mayor error estratégico de Saracho fue dudar de la situación interna de la entidad en público. Desde que llegó, advirtió que había iniciado una retasación de los activos inmobiliarios para saber su valor y las necesidades de provisión. Con esta incertidumbre sin resolver, inició el proceso de venta del banco. “El mercado se temía sorpresas negativas”, apunta Carmelo Tajadura, economista y ex directivo bancario, “y provocó desconfianza en la clientela que realizó masivas retiradas de depósitos”. Para Victoria Torre, analista de Self Bank, Saracho dijo a todos “que el Popular tenía problemas, pero no los concretó. Así es muy difícil vender el banco o ampliar capital después de haber arruinado a los que había metido 5.450 millones en los últimos años”.
Esta desconfianza de Saracho se reflejó en que todos los documentos los hacía pasar por varios abogados. Además, ordenó la búsqueda de irregularidades en ejercicios anteriores. El 3 de abril anunció la revisión de las cuentas de 2016, en una cifra inconcreta pero de varios cientos de millones que afectaban a los beneficios y al capital. Ese día dimitió el consejero delegado, Pedro Larena, sin que hubiera sustituto. Para Ángel Bergés, socio de AFI, estos hechos “fueron la espita del final del banco, que desde entonces solo dio bandazos. Saracho llegó tras unas pérdidas en 2016 de 3.485 millones y, además, buscaba más problemas en el balance. Con este escenario, los que estudiaron su compra, depreciaron al Popular que quedó en valor negativo”.
El 20 de febrero, al llegar al banco, Saracho dijo: “Soy muy consciente de la alta responsabilidad que asumo”. Al marcharse, reconoció su “fracaso”. En la web del banco aún dice, con sarcasmo, que es “un modelo de negocio rentable y solvente”, pero la pérdida de confianza ha demostrado ser un arma de destrucción masiva capaz de acabar, en tiempo récord, con la sexta entidad del país.
Lecciones no aprendidas de la crisis
La caída del Popular demuestra que no se ha aprendido de los errores de la crisis financiera, pese a la ingente legislación redactada y la creación de un nuevo supervisor dentro del BCE con más de 1.000 empleados. “Ante una crisis se debe actuar con rapidez y realismo", según Aristóbulo de Juan, exdirector general del Banco de España y autor de De buenos banqueros malos banqueros (Marcial Pons, 2017). El Popular estuvo desde 2012 en el filo de la navaja, con ratios cercanos a las cajas de ahorros intervenidas porque tenía bajas provisiones y grandes activos tóxicos inmobiliarios, pero se le dejó seguir. “Los peores créditos siempre están ocultos”, explica además De Juan. Así ha ocurrido con el Popular, que solo admitía la morosidad cuando tenía recursos para provisionarla, sin más exigencias del supervisor.
Este experto también reclama firmeza cuando un banco entra en problemas porque es más costoso alargar su agonía. “Si los problemas de un banco mejoran, la tolerancia del supervisor puede ser sabia, pero si empeora, es un suicidio”, afirmó a EL PAÍS 13 días antes del final del Popular. Se cumplió.
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