El gran desdén
Los responsables políticos, en EE UU como en Europa, parecen ser presa de la sensación de que ni se puede ni se debe hacer nada
Llevo ya algún tiempo en esto de la economía. De hecho, llevo tanto tiempo en ello que todavía me acuerdo de lo que la gente consideraba normal en aquellos lejanos días de antes de la crisis financiera. Normal, por aquel entonces, era una economía que creaba un millón o más de puestos de trabajo cada año, lo suficiente para seguir el ritmo del crecimiento de la población en edad de trabajar. Normal era una tasa de paro no muy por encima del 5%, salvo en breves periodos de recesión. Y aunque siempre había algo de paro, lo normal era que los parados de larga duración fuesen muy pocos.
Y en aquel tiempo lejano, ¿cómo habríamos reaccionado a las noticias del pasado viernes de que el número de estadounidenses con trabajo sigue estando dos millones por debajo de la cifra de hace seis años, de que el 7,6% de la mano de obra está en paro (y muchas personas, en una situación de infraempleo u obligadas a aceptar trabajos mal pagados) y de que hay más de cuatro millones de parados que llevan más de seis meses sin trabajar? Bueno, sabemos cómo han reaccionado la mayoría de los entendidos: han dicho que este informe sobre el empleo es bastante bueno. De hecho, algunos hasta lo están aplaudiendo por considerarlo una “prueba” de que el secuestro presupuestario no está causando ningún perjuicio.
En otras palabras, el discurso político sigue estando muy alejado del lugar donde debería estar.
La situación en la que nos encontramos, con una elevada tasa de desempleo, no es aceptable
Durante más de tres años, algunos hemos luchado contra la perniciosa obsesión de la élite política con los déficits presupuestarios, una obsesión que ha llevado a los Gobiernos a recortar la inversión cuando deberían estar incrementándola, y a destruir empleo cuando la creación de empleo debería haber sido su prioridad. Esa batalla parece ganada en gran medida (de hecho, no creo haber visto nunca nada comparable al repentino naufragio intelectual de la economía de la austeridad como doctrina política).
Pero aunque los entendidos ya no parezcan estar empeñados en preocuparse por lo que no hay que preocuparse, eso no basta; también tienen que empezar a preocuparse por lo que hay que preocuparse (es decir, la situación de los parados y el inmenso y continuo despilfarro derivado de una economía deprimida). Y no está siendo así. En vez de eso, los responsables políticos, tanto aquí como en Europa, parecen ser presa de algo similar a la complacencia y el fatalismo, la sensación de que ni se puede ni se debe hacer nada. Podríamos llamarlo el gran desdén.
Incluso aquellos a los que considero los buenos, políticos que en el pasado han dado muestras de verdadera preocupación por nuestra debilidad económica, estos días no transmiten una sensación de mucha urgencia. Por ejemplo, el otoño pasado algunos nos sentimos muy esperanzados cuando la Reserva Federal anunció que iba a instaurar nuevas medidas para impulsar la economía. Dejando a un lado los detalles políticos, la Reserva parecía indicar que estaba dispuesta a hacer lo que hiciera falta para reducir el paro. Últimamente, sin embargo, de lo que más se oye hablar a la Reserva es de “disminución”, de aflojar sus esfuerzos, aun cuando la inflación está por debajo del objetivo, la situación del paro sigue siendo terrible y el ritmo de los avances es glacial, en el mejor de los casos.
Y los funcionarios de la Reserva Federal son, como he dicho, los buenos. A veces da la impresión de que en Washington no hay nadie de fuera de la Reserva que considere siquiera que el paro es un problema.
¿Por qué la reducción del paro no es una prioridad política de primer orden? Se podría responder a esto diciendo que la inercia es una fuerza poderosa y que resulta difícil conseguir que haya cambios políticos cuando no se siente la amenaza del desastre. Mientras se creen puestos de trabajo, no se pierdan, y el paro esté estabilizado o disminuyendo, no aumentando, los responsables políticos no sienten la necesidad urgente de actuar.
Otra posible respuesta es que el paro no tiene mucha voz política. Los beneficios están por las nubes, las acciones suben, así que todo va bien para la gente que importa, ¿no?
Una tercera posibilidad es que, aunque últimamente no oigamos mucho a los autodenominados halcones del déficit, los halcones monetarios —economistas, políticos y funcionarios que siguen advirtiéndonos de que los tipos de interés bajos tendrán consecuencias terribles— se han vuelto, si cabe, todavía más ruidosos. No parece importar que los halcones monetarios, al igual que los fiscales, tengan el impresionante historial de haberse equivocado en todo (¿dónde está esa inflación descontrolada que prometieron?). Vuelven una y otra vez; los argumentos cambian (ahora lanzan advertencias sobre las burbujas de activos), pero las demandas políticas —crédito restringido y tipos de interés más altos— son siempre las mismas. Y resulta difícil no tener la sensación de que están intimidando a la Reserva para que no emprenda ninguna acción.
Lo trágico es que todo eso es innecesario. Sí, se oye hablar de un “nuevo paro normal” mucho más elevado, pero todas las razones que se dan para esta presunta nueva normalidad, como el supuesto desequilibrio entre las aptitudes de los trabajadores y las necesidades de la economía moderna, se vienen abajo cuando se analizan pormenorizadamente. Si Washington diese marcha atrás en sus destructivos recortes presupuestarios, si la Reserva Federal exhibiese la “resolución rooseveltiana” que Ben Bernanke exigía a las autoridades japonesas en la época en que era un economista independiente, pronto descubriríamos que el elevadísimo paro a largo plazo no tiene nada de normal ni de necesario.
Así que este es mi mensaje para los responsables políticos: la situación en la que nos encontramos no es aceptable. Dejen de encogerse de hombros y hagan su trabajo.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008.
© New York Times Service. Traducción de News Clips.
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