El ‘milagro’ de los panes a 20 céntimos
Centenares de pensionistas y parados esperan cada día cerca de dos horas para comprar las barras baratas de un panadero de Valencia al que la competencia acusa de reventar el mercado
Rosario Carrasco se asoma al precipicio. Avaló a su hijo en un crédito para montar una óptica que se desfonda con la crisis. Y ahora esta desempleada puede perder su casa. “Nunca me hubiese visto así”, relata mirando al suelo. Carrasco espera en silencio para comprar una barra de pan por 20 céntimos, un señuelo para engañar al hambre que tantean parte de los 4.000 clientes diarios del horno Navarro de Quart de Poblet, en Valencia. Sus historias encarnan los envites más desgarrados de la crisis. Desahuciados, pensionistas, parados sin prestación aguardan en colas de hasta dos horas para adquirir el alimento básico por una cuarta parte de su precio convencional.
La fila de la necesidad nace a las seis de la madrugada. La antesala de la panadería revela una metáfora de las nuevas caras de la exclusión. Predominan los jubilados condenados a sustentar a familias enteras. Antonio Sánchez tiene 74 años y recorre a diario tres kilómetros desde la vecina Manises. Se lleva cinco barras. Ayuda a sus siete nietos, todos parados. Debe medir cada céntimo. En la economía de guerra también se debate Concha, que exprime su pensión de 600 euros para echar un cable a nueve familiares. Sentada en un banco descansa la octogenaria Angelita Juárez. Su bolsa contiene diez barras. Presume de tener buena mano con las gachas y el puchero de lentejas gigante con el que alimenta a sus seis nietos en paro. “Estamos como hace muchos años”, resume mientras asoma una lágrima.
En la cola aterriza Musa, chatarrero. Gracias al pan barato, el inmigrante de Costa de Marfil, con cuatro hijos, come bocadillos. O el veinteañero Julio Domínguez, que se alimenta de pasta y arroz porque con los 300 euros de su pensión por discapacidad no le salen las cuentas. La nómina de beneficiados es extensa.
Navarro vende unas 4.000 barras diarias mientras el resto de panaderías han perdido la mitad de clientes
El prodigio del pan a 20 céntimos estalló en la periferia de Valencia en septiembre. Su inventor, el panadero Pepe Navarro, revistió entonces su agresiva ofensiva comercial como un gesto solidario para atenuar a los esquilmados bolsillos en crisis. Y captó a través de sus tres hornos de las poblaciones valencianas de Quart de Poblet, Gandia y Torrent a miles de clientes de panaderías tradicionales y cadenas de supermercados, donde el bollo equivalente más barato cuesta el doble. En su hermético sector no dan crédito. Acusan al flamante competidor de vender a pérdidas, una práctica ilegal, pero difícil de demostrar porque solo deja constancia en la contabilidad interna. Le reprochan también declarar una guerra de precios que se cobrará miles de empleos en los próximos meses. Si irrumpen en la contienda las grandes superficies, auguran, centenares de hornos tradicionales echarán la persiana para siempre.
Sostiene Navarro que sus números cuadran. Su secreto, dice, está en amasar el pan “con cariño”. Y es este sentimiento el que le empuja a este hombre de mediana edad, con dos décadas de bagaje entre sacos de harina, a producir 50.000 barras diarias de su bollo de 190 gramos, un poco más pequeño que la tradicional pistola. En su obrador de Ribarroja, a una veintena de kilómetros de Valencia, se trabaja a destajo en un proceso al que no se puede asistir para no descubrir el presunto secreto. Concede que son necesarias cinco horas para culminar cada bollo, que goza de un sabor y textura aceptable. También que por debajo de los 20 céntimos perdería dinero. “Nada es imposible”, insiste Navarro. Responde con silencios a la mitad de las preguntas. Y admite que ha sufrido presiones de las harineras. Las dos empresas que, según fuentes del sector, le han cortado el suministro, Vilafranquina y Harinera del Mar, proveedor de una cadena de supermercados, declinan hablar.
Ajeno a verse en el epicentro del huracán, Navarro prevé incrementar su capacidad de producción para superar sus 6.000 clientes diarios y reforzar su plantilla, que roza el centenar de empleados. Sabe que sus próximos pasos sentarán como una bomba entre sus compañeros. Y mantiene en secreto sus aperturas. “Tenemos miedo”, confiesa una panadera con tres décadas de experiencia de Riba Roja, donde Navarro regenta un horno fundado por su padre en 1957 que, curiosamente, no ofrece el pan low cost. “Aquí no se atreve porque le conocemos bien”, añade esta artesana.
La veintena de horneros consultados coincide: No sabemos producir una barra a 20 céntimos. “Los números no salen”, explica Vicente Martínez, del Gremio de Panaderos de Valencia. Su homónimo de Torrent apunta a una supuesta estrategia de Navarro para reventar el mercado y fijar precios. Precisamente, las 40 panaderías de esta ciudad de 80.000 habitantes cercana a Valencia han contraatacado sumando a la pistola tradicional (75 céntimos) un producto anticrisis (20), que no ha tenido demasiada aceptación. Se trata de un bollo amasado con harinas más baratas que ofrecen gracias a una subvención de sus proveedores. “No puedo competir con ese hombre, es imposible que consiga beneficios”, comenta resignado Javi Caro, de 33 años. En su ofensiva evitan hablar de pacto, prohibido por la Ley de la Competencia. El tsunami de precios provoca prácticas singulares. Pequeñas tiendas de ultramarinos de Torrent regentadas por inmigrantes como Igor revenden el pan de Navarro con un recargo de 10 céntimos.
En el impenetrable universo de los precios del pan, solo un experto accede a hablar con claridad (aunque bajo anonimato). Se trata de un vendedor de maquinaria que asegura que resulta imposible producir una barra de pistola por menos de 19 céntimos. Su estimación excluye los gastos de combustible, el transporte, y los sueldos. Un añadido que encarecería el precio 4 céntimos.
El sexagenario Andrés Quesada, que amasa harina desde los 13 años, se descompone al escuchar el nombre de Pepe Navarro. Desde el aterrizaje de su agresiva competencia, su horno de Quart de Poblet, a escasos metros del de la discordia, se desliza por la pendiente de las pérdidas. En un mes se han esfumado la mitad de sus clientes. De 600 a 250 barras diarias. El éxodo avanza por horas. “Ahora trabajo sin cobrar. No sé cuánto aguantaré”, afirma encendido. Quesada demuestra que es un hombre de sangre caliente. Reclama soluciones expeditivas. “Está arruinando a muchos compañeros”, sentencia mientras se refiere a la profesión de la madre de Navarro.
Desde el entorno del precursor de la guerra del pan guardan un calculado silencio. Ignoran las críticas. Confían en que el tiempo coloque a cada empresario en su lugar en un mercado maduro y liberalizado desde los ochenta. El propietario de un centenario horno de Valencia prevé, sin embargo, una debacle y la destrucción de dos mil empleos directos en los próximos meses. El día que atiende a este periódico, un empresario de Alzira se suma a la ofensiva de precios. El artesano de Valencia adivina cariacontecido el final de la historia. “Dentro de unos meses me veré en la cola de los necesitados del horno Navarro con mis diez trabajadores”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.