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Irak, entre ruinas

Parecía que el viaje a Irak no podía iniciarse nunca. Los visados y permisos oficiales tardaron nueve meses en llegar. Solo se puede entrar en el país con una invitación oficial, y recorrerlo con una escolta armada de entre cuatro y dieciséis soldados o policías, en función de la peligrosidad de la zona. El número de secuestros y asesinatos selectivos ha aumentado, aunque las matanzas masivas son menos habituales. Hasta hoy, al menos.

Se trataba de estudiar el estado de algunos de los yacimientos sumerios más importantes: Ur, Uruk, Eridu, Kish, Tello y Tell Obaid, cerca de la ciudad de Nasiriya, no lejos de las marismas del delta del Tigris y el Éufrates; hace seis mil años, aquéllas eran consideradas como las aguas de la sabiduría en las que los dioses y los humanos fueron alumbrados. Pese al intento, casi logrado del presidente Sadam Husein, de desecar los humedales -a fin de expulsar a una población rebelde, y de gasear la zona-, las otrora aguas primordiales, hoy, se recuperan, si bien la tasa de cánceres y malformaciones es sobrecogedora. Las antiguas aguas de la vida son, desde el embargo, aguas de la muerte.

En los márgenes de los ríos y de las marismas, hace seis mil años, los sumerios construyeron las primeras ciudades de la historia. Actualmente, debido al avance de las tierras en el mar, por el fértil limo acarreado por los ríos, las ruinas se hallan en medio del desierto. Tan solo sobresalen montículos artificiales causados por las ruinas de las ciudades, construidas una y otra vez con adobes en el mismo lugar, considerado sagrado, y el perfil gastado de los zigurats, pirámides escalonadas que unían el cielo y la tierra y servían de refugio a las divinidades. Los yacimientos están devastados. Mas, no tanto por las guerras que asuelan Irak desde 1980, pese a que casquillos de bala, restos de bombas y minas activas -como en Eridu- salpican los restos, sacudidos por el ruido de los aviones de guerra y los helicópteros que sobrevuelan, a baja altura, sino por las misiones arqueológicas internacionales, anteriores a los años treinta, acostumbradas a excavar ruinas de piedra, no de tierra. Los muros de adobe no se distinguían del suelo arcilloso; tampoco interesaban con exceso. Se buscaban tesoros para los museos occidentales que financiaban las expediciones: estatuas de piedra, piezas de oro como el ajuar funerario de las tumbas reales de Ur, tablillas de terracota. Los restos se destruyeron por impericia o desconocimiento. Una vez desenterrados, abandonados a la intemperie, a merced de las tormentas de arena y de agua, los muros se desmoronan y decaen. Mas, ¿qué hubiera podido hacerse? Cuatro mil años de ciudades construidas y reconstruidas unas sobre las otras: los reyes sabían que lo que mandaban edificar se desharía años más tarde. Pero volvían a levantar palacios y templos. Hoy, Irak tiene problemas más urgentes que el cuidado de sus ruinas de barro, aunque se trata de un país rico -y con grandes desigualdades-, cuyos servicios básicos (electricidad, sobre todo) siguen sin funcionar regularmente.

Las ciudades han desaparecido. Los yacimientos se componen de túmulos informes. Y, sin embargo, de algún modo, aquéllas están presentes, en medio de la desolada planicie, a la que una quebradiza costra de sal, causada por las aguas freáticas, otorga un brillo ilusorio bajo el sol.

Un sinfín de grandes ladrillos de terracota estampillados y enteros recubre la húmeda tierra arcillosa de Tello. Son los restos del palacio del rey Gudea (2100 antes de Cristo), entre innumerables fragmentos de cerámica, conos fundacionales, ocasionales estatuillas, y los destellos de diminutas conchas marinas, un último testimonio de las aguas salobres del mar o las marismas en las que se miraban las ciudades sumerias, casi todas portuarias.

Desde lo alto del zigurat que presidía cualquier ciudad mesopotámica, se intuye la línea de las murallas de Uruk, en la que destaca una puerta milagrosamente conservada -que el legendario Gilgamesh construyera-, las trazas, cubiertas de arena, que apenas se levantan del suelo, de los grandes templos del área sagrada de la ciudad -escarbando aún se hallan fragmentos de muros cubiertos de mosaicos realizados por pequeños conos de terracota-, o un conjunto de desoladas viviendas alrededor de un patio, recorridas por estrechas callejuelas, construidas, hace más de cuatro mil años, a los pies del zigurat de Ur.

Son las tumbas reales de Ur, sin embargo, las estructuras que mejor han sobrevivido. Frágiles, a merced de los temblores causados por las máquinas de guerra de la cercana base norteamericana de Talil, cerradas (aunque abiertas excepcionalmente para nosotros tras una previa inspección), despiertan la admiración por la belleza y perfección del juego de los ladrillos que levantan altísimas bóvedas de medio punto, que apuntan al cielo como puntas de lanza, más humanas o cercanas que las hieráticas pirámides egipcias que les son contemporáneas. Se desciende por empinadas rampas que recorren hondos pozos, en las que el arqueólogo inglés Woolley, en 1927, halló los cadáveres de innumerables músicos, guardianes y concubinas, sacrificados para acompañar a los monarcas en su viaje emprendido en la nave invertida de la bóveda.

Las sirenas del coche de policía que nos abre camino, a toda velocidad, de regreso, imprevisto, a Bagdad, desde Nasiriya, nos devuelven a la realidad. Las ruinas no las labra solo el tiempo.

Pedro Azara es arquitecto, comisario de exposiciones y autor, entre otros libros, de La reconstrucción del Edén. Mito y arquitectura en Oriente (Gustavo Gili, 2010. 255 páginas. 35 euros).

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