Por qué falló la Armada Invencible
La flota de Felipe II, aún castigada por los primeros choques con la inglesa, conservaba fuerza bastante como para invadir Inglaterra en 1588. Pero iba a ciegas: no encontraba a las tropas que debía embarcar en Flandes para ocupar Londres. Extractos de un libro del historiador Geoffrey Parker y del arqueólogo marino Colin Martin
Poco después del amanecer, los vigías situados sobre el acantilado avistaron los primeros barcos españoles: formas fugaces vislumbradas en lontananza a través de bancos de niebla y lloviznas intermitentes. La leña embreada de la almenara prendió con rapidez, y en cuestión de minutos la réplica de un destello de luz hacia el este confirmó que la alarma iba pasando en cadena hasta Plymouth y la flota inglesa que allí aguardaba. Desde ese punto, la señal podría transmitirse a todas las partes del reino.
Era sábado, 30 de julio de 1588, y la tan esperada y temida Armada de Felipe II había llegado frente a la costa inglesa.
El día anterior, asomando en el horizonte la península de Lizard, el buque insignia de la flota española, el San Martín de Portugal, había recogido velas e izado una banderola cerca de la gran linterna de popa en señal de consejo de guerra. Cuando la flota se puso a la capa, las pinazas [embarcaciones pequeñas, muy maniobrables] de los comandantes empezaron a converger hacia él. Sobre la elevada cubierta de popa del San Martín los esperaba un hombre barbudo, de pequeña estatura y fuerte complexión, de treinta y ocho años, vestido sencillamente. Alrededor de su cuello colgaba la insignia del Toisón de Oro, la más elevada orden de caballería española, de la cual el mismo Felipe II era Gran Maestre. Don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, duodécimo señor y quinto marqués de Sanlúcar de Barrameda, noveno conde de Niebla y séptimo duque de Medina Sidonia, era el capitán general del mar océano, y los ciento veinticinco barcos y treinta mil hombres de la Armada estaban bajo su mando directo. Medina Sidonia, sin embargo, era un hombre de tierra adentro, sin ninguna experiencia previa acerca de la guerra marítima.
El 31 de julio de 1588 llegaron al Canal de la Mancha unos 130 barcos con 19.000 soldados y 7.000 marineros
Se trataba de derrocar a la reina de Inglaterra, Isabel Tudor, para restablecer un Estado católico en la isla
Ahora, con la ceremonia requerida, sus oficiales subían a bordo. Debajo de sus capotes marineros se entreveían los brillos de espléndidas vestimentas: ropas de satén o seda afiligranadas con terciopelos y bordados, botones y galones dorados, borlas de seda, y las variadas insignias de sus órdenes de caballería. (...)
El rey Felipe II, creador y director absoluto del plan en el que la Armada era parte esencial, había determinado repetidas veces y en términos inequívocos los objetivos de su flota, y Medina Sidonia aprovechó esta oportunidad para recordárselos a sus oficiales. La Armada debía navegar por el canal de la Mancha y encontrarse en los estrechos de Dover con las fuerzas españolas estacionadas en los Países Bajos, conocidas como el Ejército de Flandes. Tenía entonces que dar escolta a una parte sustancial de este ejército, embarcado en lanchas de desembarco preparadas al efecto, hasta una cabeza de playa en Kent. Desde ese momento toda la operación se pondría bajo el mando supremo del sobrino del rey, Alejandro Farnesio, duque de Parma. La fuerza de invasión de Parma, compuesta por 27.000 veteranos, desembarcaría y aseguraría un punto de apoyo cerca de Margate, donde la Armada descargaría abastecimientos, municiones, tropas de reserva y un tren de artillería pesada. Este ejército implacable, bien equipado para enfrentarse tanto con tropas en campo abierto como con defensas estáticas, lanzaría entonces un rápido movimiento de asalto hacia Londres, mientras la flota protegía su flanco derecho avanzando por el estuario del Támesis. Hasta entonces la Armada se defendería si era necesario, pero en ninguna circunstancia a expensas de retrasar el avance hacia el objetivo principal. En resumen, Medina Sidonia recordó a sus subordinados que la Armada formaba parte de un plan coordinado que había ideado el mismo rey; un plan que, de tener éxito, asestaría un golpe mortal en el corazón de la Inglaterra Tudor.
Sin embargo, Medina Sidonia confiaba menos en el plan de Felipe II de lo que sugerían sus aseveraciones en público. Al día siguiente, cuando se preparaba para enviar al rey la resolución del consejo por medio de una rápida embarcación de enlace, se sintió obligado a añadir una posdata cifrada en la que expresaba su profunda inquietud al no haber recibido noticia alguna de Parma desde los Países Bajos. El duque tenía un buen motivo para preocuparse. Se hallaba a la entrada del canal, con una fuerza compuesta por unos 130 barcos y casi 30.000 hombres, y "yo estoy espantado de no aver tenido aviso suyo en tantos días, y en todo este viaje no se ha topado navío ni persona de quien poder tomar lengua".
La comunicación entre ambas fuerzas resultaba difícil pero era esencial. De no existir, no sólo se ponía en peligro toda la compleja operación, sino que también se amenazaba la frágil seguridad de la enorme flota que estaba bajo su única responsabilidad. La posdata continuaba revelando al rey su preocupación más inmediata: "en la costa de Flandes, no haviendo en toda ella puerto ni abrigo ninguno para esas naves, con el primer temporal que les diese, les hecharía a los bancos donde, sin ningún remedio, se avían de perder". Medina Sidonia confiaba en una conexión rápida y limpia con Parma para minimizar los sobrecogedores riesgos (contrarios a toda prudencia militar) de una cita en aguas poco seguras, en un lugar geográfico inapropiado y en presencia de un enemigo fuerte y agresivo.
"Lo que se pretende -recordó Medina Sidonia al rey con cauteloso optimismo- es que al punto que yo llegue, salga el con su armada sin dar lugar a que yo le aguarde un momento". Pero, ¿cómo podría tener la seguridad, mientras la Armada navegaba por el canal, de que Parma estaba preparado? Hasta recibir confirmación de este punto crucial, el duque enfatizaba que "assí se va muy a ciegas".
(...) El 30 de julio, mientras la Armada bordeaba la costa oriental (de Inglaterra) y los fuegos de las almenaras se sucedían por el litoral de Cornualles, el alférez Juan Gil, que hablaba inglés, salió en el patache pintado de rojo de la capitana general, reforzada su tripulación con veinte avezados tiradores, para que verificara unas velas no identificadas avistadas poco antes y obtuviera toda la información posible acerca del paradero e intenciones de la flota inglesa. Regresó por la noche, remolcando un pesquero de Falmouth capturado. Sus cuatro aterrados ocupantes fueron atados en la borda del San Martín y su resistencia al interrogatorio, si es que la hubo, fue muy corta. Declararon que la flota inglesa había salido de Plymouth esa tarde, bajo el mando del lord almirante Howard y sir Francis Drake.
Cuando amaneció el 31 de julio, con viento de oeste-noroeste, un numeroso grupo de barcos ingleses fue divisado a barlovento. Era el cuerpo principal del lord almirante Howard, que había abandonado sin contratiempos Plymouth la noche anterior para cruzar el frente de la Armada, rodearla por la parte del mar y situarse en posición de ventaja a barlovento detrás de los españoles. Poco después el resto de la flota inglesa salió de Plymouth y navegó dando bordadas cerca de la costa para reunirse con Howard.
Ante la posibilidad de acción inminente, el San Martín izó la enseña real para indicar a la Armada que adoptara el orden de batalla preestablecido. Las maniobras que siguieron recordaban la instrucción precisa de un ejército sobre el campo. A una señal, la flota transformó su línea de marcha en línea de batalla, efectuando medio giro a la derecha. La vanguardia de Leiva retrocedió en una línea extendida sobre la izquierda del cuerpo principal de Medina Sidonia, mientras la retaguardia de Recalde avanzó hasta adoptar una posición similar en el flanco derecho. La Armada se encontraba ahora dispuesta en líneas a lo largo de un amplio frente, encarando el canal para proseguir el avance hacia el encuentro con Parma.
(...) Según una revista general efectuada inmediatamente antes de que la Armada abandonara La Coruña en julio de 1588, los 19.000 soldados embarcados en la flota se organizaban en cinco tercios españoles y dos portugueses, con algunas "compañías libres" y un número considerable de oficiales de Estado mayor y voluntarios caballeros. (...) Los tres mil mosqueteros, cuyas armas eran tan pesadas que tenían que dispararse con el auxilio de una horquilla, constituían una élite, distinguibles por su sombrero de ala amplia adornado con plumas. La Armada llevaba un número cuatro veces mayor de arcabuceros, tal vez porque se percibía la conveniencia de recurrir a efectivos con armamento ligero para el tipo de acción naval a corta distancia prevista por los españoles. Incluso los piqueros se habían reorganizado como arcabuceros. La preponderancia del armamento apto para el combate a corta distancia refleja el hecho fundamental de que el principal potencial ofensivo de la Armada radicaba en las tropas que transportaba. "La mira de los nuestros -había advertido Felipe II a Medina Sidonia inmediatamente antes de emprender la navegación- ha de ser envestir y aferrar". Se mantenía que la manera más efectiva de que la flota derrotase a un enemigo era "aproximarse a él, causar destrozos y aturdimiento, y finalmente abordarle. Todas las otras armas estaban subordinadas y apoyaban este objetivo táctico subyacente".
(...) La Gran Flota que el 31 de julio de 1588 se colocó en línea de batalla a la vista de la costa inglesa (...) en total llevaba 2.431 cañones con 123.790 balas de munición, casi 19.000 soldados y 7.000 marineros. Había, además, casi un millar más de figurantes: aristócratas aventureros con sus sirvientes y oficiales en formación sin mando. También se había hecho sitio a más de 200 amargados exiliados católicos ingleses e irlandeses, y a ciento ochenta afanosos clérigos.
La religión mantenía la moral de la flota y regulaba gran parte de su rutina cotidiana. La presencia envolvente de la Iglesia católica y de su autoproclamado defensor, Felipe II, se sentía por doquier: "El principal fundamento con que Su Majestad se ha movido a hacer y emprender esta jornada ha sido y es a fin de servir a Dios nuestro Señor y reducir a su Iglesia y gremio muchos pueblos y almas que, oprimidos por los herejes de nuestra Santa Fe Católica, los tienen sujetos a sus setas y desventuras. Y para que todos vayan puestos los ojos a este blanco, como estamos obligados, encargo y ruego mucho den orden a sus inferiores y toda la gente de sus cargos que entren en las naos confesados y comulgados con tan gran contrición de sus pecados para que, mediante esta prevención y el celo con que vamos de hacer a Dios tan gran servicio, nos guíe y encamine como más se sirva".
Se dieron órdenes para prohibir la blasfemia, el vocabulario soez, el juego, las peleas y "consentir que vayan mujeres públicas ni particulares", consideradas las últimas "inconveniente tan grande", además de ofensa a Dios. Medina esperaba que la tripulación de cada barco asistiera a los servicios religiosos completos al menos una vez a la semana, mientras que al romper el día y al anochecer los grumetes cantaban la Salve y el Ave María al pie del palo mayor. Las contraseñas diarias se escogían por su significado religioso, y el estandarte de la Armada lucía las armas reales entre la Virgen María y un Crucifijo, cruzado con las diagonales rojo sangre de la guerra santa. En la parte inferior aparecía bordado el grito de batalla: Exurge, Domine, et vindica causam tuam (Álzate, oh, Señor, y haz valer Tu Causa). El capellán de Medina Sidonia portaba una carta autorizada por el general de los dominicos para reponer todas las casas de esta orden en Inglaterra que se habían secularizado con la Reforma.
Quienes participaban en la Armada la consideraban sin lugar a dudas una cruzada. También sabían que el Papa había concedido indulgencia plenaria a todos los que navegaban en la Armada (e incluso a aquellos que se limitaran a rezar por su triunfo). En los Países Bajos salieron de la imprenta ejemplares de la Admonition to the nobility and People of England and Ireland, concerning the present wars made for the execution of his holiness' sentence, by the high and mighty King Catholic of Spain, donde se llamaba a todos los católicos ingleses a ofrecer ayuda a los "liberadores" cuando llegaran y a abandonar su fidelidad a Isabel Tudor [la reina de Inglaterra]. Los iban a distribuir Parma y su ejército una vez que hubieran cruzado a Inglaterra. Su autor era William Allen, académico de Oxford nacido en Lancashire que había huido al exilio al comienzo del reinado de Isabel y había llegado a ser superior del seminario de Douai que formaba a los sacerdotes católicos ingleses. El Papa lo consagró cardenal en 1587. Tras la conquista española, Allen iba a administrar el nuevo Estado católico bajo la autoridad conjunta del Papa y Felipe II.
Así pues, los comandantes de "la mayor y más poderosa combinación de la Cristiandad" sabían perfectamente qué se esperaba de ellos y por qué habían sido escogidos por el rey como principal instrumento divino contra la herejía protestante y la perversidad inglesa. Pero existía una certeza algo menor acerca de cómo exactamente debía ponerse en práctica el Gran Designio de Felipe II. Aparte de la ignorancia que prevalecía sobre el grado de preparación de Parma, estaba el hecho incómodo de que la flota de Isabel ya se había hecho a la mar, vigilante y al acecho. El duque de Medina Sidonia no puede haber sido el único hombre a bordo de la flota en preguntarse, avistadas las distantes velas, qué iba a suceder a continuación.
La Gran Armada, de Geoffrey Parker y Colin Martin. Editorial Planeta. Precio: 25,50 euros. Se publica el 20 de septiembre.
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