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Hamaca de lona
Columna
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La edad de bronce

Manuel Rodríguez Rivero

El bronceado también tiene su historia cultural. Sus orígenes son casuales y sobradamente conocidos: durante unas vacaciones en la Côte d'Azur, en el verano de 1920, Coco Chanel tomó más sol de la cuenta. Su piel se tostó ligeramente y a sus admiradores les pareció tan distinguido que empezaron a imitarla. Se trataba, por supuesto, de gente bien, la misma que, hasta ese momento, se resguardaba cuidadosamente de los rayos ultravioletas para evitar que la excesiva producción de melanina les hiciera parecer lo que no eran: pobres y provincianos. Más tarde, cuando el Frente Popular extendió las vacaciones pagadas, las masas descubrieron que la piel bronceada -que siempre les había pertenecido- les igualaba a los burgueses. De repente, el color tostado era elegante y, sobre todo, denotaba vitalidad, buena alimentación y contacto con la naturaleza redentora (es decir, ocio, tiempo libre). Los subterráneos y brutales murlocks y los solares y frágiles eloi -las dos razas humanas del futuro que H. G. Wells había imaginado en La máquina del tiempo (1895)- constituían en los años treinta una sola especie unida por su pasión solar.

Pronto se llegó a la conclusión de que había que ayudar al sol a hacer su trabajo. En 1953, Coppertone lanzó la publicidad que disparó el negocio mundial de bronceadores: jugando en la playa, un simpático cocker spaniel le arrancaba el bañador a una pudorosa niñita, dejando al descubierto el delicado culito sin broncear de la pequeña. El anuncio iba acompañado de una consigna en imperativo: "¡No seas un rostro pálido!". Para entonces ya se había extendido la idea de que las personas con tez pálida o estaban enfermas o, simplemente, eran horteras: oficinistas, menestrales y obreros que trabajaban en siniestros cubículos iluminados por bombillas eléctricas. La industria cosmética vinculada a los baños de sol multiplicó exponencialmente sus beneficios. Y cuando se descubrió que la esmirriada capa de ozono ya no filtraba convenientemente los rayos ultravioletas y que la exposición incontrolada al sol podía provocar cáncer de piel, la industria se reinventó para seguir forrándose. Los bronceadores se transmutaron en una miríada de lociones y cremas que ofrecían una escala casi infinita de factores de protección adecuados a cada tipo de piel.

La prehistoria del bronceado transcurre aproximadamente desde Atapuerca hasta que madame Chanel olvidó su sombrilla y se puso morena. Durante ese larguísimo periodo, la pauta de la elegancia la marcaba la piel blanca. Incluso hubo un periodo en que la blancura "natural" no era suficiente. Isabel I de Inglaterra, la reina virgen, embadurnaba su rostro con una pasta blanca fabricada a base de plomo y vinagre que le daba un aspecto feérico, un maquillaje muy imitado por las cortesanas de la época. A sus contemporáneas españolas también les gustaba lucir espectrales: las damas "opiladas" (véase El Acero de Madrid, de Lope de Vega, Castalia) obtenían los mismos efectos a base de darse sus buenos atracones de arcilla, mordisqueando obsesivamente cuanto búcaro (los más apreciados eran los de Estremoz) se pusiera a su alcance.

Piense en que usted es una diminuta pieza en esa larga historia cuando se esté tostando al sol en cualquier playa del mundo. Pero no le arriendo la ganancia si regresa a la oficina (suponiendo que todavía no haya sido despedido/a) con el mismo color que lucía cuando empezó sus vacaciones.

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