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Columna
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La izquierda gallega y Europa

Galicia es una nación europea y su futuro económico-social y político está indisolublemente ligado a la deriva que tome en los próximos tiempos la construcción europea. A lo largo de los últimos 20 o 25 años, las fuerzas políticas gallegas, de forma muy especial la izquierda, desde posiciones críticas, a veces muy críticas con el rumbo que tomaba el barco europeo, han reducido toda su estrategia europea a la consecución de un único objetivo: defender los intereses nacionales de Galicia en el seno de la Unión Europea, fueran estos agrícolas, pesqueros, industriales o lingüísticos. Para ello utilizaron su presencia en el Europarlamento y exigieron la participación institucional de Galicia -y de las otras comunidades autónomas- en el proceso de formación de la voluntad política y del proyecto europeo de España, así como la presencia en las delegaciones españolas que protagonizan la negociación en el marco de la Unión, cuyo resultado tiene una enorme repercusión en la vida económica y política gallega. Todo ello fue necesario y sigue siendo imprescindible. Pero ya no es en modo alguno suficiente, pues al limitar su acción política al único objetivo antes citado, la izquierda gallega -y la mayoría de la izquierda europea- han permitido que los poderes económicos de carácter global y origen no democrático que gobiernan el proceso mundial diseñen también el modelo europeo, evitando que existan poderes democráticos capaces de subordinarlos al interés general. Así pues, es preciso que la izquierda promueva de forma necesariamente coordinada un giro copernicano a su estrategia europea, como parte inseparable de su proyecto nacional.

Es hora de defender sin complejos la superioridad política y moral de nuestro sistema social

Entre todos los temas que hoy configuran el debate europeo, la definición del modelo social adquiere una especial relevancia y es, con toda seguridad, el de mayor trascendencia histórica. Todavía hoy, aunque no sé por cuanto tiempo, podemos identificar en Europa un modelo propio, una tradición europea cuya característica fundamental, expresada de forma esquemática, consiste sobre todo en la vigencia del principio de solidaridad colectiva, que se concreta en la ley general -constitucional- y no exclusivamente en los contratos particulares. Como consecuencia de ello, se admite que el Estado (los poderes públicos) es el principal garante de la cohesión social, y se asume que el desarrollo de la individualidad exige la existencia de derechos colectivos, porque de otra manera solo se desarrollaría la personalidad de unos pocos privilegiados.

Ciertamente, las formas concretas del modelo social europeo son múltiples; entre el Estado social sueco y el modelo republicano francés o alemán, hay más que matices. Pese a ello podemos afirmar que nuestras sociedades han sido históricamente capaces de articular un modelo común, eficaz y reconocible, fundamentado en la solidaridad colectiva, el compromiso capital-trabajo y el intervencionismo del Estado. El problema -de dimensión histórica- que se plantea ahora es si la UE podrá -y querrá- defender su modelo social frente a las imposiciones de la globalización liberal y al modelo que se deduce de el, basado en el individualismo feroz, que incorpora implícita o explícitamente el darwinismo social, para el que no existen soluciones colectivas ni preocupación por la cohesión, y en el que la función principal del Estado consiste en gestionar la conflictividad social provocada por una política que pone en peligro la seguridad de las personas y la del propio sistema. El dramático ejemplo griego es suficientemente elocuente al respecto.

Ha llegado, por tanto, la hora de proclamar y defender, sin complejos, la superioridad política y moral de nuestro sistema social. Y, desde luego, la de transformar la UE en un sujeto político global con todos sus atributos, capaz de defender tanto nuestro modelo como de jugar un papel protagonista en la construcción de un orden mundial justo y democrático. De lo contrario, Europa y todas las naciones que la componen entrarán en una irreversible decadencia. Pero para hacer posible esa Europa, es preciso, entre otras muchas condiciones, que la izquierda europea, de la que forma parte la izquierda gallega, abandone sus posiciones defensivas y exclusivamente nacionales, para abordar de forma conjunta la construcción política europea, indispensable para sostener nuestro sistema social y nuestro papel en el mundo. Así pues, no deberíamos permitir por más tiempo que ciertos dirigentes políticos sigan instalados en una penosa versión de la política de campanario.

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