El pájaro esquivo
Ahí estábamos tres tipos incómodamente instalados bajo una red de camuflaje en un improvisado escondite junto al río. Aplasté un mosquito contra mi brazo. Mi campo de visión, a través de un agujero, se limitaba a un pequeño tramo de la corriente, un trozo de talud que descendía a una minúscula playa de arena y una rama pelada en la que supuestamente debía posarse el objeto de nuestras desventuras. Llevábamos tres horas. Comenzó a llover. Tenía los pies helados. Empezaba a notarme la alergia. Como dice Woody Allen, me sentía dos con la naturaleza. Suspiré. Mis acompañantes, confundiendo mis señales, sonrieron con entusiasmo.
Las razones que me llevaron ayer a pegarme un madrugón de aquí te espero y desplazarme hasta un lugar silvestre y húmedo en las cercanías de Granollers con un ornitólogo especialista en extraer muestras de esperma de los pájaros y el responsable de la sección de animales exóticos de una de las tiendas Mister Guau aficionado a las aves y ocasional depredador furtivo de truchas, se remontan hasta muchos años atrás. Un día, recordando la recomendación del malogrado Scott a su mujer -"Haz que al niño le interese la historia natural"-, me prometí que mis hijas me recordarían por haberles enseñado el martín pescador, mi pájaro favorito y una de las aves más bonitas del mundo. Seguramente me recordarán por muchas más cosas, pero esa al menos será buena. El hijo de Scott, Peter, por cierto, se convirtió en un gran naturalista y hasta lo nombraron sir. Sostenía, herencia de su polar padre sin duda, que todo el mundo debe tener una causa, "aunque solo sean los j... patos".
Aventura en busca del martín pescador, la flecha azul, ayer cerca de Granollers
En fin, una cosa es asegurarles a tus hijas que les enseñarás un martín pescador y otra es cumplir la promesa. Ellas ya son adolescentes y aún no lo han visto. Suerte que no les prometí que les mostraría una pantera de las nieves. Sabe Dios que lo he intentado, lo del pájaro; varias veces. Pero cuando las cosas no salen, no salen. Las he arrastrado desde pequeñitas lejos del calor del hogar a incómodas excursiones en pos de la aérea y esquiva criatura, confiado en un soplo, la ley de probabilidades e incluso un presentimiento. Nada, ni con el atlas de nidificación de Cataluña. Y así años. Comprenderán entonces mi entusiasmo cuando el amigo José Luis Copete, mi Audubon particular, una de las únicas cinco personas en Europa que han visto el búho pescador, incluyendo dos turcos y un holandés, me dijo hace unas semanas que él y su amigo Pedro Rubio tenían localizado un nido de martines pescadores (Alcedo atthis). "El avistamiento está asegurado", zanjó.
Mis hijas recibieron la noticia con escepticismo. Claro, hemos vivido muchas decepciones. No es que no les ilusionara la idea, adujeron, pero tenían muchas cosas que hacer. Exámenes, ordenadores, novios. "Adelántate tú, papá, y luego nos lo explicas". El gran momento familiar habría de esperar, pero al menos yo conseguiría una localización precisa.
Me citó Copete temprano. Yo pensaba que se refería a las diez de la mañana, pero era a las seis. "Los pájaros madrugan", ilustró. Empezábamos bien. Pertrechado con mis viejos prismáticos y un libro bien escogido (How to be a bad birdwatcher, de Barnes), me lancé a la aventura. La conversación en el coche con Copete, que se marcha pronto al Amazonas, acrecentó mi temprano entusiasmo y, además, en la autopista se nos cruzó un pito real (se ve que viven en un bosquecito junto al peaje de Mollet, qué cosa). Rubio se nos unió en Granollers con relatos tan interesantes como la vez que se les escapó una pitón albina y estuvo oculta por la tienda durante ocho meses hasta que la encontraron: se alimentaba de hámsteres fugados...
El martín pescador -en realidad una pareja y dos crías- aparece siempre, me aseguraron. Es un pájaro confiado. Verlo, con su vuelo de un centelleo azul eléctrico, "es un momento mágico". Se trata de un pájaro escaso en Cataluña: entre 1.000 y 1.420 parejas.
Tras adentrarnos por un camino en un bosque llegamos a un pequeño afluente del Tenes. Ahí había montado Pedro el hide, el escondite de observación, muy casero y de escasas comodidades. Nos introdujimos con unas sillas plegables no sin hacer yo antes acopio de ortigas. La conversación seguía en un nivel alto -la densidad del mochuelo en el Vallès, el tipo al que le atacó un urogallo-. Yo aproveché para recordar la muerte de Richard P. Smithwick atrapado en arenas movedizas al tratar de llegar hasta un nido de martín pescador, precisamente. Como había poco entretenimiento en el hide, José Luis se dedicó a identificarnos las aves de alrededor por la voz: pico menor, oropéndola, curruca capirotada, ruiseñor bastardo (aunque para bastardos, los mosquitos). Luego nos explicó pormenorizadamente cómo se obtiene el esperma de los pájaros, la mayoría de los cuales, con la notable excepción de, por ejemplo, los patos, carecen de pene, lo que ha de ser un gran inconveniente. "Coges al pájaro así, le abres las patas y le das un masaje junto a la cloaca". El trabajo al ave hay que hacérselo entre dos personas: la segunda recoge la simiente con un tubo capilar. "Lo puede hacer uno solo sosteniendo el tubo con la boca, pero es difícil: corres el riesgo de aspirar, pasarte de frenada, vamos". Para ave y francés, la alouette lulu, me dije para mis adentros (!).
Como es natural, acabamos hablando nostálgicamente de chicas: la guapa anilladora Ciara Escoda, hoy técnica de Medio Ambiente... Pero el martín pescador, el deseado blue flash, el enjoyado kingfisher, no viene. No es un día de alción. Pasan las horas. Comienza a cundir cierto desánimo. No dejo de mirar por mi ventanita. El mundo se reduce a ese minúsculo fragmento desierto. Escaso lienzo para mis hermosos sueños. "¡Escucha!". Copete ha oído al ave anhelada. La esperanza, esa cosa con plumas. Pero no, no viene. Admitimos la derrota. Nos arrastramos fuera del hide.
Mis compañeros se muestran abatidos. "Te hemos decepcionado". Ah, no. Nunca. No hay nada más alado que la amistad. Regresaremos en un día de luz, me juramento, para que el pájaro azul cumpla de una vez, en un estallido de fulgor, la más radiante de las promesas.
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