Medicina hecha ladrillo
El Clínico, un hospital moderno del republicano Sánchez Arcas
El día que murió Durruti, el Clínico era un campo de batalla y el Ritz un hospital de campaña. La guerra pone las cosas del revés. El 19 de noviembre de 1936, una bala alcanzó al líder anarquista cuando se dirigía al hospital Clínico San Carlos, donde la guerra se libraba habitación por habitación: los nacionales habían tomado los pisos altos, los republicanos los bajos. Se lo llevaron al Ritz, donde aguantó hasta el día siguiente sin que los médicos pudiesen hacer nada.
"Esto era la primera línea del frente, el Clínico, que no estaba terminado, servía para practicar la puntería", dice el arquitecto Pedro Iglesias sobre la colina en la que se encuentra el hospital, reconstruido tras la devastación de la guerra. Iglesias acaba de publicar el libro La habitación del enfermo, una tesis sobre la arquitectura hospitalaria del movimiento moderno. Es un edificio "inteligente", "que parece clásico, pero cuyas decisiones han sido tomadas por las necesidades funcionales", dice. Por ejemplo, las alas con las habitaciones son paralelas no simétricas, porque así todas las terrazas tienen una benévola orientación al sureste y están protegidas de los vientos.
Manuel Sánchez Arcas, su autor, perteneció a la llamada generación del 25, la hermana arquitectónica de la poética generación del 27. Como los líricos, estos arquitectos intentaron integrar la tradición y la renovación, la modernidad y lo español. Atender al progreso pero también a las propias señas de identidad para encontrar una voz propia. "Sánchez Arcas no es un arquitecto de vanguardia, pero entiende que el hospital del siglo XX es un edificio en el que las enfermerías solo ocupan una parte pequeña y donde los distintos servicios deben poder modificarse con facilidad", explica Iglesias en su libro. El hospital moderno no se limita a alojar enfermos, en él se lucha por la salud, por lo que ganan espacio los laboratorios o las salas de radiodiagnóstico, es además un edificio altamente tecnológico y flexible, adaptable a los constantes avances de la medicina. Es un edificio de su tiempo, vaya. Parece una perogrullada, pero la historia de la construcción de hospitales es, según Iglesias, uno de los "constantes desencuentros entre la arquitectura y la medicina".
¿Por qué el divorcio entre ambas disciplinas?, ¿por qué los hospitales no llegan a convertirse en referentes arquitectónicos de las ciudades como pasa con los museos o los aeropuertos?, se pregunta el arquitecto. "Construirlos supone un esfuerzo mastodóntico en tiempo y en dinero", se responde. "Y al final, no atienden ni a las necesidades del enfermo, ni a las de los médicos, ni a los planteamientos del arquitecto... Acaban haciéndose a la medida de quienes los promueve: políticos y constructores". "Para el estado de la ciencia, en cada momento hay un modelo de hospital que funciona, pero no siempre se lleva a cabo", dice Iglesias. "Cuando ya se había descubierto que el contagio era cosa de los microbios, no del aire, se seguían haciendo hospitales pabellonales proyectados sobre teorías higienistas superadas".
Sin embargo, el edificio de Sánchez Arcas, hijo y hermano de médicos, sí responde a las necesidades de su tiempo, 1928. "Es una pasada para la fecha", concluye Iglesias. Se puede ver en los balcones de martillo voladizos y en los quirófanos poligonales, que con sus gradas y lucernarios servían como teatros de operaciones para los universitarios (ambas estructuras de hormigón construidas por el maestro Torroja).
Sánchez Arcas creía en una arquitectura suavemente innovadora, que debía avanzar por las premisas sociales, no por las ocurrencias de los arquitectos. Por ello, el Clínico tiene detalles clásicos, como su entrada monumental, un pórtico con grandes columnas que indica al público por dónde se entra. "Para él era una cuestión de urbanidad, como vestir con corbata", dice Iglesias, "hacía arquitectura para la gente, la vanguardia porque sí le parecía incivil". Era un compromiso político. Sánchez Arcas era rojo y sirvió en varios cargos públicos durante la República. Murió en la Alemania democrática, después de vivir el exilio en Moscú y en Varsovia, donde fue a parar cuando los que luchaban en los pisos altos de su hospital ganaron a los de abajo.
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