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Columna
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Qué miedo el mar

Carlos Boyero

Alguien muy sabio aconsejaba no temer más que el miedo, pero tampoco conocía la fórmula para espantar a ese depredador. Muchos niños sienten terror ante la oscuridad. Tal vez sea irracional, es la intuición de que esta solo la pueden habitar el desamparo y los monstruos. Los pavores de los adultos tienen más sentido. Miedo a las enfermedades lentas y devastadoras, a las pérdidas, a la locura, al fin del amor, a la traición, a la soledad, a la ruina económica. Saben que esos enemigos son reales y siempre están al acecho. Si uno dispone de dioses, la necesidad del martirio y la seguridad de que está recompensado en el más allá, imagino que esos terrores atávicos se llevan mucho mejor. Pero los agnósticos lo tienen crudo.

El mar no está incluido entre los miedos permanentes de la mayoría de los seres humanos. Su peligro solo deben constatarlo pescadores y marinos que han sobrevivido a tormentas chungas. También conozco a unas cuantas personas a las que nadie podría convencer para que se dieran un baño nocturno en el mar después de haber sufrido la secuencia inicial de Tiburón y su instalación a perpetuidad en el subconsciente. También tengo recuerdos de infancia que me aseguran que los monstruos en el cine japonés salían siempre del mar, pero sabías que era de mentira.

El mar existe para ofrecer relajamiento a los sentidos al observarlo, crear ensoñación, alimentar la poesía y la literatura, simbolizar la libertad en tantas películas (unas buenas y otras malas) en las que inevitablemente sus perdidos o angustiados personajes encuentran la liberación espiritual al encontrarse finalmente con él.

Pero ese monstruo algunas veces ataca sin declaración de guerra, sin que nadie pueda imaginar un minuto antes que va a desatar el fin del mundo. La imagen de esas aguas tranquilas que se repliegan de la playa para embestir inmediatamente con los atributos del Apocalipsis protagonizará las pesadillas de los que sobrevivieron al infierno.

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