Tenor de Madrid
Quien acuñó esa frase: "De Madrid al cielo", dicen que en el siglo XVIII, sin autor preciso, probablemente nunca pudo imaginar que llegara el día en que un tipo nacido en la calle de Ibiza cumpliría el eslogan. Plácido Domingo encarna ese espíritu mejor que nadie. Los 70 años que festejó el viernes rodeado de su público, amigos, familia, en el Teatro Real han servido para que durante toda la semana se haya puesto en justa perspectiva su leyenda.
Pero más allá de las cifras apabullantes, de su obsesión por batir récords y por poner picas en Flandes, Domingo sigue seduciéndonos por lo que queda fuera de los titulares. Alejado de sus marcas históricas, sus 130 papeles enterrando las categorías y los encasillamientos en todas las tesituras, sus más de 3.000 representaciones, de sus hitos, de sus minutos de aplausos, de sus vueltas al mundo y sus apabullantes energías destroza marcas, sus condecoraciones, sus premios. Lejos del superhombre y el hincha -o bien cerca- está ese toque que nos produce su presencia, esa devoción al escenario, esa fiereza teatral, esa pasión desaforada por tocar el corazón de cada uno de nosotros cuando lo ve, lo escucha, lo disfruta.
Plácido Domingo sigue seduciendo por lo que queda fuera de los titulares
Hace más de 10 años, cuando él rondaba los 60 y ya parecía haberlo hecho todo, los periodistas, tan imbéciles, le preguntábamos sobre su retirada. Era lo lógico si nos atenemos a comprender los límites físicos de cualquier ser humano. Pero es que Plácido no es cualquier ser humano. Con los años hemos entendido que no solo es inútil, sino además, una falta imperdonable de respeto, una ceguera inexcusable insistir, como siguen haciéndolo algunos. No solo muchos de los que se lo demandaban se hayan retirado antes del periodismo que Plácido de los escenarios, sino que lo mejor va a ser cruzar los dedos y pedir al cielo, al cielo de Madrid, que aguante, que siga, que nos dé esas fascinantes lecciones de heterodoxia.
Porque verle al final de su carrera meterse en tesituras de barítono es, ante todo, una bendita demostración de riesgo y ruptura de moldes solo posible en un artista de sus dimensiones. ¿Cómo Plácido va a cantar Simon Boccanerga, cómo va a interpretar a Rigoletto? ¿Y por qué no? Que haga lo que le dé la gana y a los guardianes de las esencias, que les den.
Lo mismo que a todos aquellos partidarios de las camarillas, la bronca, el club de la pureza, cuando hacían suyo el santo grial de Alfredo Kraus -como Galdós, ese madrileño nacido en Canarias- para tratar de oponérselo a Plácido como ejemplo. Esa ansia de contraponer el uno al otro ha hecho mucho daño a la afición. ¿Por qué no quedarnos con ambos? ¿Por qué no cerrar divisiones ciegas y defender a los dos en sus propias virtudes como ejemplos de que esta ciudad ha proporcionado al mundo? Nada más y nada menos que a dos de los mayores cantantes de la historia.
Kraus, con su rigor, con su elegancia, con su exquisitez; Plácido con su descaro, con su voluntad de hierro, su maravillosa perseverancia, esa que a la edad madura -como dice él elegantísimamente, resistiéndose con razón a llamarla vejez- le hizo escuchar los mensajes de su voz y su cuerpo y buscar soluciones para seguir de pie en el escenario.
No importaba si el precio que había que pagar era tan desafiante como meterse a aprender papeles en ruso, rescatar óperas enterradas en los baúles y adaptar su voz a una tesitura ajena que ha hecho propia, intermedia. Cualquier cosa con tal de seguir deleitándonos en el escenario a estas alturas. Allí ocupará su espacio hasta el último latido, ya lo ha dicho.
Mientras ese triste momento llegue, cuanto más tarde mejor, cada vez que acudamos a verlo, debemos ser conscientes de escuchar al último representante de un divismo descomunal, de una forma total de entender el arte, de una manera de hacer, de amar, de afrontar ese espectáculo total llamado ópera y elevarlo hacia la leyenda.
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