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Columna
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Los legionarios de Cervantes

Tengo un amigo escritor -y colaborador ocasional de estas páginas- que siempre que puede abomina de la mercantilización de la cultura pero que está intentando desesperadamente ganar el Premio Nadal, el Alfaguara, el Biblioteca Breve o incluso el Planeta. Me relaciono también con otros dos o tres autores, conocidos de todos, que en sus columnas periodísticas arremeten apocalípticamente contra la partitocracia que gobierna España, contra la corrupción rampante y contra la inmoralidad de la sociedad en la que vivimos, y al mismo tiempo forman parte de jurados amañados, acuden a actos inanes pagados suntuosamente con dinero público y organizan camarillas de compadres endogámicas y mafiosas. Y son legión los que, invocando la elevada misión del arte y la austeridad que se le debe, desprecian los laureles y las glorias mundanas justamente hasta que les son concedidos a ellos. En realidad, los escritores no somos muy diferentes de esos obispos que, después de haber manoseado a un niño, se suben al púlpito para tronar contra los pecados de la carne.

Hay dos célebres aforismos que sirven en estos asuntos para aliviar la conciencia: "Haz lo que yo digo, no lo que yo hago" (Do as I say, not as I do) y "Todos debemos aprender a vivir con nuestras propias contradicciones". Con estas coartadas ya se puede cometer cualquier desmán. Ahí está, por ejemplo, Marcial Maciel, que, aunque fue pederasta, libertino, chantajista, estafador, plagiador, drogadicto e incluso asesino, según aseguran algunos periodistas que investigan su vida, no dejó nunca de predicar la pobreza, la castidad y la misericordia. Sus legionarios reniegan hoy de él, pero siguen bendiciendo sus enseñanzas sin pararse ni un instante a pensar que tal vez tanto rigor moral sólo puede ser concebido por una mente gangrenada. El trigo que es fácil de predicar pero imposible de ser dado no es nunca trigo limpio.

Hace poco le oí decir a Carlos Zanón, un escritor casi secreto, que la inteligencia es esa cualidad que le sirve a quien la tiene para darse cuenta de las trampas que se tiende a sí mismo, de los engaños con los que trata de embaucarse. Me pareció una definición fascinante. La inteligencia, de ese modo, sería la capacidad de no ser inconsecuente. La capacidad de mantener algún grado de coherencia -más allá de la retórica- entre lo que se dice y lo que se hace. El hilo que une los pensamientos y los actos.

Un sermoneador sólo tiene tres posibilidades taxonómicas: ser consecuente con sus sermones, ser un cínico o ser imbécil. ¿En cuál de las tres categorías debemos colocar al aspirante a un gran premio comercial que rechaza la mercantilización de la cultura, al apóstol de la pureza que exige un hotel de cinco estrellas pagado con dinero público y al fustigador de la frivolidad del mundo literario que busca cada noche su nombre en Google? En la primera de ellas no, por supuesto.

En los libros he encontrado siempre, desde mi adolescencia, las cavilaciones más lúcidas sobre la naturaleza humana. Los escritores -los buenos- son capaces de representar como nadie las flaquezas, las ambiciones y las miserias del alma. Resulta llamativo, por tanto, que no acierten a reconocerlas en sí mismos al primer vistazo. O que, si lo hacen, no enmienden luego sus soflamas. Habría que plantearles a muchos de ellos la disyuntiva que Juan Ramón Jiménez le ofrecía a León Felipe en la guerra, según recuerda Trapiello en Las armas y las letras: "O no gritar tanto o a las trincheras, León Felipe".

Luisgé Martín (Madrid, 1962) es autor entre otros libros de Las manos cortadas.

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