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Reportaje:tipos de interés | arte

EL DELINCUENTE

En los últimos tiempos, quizás a cuenta de la cuesta empinada por la que nos estamos despeñando, se ha impuesto un precepto que poco a poco ha mutado hasta convertirse en un mantra: "La gente no cambia". No importa lo que hagamos o dejemos de hacer, el peso del adoquín donde empezamos a caminar siempre tendrá más importancia que las dobleces de nuestra trayectoria posterior. Creer esto sirve a muchos propósitos, rupturas y despidos: si la gente no cambia no vale la pena ni intentarlo, seguro que el fracaso espera agazapado tras la puerta para darnos el golpe de gracia, así que mejor lo dejamos aquí y a otra cosa. Hasta se ha puesto de moda recurrir una y otra vez al refranero, aunque sea el oriental: "Es más fácil cambiar el curso de un río que el carácter de un hombre".

Sin embargo, ese boxeador de peso pesado que es la realidad se empeña en atizarnos una y otra vez, ya que cambiamos, y tanto que cambiamos. O al menos tenemos esa capacidad, que la explotemos o no ya entra en otra órbita de reflexión.

Pongamos por ejemplo a uno de los delincuentes más célebres que jamás han visitado el sistema penitenciario estadounidense: James Carr. Carr nació en un barrio de Los Ángeles donde, utilizando un símil bursátil, las acciones de futuro siempre van a la baja y la vida es un bono basura. Allí descubrió que la única manera de sobrevivir era ser el peor de todos. Así fue como aquel tipo negro con manos de mármol y corazón de piedra se dedicó en cuerpo y alma a demostrar al mundo que no iba a dejar títere con cabeza.

"A los nueve años incendié mi casa". Así arranca su autobiografía, en la que Carr explica su paso por la cárcel y la creación del grupo de presos más salvaje de la historia, articulado para contrarrestar el peso de la población blanca en prisión. También habla el enemigo público de sus alianzas entre barrotes, construidas a base de sangre y fuego, hasta convertirse en el recluso más odiado y temido del América del Norte.

Todo siguió igual hasta que Carr comprendió que su lucha nada tenía que ver con las prisiones, las bandas o la delincuencia común y el forajido pasó entonces a convertirse en otra cosa. Investigó su caso, desmontó las estrategias de la fiscalía y trazó una línea que le llevó a ser exonerado de los cargos y liberado de su reclusión; se convirtió en un peso medio de prestigio y en un matemático excepcional. Empezó también una carrera política en las filas de los Panteras Negras que se truncó cuando comprendió que aquellos tipos no eran más que racistas de nuevo cuño. Formó una familia y decidió escribir un libro donde contaría cómo se llega a ser un villano de la peor calaña y, más importante, cómo dejar de serlo. Un día después de entregar sus memorias a un editor dos pistoleros le acribillaron delante de su casa.

Nunca se supo quién había acabado con él, pero Carr tenía tantos enemigos que hubiera podido llenarse el Titanic con los sospechosos. El delincuente había sobrevivido a vientos y mareas, al hombre ejemplar se lo cepillaron en un periquete. Ahí seguramente radica la clave del asunto. Podemos cambiar, claro que podemos: otra cosa es que nos dejen.

Detalle de la portada de la autobiografía de James Carr.
Detalle de la portada de la autobiografía de James Carr.

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