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AL CIERRE
Columna
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Muy bonito, me ha gustado mucho

Julio Cortázar ya había publicado Rayuela cuando el peruano José María Arguedas, antropólogo y profesor universitario, adalid de la literatura indigenista, y, en fin, autor de ficción nada desdeñable, le reprochó en un artículo su cosmopolitismo literario, su absentismo parisiense y lejanía de los problemas y realidades de la gran patria iberoamericana. Y Cortázar le respondió con otra carta en la que le decía: "Tú estás tocando una quena en Perú mientras yo dirijo una orquesta en París". La quena es esa flauta andina tradicional que sólo tiene cinco notas, a todas luces inadecuada para la música sinfónica, la música orquestal de Rayuela; y París entonces era la capital mundial de la literatura, y más que eso, una idea de plenitud, de poesía, de juventud, de felicidad. Así que la frase de Cortázar era una victoria retórica sin paliativos; pero lo que no sabía el argentino es que Arguedas llevaba años entrando y saliendo de la depresión y rumiando ideas suicidas, que la carta de la quena le apenó mucho, más de la cuenta, y que al poco de recibirla se pegó un tiro.

Arguedas reprochó a Cortázar su lejanía de los problemas iberoamericanos

Le comenté ayer, durante la cena, este episodio (que leí en La utopía arcaica, un ensayo de Vargas Llosa) a un señor que allá por el año 1969 fue amigo de Cortázar y él me confirmó lo que yo ya me imaginaba: "Al enterarse del suicidio de Arguedas, Julio se quedó blanco como el papel, horrorizado, transido por un sentimiento de culpa".

¿A qué me recordaba este sentimiento de culpa? Sí, a una anécdota de Francisco José de Austria-Hungría, según la cuenta Valverde en Viena, fin del imperio. Un día pidieron al emperador su opinión sobre cierto edificio recién construido en la capital, y sólo se le ocurrió responder en tono ligeramente desdeñoso que aquello parecía una estación de tren. Al conocer la imperial opinión, el arquitecto se pegó un tiro. Desde entonces, cada vez que a Francisco José le preguntaban su opinión sobre un edificio, una ópera, un vals, una representación teatral, un concierto, cualquier cosa, automáticamente respondía:

-Muy bonito. Me ha gustado mucho.

La gente al oírlo pensaría "el emperador no tiene opinión", pero es probable que, muy al contrario, tuviese una opinión muy precisa sobre el valor de la opinión en general y sobre el de la suya en particular.

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