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Columna
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El Estatuto y su laberinto

Esta vez estaría bien no hacer el ridículo.

La imposibilidad del Tribunal Constitucional de aprobar su quinto borrador de sentencia del Estatut tras casi cuatro años de deliberaciones no es solamente una aceptación de su incapacidad. La sentencia imposible deja en evidencia las contradicciones de todos y el poco coraje de muchos.

El presidente Zapatero pretende que la sentencia no va con él. En la ejecutiva del PSOE se limitó a reclamar "contención, prudencia y responsabilidad", que siempre está bien cuando no hay mensaje. El problema es que el Estatuto de Cataluña está irremediablemente unido al resultado de la gestión de Zapatero y a su futuro político. Zapatero ha actuado ingenuamente en relación con la Administración de Justicia -véase el nombramiento de Carlos Dívar- y se han visto defraudadas sus expectativas de entenderse con un PP que cuando tiene poder lo ejerce sin contemplaciones. Ayer moduló la negativa inicial de José Blanco de renovar el tribunal, pero se movió una vez más en las declaraciones de intenciones. Probablemente, Zapatero teme ahondar la sensación de crisis institucional que se desprende de la incompetencia del TC añadida a la ofensiva contra Baltasar Garzón. Pero el problema del recurso contra el Estatuto no se va a arreglar solo y Zapatero puede fracasar estrepitosamente en su compromiso con Cataluña.

Se resquebraja la arquitectura institucional salida de la transición y estamos otra vez en el vértice de la espiral

Lamentablemente para la democracia, Zapatero tiene que forzar la renovación del Tribunal con la conciencia de que los nombres del PP actúan al dictado. Aun así, lo que se ha filtrado del borrador de esta sentencia, considerada demasiado progre por los magistrados del TC, es políticamente inaceptable en Cataluña. Después del largo proceso de negociación y la legitimidad indiscutible de las mayorías en el Parlament, el Congreso, el Senado, la votación en referéndum y tras décadas de democracia la "indisoluble unidad de la nación española" suena excesivamente rancio y lamina temas clave.

El PP ha dejado claro que manda incluso cuando no gobierna, pero su maximalismo puede acabar perjudicándole a medio plazo. El proceso de des-aznarización pretendido en Cataluña está en falso con el recurso y no va a hacer falta ir al notario para dificultar cualquier pacto con Convergencia i Unió o un eventual apoyo a una investidura de Rajoy. Si no hay renovación o si hay sentencia, será importante preguntarse si los nuevos aires de Sánchez Camacho servirán de algo electoralmente.

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En Cataluña es momento de aclarar posiciones y comprometerse con dignidad más allá de la táctica habitual para llegar a la próxima cita electoral.

El candidato Montilla disfruta del foco institucional que le otorga la presidencia y debería guiarse por la gravedad que imprime el cargo en un momento clave. Para conseguir una posición mayoritaria de las fuerzas políticas catalanas sólo es viable una posición común sin trampas. Para ello, el PSC deberá forzar las relaciones con sus socios, votar en contra del PSOE si es necesario y enseñar los dientes al sector nacionalista español, que se resiste a las proclamas federales que algún día hizo su líder. Por su parte, CiU deberá sacrificar a priori una salida política potencial con el PP tras las elecciones y jugar a favor de la solidaridad catalana.

La arquitectura institucional que se consiguió con los miedos y las generosas renuncias de la transición se resquebraja y estamos otra vez en el vértice de la espiral. No parece momento de hipérboles, pero esto recuerda mucho a la peor tradición de la España de la trinchera. Oír el no pasarán (¡sobre todo porque ya pasaron!) y la fórmula sobre la indisoluble unidad de España pone la piel de gallina a cualquiera con algo de memoria o de sensatez.

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