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Columna
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El mundo al revés

Los que crecimos durante la Transición, pasamos parte de nuestra adolescencia cantando un poema de José Agustín Goytisolo al que había puesto música el cantante Paco Ibáñez. Se titulaba Érase una vez y, en forma de sencilla composición infantil, describía mejor la paradoja del mundo que a través de un principio aristotélico o de un discurso de Kierkegaard. Una cancioncilla, que duraba apenas lo que dura un guiño y era transparente como un silbido, inocente como una fábula para niños, perversa como el transfondo de un cuento de Perrault, venía a expresar con precisa ironía una contradicción desmoralizante: sólo en sueños es posible en este mundo la justicia; con los ojos abiertos de la vigilia (Les yeux ouverts, de Yourcenar, que leeríamos después) lo que se acierta a distinguir es la pasmosa injusticia que acarrea sus contradicciones. El poema decía así: "Érase una vez / un lobito bueno / al que maltrataban / todos los corderos. / Y había también / un príncipe malo, / una bruja hermosa / y un pirata honrado. / Todas estas cosas / había una vez / cuando yo soñaba / un mundo al revés".

Los que crecimos en la Transición teníamos una certeza: la democracia devolvería la justicia

Supimos que esta canción era un poema de José Agustín Goytisolo a través de la carpeta gastada de un doble LP titulado Paco Ibáñez en el Olympia. La había diseñado el pintor Antonio Saura (o no, a lo mejor esa fue una carpeta anterior) y era de un negro brillante, aunque se había quedado algo mate y casi gris de tanto manosearla y hasta se le habían despellejado los bordes por culpa de abrirla una y otra vez. Nos sentábamos en el suelo, frente al tocadiscos, con la carpeta sobre las piernas, y nuestro corazón adolescente se exaltaba de poesía ("fieramente existiendo") y nuestros ojos se esponjaban ("ciegamente afirmando") con la emoción propia de un inútil combate. Pero aún no lo sabíamos.

Todo era mítico entonces: el teatro Olympia, donde habían cantado también Edith Piaf y Jacques Brel; en el boulevard des Capucines, por el que habían paseado Baudelaire y Maupassant, y donde los hermanos Lumière mostraron por primera vez el cine al mundo; en la ciudad de París, adonde queríamos llegar para encontrarnos con el mago Cortázar antes de que fuera demasiado tarde. Y lo fue. Todo era mítico y la poesía nos cargaba de futuro: en la voz ronca y desentonada de Paco Ibáñez leíamos por primera vez a Valente y a Cernuda y a Manrique, a Góngora y al Arcipreste y a Machado, a Blas de Otero y a León Felipe y a Gabriel Celaya, a Gloria Fuertes y a José Agustín Goytisolo. El futuro aún no era ese tiempo en el que "ya nada se espera personalmente exaltante / mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia".

Crecíamos en la transición política y los mayores nos habían puesto esos discos para que supiéramos cuáles habían sido las armas del pasado y comprendiéramos cuáles habrían de ser las del futuro. Desde nuestra perpleja edad, asistíamos a la construcción de la democracia con el entusiasmo de un testigo clave. Ajenos a la servidumbre de los pactos, teníamos una certeza: la democracia devolvería la justicia.

Paco Ibáñez era un cantautor que vivía en París porque sus padres, militantes anarquistas, habían tenido que exiliarse tras la Guerra Civil. Cuando Paco tenía seis años el ejército nazi ocupó Francia y su padre fue detenido y confinado en un campo de trabajo para republicanos españoles, por lo que la madre regresó a España con sus cuatro niños, hasta que en el 48 atravesó clandestinamente la frontera de Perpiñán para reunirse de nuevo con su esposo y reconstruir la familia. Sólo a la muerte de Franco se levantó la censura en España contra Paco Ibáñez, que había heredado el activismo anarquista de su padre y se había convertido en un cantautor célebre, principalmente por poner música a muchos de los mejores poetas de la lengua española. José Agustín Goytisolo, por su parte, había sufrido con sólo 10 años el drama de perder a su madre, víctima en 1938 de un bombardeo de los rebeldes nacionales sobre la ciudad de Barcelona.

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Cuando escuchábamos Érase una vez y nos aprendíamos la letra en la carpeta manoseada de Paco Ibáñez en el Olympia, le imaginamos intentando cerrar sus heridas con la escritura de Del tiempo y del olvido y Palabras para Julia. Mientras, en Sevilla, un joven nacido en Baeza, Jaén ("aceituneros altivos"), de nombre Baltasar Garzón, se pagaba los estudios de Derecho trabajando de albañil. Tenía una doble obcecación: que se hiciera democracia y que se hiciera justicia.

Treinta años después, Falange de las JONS le sienta en el banquillo ("Garzón no se libra de ésta", dice su vicesecretario). Paco Ibáñez sigue cantando a los poetas y mantiene su inalienable determinación de rechazar cuantos premios y reconocimientos le han sido concedidos (incluyendo la Medalla de las Artes y las Letras Francesas). Por su parte, José Agustín Goytisolo se precipitó al vacío en 1999, incapaz de soportar por más tiempo la altura de su tristeza. Y yo canturreo una y otra vez el estribillo de Érase una vez, soñando con el mundo como una adolescente pertinaz.

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