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Columna
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El poder del miedo

Abrir debates tranquilos no es nuestro fuerte. Pero la magnitud de la reacción al anuncio del Ayuntamiento de Vic de exigir un visado vigente para empadronar a extranjeros muestra que el aluvión de llegadas de la última década y la crisis económica hacen urgente actualizar nuestro pacto social.

Vic, que tiene un 25,5% de población inmigrante y un 34% de escolares de origen extranjero, es un modelo de integración. Como otras ciudades y barrios que viven en un permanente equilibrio inestable. El Consistorio ha tenido la capacidad de abrir un debate, pero se ha equivocado en todo lo demás. ¿Cuál es la utilidad de la medida propuesta por el gobierno municipal de Vic? Más allá de la clarificación de los criterios de empadronamiento, dejar fuera del padrón a los inmigrantes irregulares sólo complica las políticas públicas para favorecer la cohesión social. La realidad es la que es. La inmigración tiene que gestionarse, y poner en cuestión su carácter permanente no mejora el diagnóstico que podamos hacer de la realidad. Convertir a los inmigrantes en fantasmas no les hará desaparecer, y condenarlos a la clandestinidad sólo perjudicaría a la convivencia.

Convertir a los inmigrantes en fantasmas no les hará desaparecer, y condenarlos a la clandestinidad afecta a la convivencia

El alcalde ha admitido que el debate es necesario, si no "no nos votará nadie", dice. Su inquietud es comprensible, pero es un error que la agenda política municipal y catalana esté marcada por el miedo al éxito del ultraderechista y xenófobo Josep Anglada. De momento, el resultado más claro de un debate que alimenta las tesis simplistas es la gran repercusión de las propuestas de Plataforma per Catalunya y su discurso del miedo. Entre todos le estamos haciendo la campaña electoral para conseguir unos cuantos escaños y entrar en el Parlament en las próximas elecciones, tras presentar una marca blanca en Salt y obtener concejales en municipios con alta inmigración.

La propuesta de Vic es un SOS. Los municipios tienen obligaciones que van más allá de los medios de los que disponen para cubrirlas. Pero el planteamiento del debate transmite la idea de cohesión, de pertenencia, por origen y no por ideas o actitudes.

El efecto llamada no son los servicios sociales sino la economía, como demuestra que con la crisis se ha frenado la entrada de inmigrantes. Las repatriaciones han bajado un 18% porque la llegada de los sin papeles ha caído más del 80% respecto a los datos de 2006. Con la crisis, los inmigrantes pasarán a engrosar ese 20% de economía sumergida que conoce bien el ex alcalde Corbacho. La economía europea necesita inmigrantes y su llegada se ralentizará, pero no desaparecerán, teniendo en cuenta que Europa prevé que perderá en los próximos 30 años 50 millones de trabajadores activos. Los extranjeros son, mayoritariamente, población activa. Los argumentos sobre el gasto social se desvanecen cuando se observa el padrón de Salt, verdadero laboratorio de la inmigración en Cataluña, donde de la población de más de 60 años, el 95,57% es de origen español. Si aceptamos el argumento de que la identidad se construye básicamente por el origen, las comunidades en las que se acentúa la vulnerabilidad económica se confirmarán únicamente a través de la religión. Si no se ofrece una idea de identidad catalana, local, reforzaremos que la religión sea la opción identitaria y reforzaremos a los radicales.

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La reacción del Gobierno catalán ha llegado tarde. El exceso de prudencia es a veces cobardía y el Gobierno ha tardado en buscar las palabras para reconocer las dificultades de los municipios, aunque advirtiendo que excluir del padrón no soluciona nada. Sólo lo ha hecho cuando estaba claro que el recorrido de la medida acabaría en Madrid. El coste electoral de un debate marcado por una iniciativa de 2003 de Plataforma, jaleado por el PP, animado por CiU, con el PSC desorientado y el Gobierno en silencio esperando una salida a la crisis, puede ser alto en precampaña electoral. Pero el coste social a medio plazo del desgaste de la convivencia y de alimentar el sentimiento de exclusión de la primera generación de catalanes de origen extranjero, en plena búsqueda de identidad, puede ser mucho mayor. Andreu Bover, un técnico social de Salt poco dado a la hipérbole y muy dedicado al discreto trabajo del día a día desde hace muchos años, asegura que "la situación puede complicarse de manera muy rápida" si no hacemos políticas sociales que ayuden a la integración. En Vic, Manlleu, Badalona o Salt la convivencia puede tener fecha de caducidad. La cuestión merece algo más que linchamiento, silencio o fariseísmo.

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