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Columna
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Entre todos

Guillermo, un lector encantador e inteligente, me manda una carta a favor de las descargas libres. Sostiene que los recelos provienen de un prejuicio ante los cambios sociales provocados por las nuevas tecnologías. Sí, es verdad: ese prejuicio existe. Yo, que soy una entusiasta partidaria de la informática, que me considero una internauta de pro y me emociona el software libre, he tenido que escribir más de una vez contra los topicazos retrógrados que pululan por ahí, como, por ejemplo, que Internet entontece y aísla, cuando en realidad los estudios demuestran que las personas que usan más la Red tienen una vida social mucho más rica.

Pero esto no quiere decir que todo valga. Veo una gran banalidad en muchos de los planteamientos pro descarga, un entusiasmo simplón en pro de no se sabe qué libertad (simplemente de La Libertad, con muchas mayúsculas) y en contra de los malísimos millonarios que se oponen a Ella. Y yo no sé qué tienen que ver los millonarios con los creadores de todo tipo, que, en su inmensa mayoría, son unos pringados. Y aunque no lo sean, tienen todo el derecho a exigir una remuneración por su trabajo. No entiendo que estos aguerridos defensores de la libertad paguen religiosamente sus ordenadores o su wifi a los verdaderos millonarios, pero que luego exijan que los contenidos sean gratis, de manera que los únicos que pringan ahí son los autores. Y es que hay un prejuicio contra Internet, pero también hay un viejísimo prejuicio contra el trabajo intelectual: todo el mundo entiende que tiene que pagar una máquina, pero lo de pagar una idea no termina de entrarnos. Quizá el proyecto de ley sea malo, pero los cambios tecnológicos exigen que nos reinventemos los perfiles del mundo. Habrá que pensar colectivamente cómo administrar esa nueva realidad, salvaguardando lo mejor posible los derechos de todos.

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