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Columna
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Europa como peligro

El nombramiento de la británica Catherine Ashton como alta representante de la Política Exterior de la Unión Europea tiene un valor simbólico a la hora de entender las debilidades del Tratado de Lisboa. La verdad es que el nombramiento, decidido al borde del ridículo, nos exige una meditación profunda para mirar hacia la realidad europea de forma sincera, al margen de antiguos sueños y palabras huecas.

Los laboristas, como partido de gobierno, se han caracterizado por su desconfianza hacia Europa. Basta recordar que, para que fuese posible la firma del Tratado, hubo que especificar un Protocolo sobre la Aplicación de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea a Polonia y al Reino Unido. Después de una serie de voluntariosos considerandos, se concluye que la legislación que afecte a las prácticas nacionales de Polonia y el Reino Unido sólo podrá aplicarse cuando quieran Polonia y el Reino Unido. Ése es el grado de compromiso británico. Estamos hablando de un país que se ha negado a consolidar la política de defensa común, con la intención de mantener el protagonismo de la OTAN y la dependencia de EE UU. De ese país nos llega Catherine Ashton.

La palabra Europa crea en la cultura española un peligroso malentendido entre la realidad y la imaginación heredada del pasado. Europa siempre significó para nosotros un horizonte optimista de avance en la democracia y los derechos sociales. Los regeneracionistas que vivieron el fracaso de la Restauración, los republicanos que aspiraban a transformar el país y los niños de la posguerra que espiaban a las suecas en las playas franquistas, pronunciaron la palabra Europa como una consigna de libertad, igualdad y modernidad.

La misma paradoja histórica que nos hizo superar la dictadura cuando la democracia entraba en su invierno tecnológico como sistema político, nos ha facilitado también la integración en Europa cuando su realidad tiene poco que ver con los antiguos valores, casi aniquilados por un liberalismo reaccionario parejo al neoconservadurismo norteamericano. Pensando en su estirpe ilustrada, la palabra Europa era una respuesta magnífica para defender las razones de la democracia social frente a los diversos fundamentalismos y frente a esa ley del más fuerte que ha santificado una bárbara economía especulativa. El problema es que la realidad europea ha cambiado de significación. Aceptamos la palabra Europa como marca de dignidad cívica, y no nos preguntamos lo que se esconde bajo sus sílabas.

La explicación de que los niños vienen de París sólo sirve para evitar que se hable de sexo. La explicación de que debemos aceptar determinadas cosas porque vienen de Europa (políticas económicas, educativas, sociales), sólo sirve para que dejemos de discutir sobre la realidad de un mercantilismo que está acabando con nuestra civilización.

Europa es hoy una poderosa apuesta por el capitalismo especulativo, pactada bajo una débil, casi inexistente, organización del Estado, que hace imposible el ejercicio de la política. Si se comparan los tratados o la fallida Constitución con los derechos de los antiguos estados nacionales, puede entenderse hasta qué punto la palabra Europa sirve hoy para recortar los derechos sociales y la autoridad de los ciudadanos.

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Estamos viviendo una verdadera Contrarreforma, que ahora nos llega de Europa. Se trata de crear un marco económico sin correlato político o estatal. Eso representa de manera muy alta Catherine Ashton. Nadie se molesta en denunciar que este tímido compromiso constitucional determina de mala forma nuestro futuro. El Tratado nos hace avanzar, pero hacia un callejón sin salida. No abrir un debate serio sobre la construcción europea está significando el suicidio político de la izquierda. Europa, claro, pero ¿qué Europa?

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