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Columna
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El adivino

El viernes, por un reportaje de Juan Cruz en este periódico, me enteré de que celebran en Sevilla un congreso en memoria de Leonardo Sciascia (1921-1989). Sciascia alcanzó cierta popularidad en España, en los años ochenta, por sus novelas de crímenes político-mafiosos. Pero, ahora que la política goza aquí de una espléndida mala fama, quizá convenga recordar que, novelista, cuentista, historiador, cronista, periodista y polemista siempre, Sciascia fue en todo momento un político, como acaba de subrayar en Italia Andrea Camilleri, otro escritor siciliano de intrigas criminales, famoso inventor del comisario Montalbano.

A pesar de que, según cuenta Camilleri, Sciascia consideraba públicamente la política como una actividad mediocre hecha por mediocres, el escritor fue concejal de Palermo en 1975, y diputado nacional y europeo en 1979. En Palermo fue elegido, como independiente, en las listas del partido comunista. Aguantó año y medio en el ayuntamiento. Descubrió que el PCI y la gobernante Democracia Cristiana se enfrentaban como en un espejo, dos caras de lo mismo, izquierda y derecha. No existía verdadera oposición. Se fue. "Había que estar en el ayuntamiento para dejar hacer cosas que no se debían hacer. Así que me fui", explicó Sciascia.

Veía a aquella izquierda y aquella derecha como polos complementarios de un único mundo poco deseable. Aquí se da, 30 años después de la muerte de Sciascia, algo parecido. La confrontación política se limita esencialmente a una competición de corrupción ante un espejo. ¿Qué partido tiene más delitos de corrupción pendientes? ¿Quién menos? Es como en el cuento de Blancanieves, cuando la reina se mira al espejo mágico y pregunta: ¿quién es la más bella del mundo? ¿Quién es el menos podrido de la reunión? Y hay ya algo feo en la pregunta de la reina, como hay algo sucio en la pregunta-acusación que se lanzan aquí los dos grandes partidos, con sus listas cerradas, sus líderes absolutos y sus filas cerradas, sus aparatos cerrados, sus nexos abiertos entre la Administración pública de partido y el ancho mundo de los negocios.

Sciascia insistió en la política, elegido parlamentario europeo e italiano en junio de 1979, en las listas del partido radical, que se ofrecía como ajeno al sistema planetario que configuraban democristianos y comunistas. Lo llevaban a la política profesional sus impulsos de escritor, su vocación de escritor, sus intereses de escritor. Lo recuerda, una vez más, Camilleri, que en Un onorevole siciliano (Un honorable siciliano) ha reunido las intervenciones de Sciascia en el Parlamento, entre el verano de 1979 y el verano de 1983. Los discursos del diputado Sciascia tratan de lo que tratan sus novelas: la mafia, los negocios de Estado y la mafia, el terrorismo y el Estado. El objetivo de su literatura y el de su política eran el mismo: romper compromisos y componendas, los tratos que huyen de la luz, las mafias, los silencios, esa especie de pacto entre imbecilidad y delito. Estoy citando a Sciascia.

Hay una foto de Sciascia y su mujer, Maria Andronico, turistas, felices y un poco asombrados de estar paseando en coche de caballos por Sevilla, en la primavera de hace 25 años. No tiene aspecto Sciascia de brujo o adivino, aunque sufría algo así como una preocupación de escritor, un miedo a que las cosas que imaginaba se cumplieran. ¿No habían presagiado sus novelas la colaboración de la izquierda en el mantenimiento de un orden corrompido, la autodestrucción de la Democracia Cristiana? Pero "la alucinación de haber generado aquella realidad" encuentra una explicación razonable en uno de sus libros más reales y, precisamente por eso, más alucinatorios: El caso Moro. Puesto que la literatura se había quedado sola en su empeño de decir la verdad, parecía haber generado la verdad cuando la dura verdad se dejaba ver por fin inapelablemente, sin que fuera posible esconderla o disimularla.

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