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Crítica:CLÁSICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La libertad del intérprete

Cuando un intérprete busca un camino propio para hacer música, llega un momento en el que debe plantar cara a la tradición. Así lo hizo la pianista japonesa Mitsuko Uchida (Atami, Tokio, 1948) cuando, cansada de tener a alguien encima diciéndole cómo debía leer una partitura, decidió abandonar Viena para poder leer la música a su manera. No hay ciudad tan apegada a la tradición como Viena, lo que puede resultar asfixiante. Uchida, que llegó a la capital austriaca cuando tenía 12 años con sus padres, que eran diplomáticos, se formó musicalmente en esa rígida tradición, hasta que un día se hartó de hacer música como le decían que debía hacerse -los maestros vieneses piensan que lo saben todo- y decidió cambiar de aires. Eligió Londres, donde vive desde 1972, y allí ha encontrado lo que buscaba: la libertad como intérprete. De hecho, el recital que ofreció el pasado lunes en el Palau de la Música, en su debut en la temporada de Ibercàmera, fue un ejercicio de libertad, inteligencia y honestidad artística.

MITSUKO UCHIDA

Obras de Mozart, Berg, Beethoven y Schumann. Temporada Ibercàmera. Palau de la Música Catalana. Barcelona, 9 de noviembre.

De entrada, el programa que ofreció es modelo de coherencia, con sutiles lazos de espíritu vienés: Rondó nº 3 en la menor, KV 511, de Mozart, Sonata en si menor, op. 1, de Alban Berg y Sonata nº 28, en la mayor, op. 101, de Beethoven, en la primera parte, y la Fantasía en do mayor, op. 17, de Schumann, en la segunda. ¿Y cómo entiende la tradición vienesa una pianista japonesa de habla germánica que vive en Londres? Pues a su manera, intentando transmitir la música tal como la siente. Eso, señores, se llama auténtica personalidad, algo cada vez más raro en un escenario. Sin necesidad de ser excéntrica, no se parece a nadie, por eso resulta interesante hasta cuando no te gusta cómo está tocando determinado pasaje; en Mozart había frases que evocaban las mismas atmósferas que encuentras en Chopin; Berg sonó con un romanticismo casi exacerbado, y en Beethoven, su muy personal uso del rubato creaba no pocas tensiones y muchas sorpresas.

A pesar de su aspecto frágil, desató tempestades expresivas, pero donde fascinó por completo fue en aquellos pasajes en los que su sonido, de claridad y pureza casi mágica, transmite una serenidad que parece detener el tiempo. A sus virtudes musicales añade una paciencia infinita: mientras, sin perder la sonrisa, esperaba a que se hiciera el silencio en la sala -algo que en el Palau ya nunca se escucha- soportó toses, móviles ruidosos, espectadores rezagados y hasta la poca educación de una mujer que se coló en la sala mientras tocaba el sublime Adagio de la sonata de Beethoven, y se quedó tan contenta que, nada más sentarse, se puso a comentar la jugada con su compañero de butaca. ¡Vaya cara!

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